Que llegaran culeaditas. Eso les había pedido Orozco la semana anterior en la entrevista. En realidad les pidió que llegaran “culeaditas y comiditas, por favor”. Como si temiera que las nuevas empleadas aparecieran con cara de hambrientas, demasiado voraces. Por temor, seguro, a que las mellizas se fueran al chancho y arruinaran la noche. Así que eso hicieron. A las tres de la tarde del sábado siguiente cada una se aplicó a lo suyo. Apenas lo conversaron: ¿tú qué prefieres? ¿Y tú? Como las dos preferían lo mismo, lo echaron al cachipún. Rita hizo tijera y Sandra, papel. Y como tijera corta papel, Rita fue a la pieza del hermano y le planteó la cuestión. Que necesitaba hacerlo rapidito, antes de las cinco, que por favor, que Orozco si no. Y que después, si quería, le servía la once. Sandra asumió su papel cortado por la tijera y se lo pidió al tío. Por favorcito, tío, no sea malito. Le decía tío, pero era su padrastro. Lo pilló entrampado en el motor de la furgoneta. Lo hicieron casi al mismo tiempo que Rita y el hermano, a metros de distancia, poco antes de las seis de la tarde, con cielo pálido y veintidós grados de temperatura. En la pieza del fondo, unos; en el patio arrimados al auto, los otros. A las mellizas les quedó la sensación casi idéntica de haberse desinflado, aunque en rigor fueron los hombres quienes se desinflaron adentro de ellas. Así que ahí estaban: culeaditas, casi listas. Ahora les faltaba comer. Tenían tantas ganas de trabajar para Orozco. Si todo resultaba bien, las tomaría jornada completa. Lo había prometido en la entrevista: cuando el negocio anduviera con ruedas propias, Dios me libre, ya verían. De cajeras podrían pasar a meseras, de meseras a delantalcito abierto, culebreo de la cintura, uno que otro agarrón y mucha propina, no saben cuánta propina suelta un hombre acalorado. Porque de eso se trataba: de mantener al cliente a punto. Que llegaran siempre comiditas, por favor, bien culeaditas; que no fueran a caer, ellas, en la tentación. Ya vendría el futuro, créanme. Serían billonarias. Esa fue la palabra que usó Orozco para referirse al futuro de Rita y Sandra en el negocio que comenzarían esa noche. Así que eso esperaban las mellizas: el futuro billonario. Tomaron once con el padrastro, el hermano y la tía abuela, que llegó a última hora cargada de bolsas. ¿Qué traes ahí?, preguntó el hermano. Traía vestidos, delantales, mamelucos, blusas, pantalones, chaquetas de mezclilla, cotelé y lino adentro de las bolsas plásticas. Kilo y medio de ropa usada que había recogido en la feria; ropa sucia pero buena que los feriantes no vendían y dejaban ahí, abandonada. Sandra se quedó con el delantal verde; Rita, con el violeta azulado. Le dieron las gracias a la tía abuela y se pusieron los delantales ahí mismo. Era la primera vez que la vieja no les preguntaba qué habían hecho todo el día. Quizás ya le aburría escuchar lo mismo, pensaron las mellizas. Terminaron la once, dijeron chaíto y salieron a la calle moviendo las caderas como un par de marionetas, con el estómago lleno, tal como les habían pedido, sin señales de padecimiento. Iban con los delantales usados pero casi nuevos, listas para debutar en el trabajo de Orozco. Se veían tan campantes, como con una felicidad nueva se veían las mellizas ese sábado en la tarde. Pero la felicidad duró tres cuadras y media. En la puerta del local donde la semana anterior se habían entrevistado con Orozco; en el lugar donde servirían bebidas, sánguches, schops, cañas, lo que el cliente ordenara, alguien había pegado un letrero: “Clausurado”. Letras rojas en el fondo blanco y ni una sola explicación. Ahí estaba, ahí lo veían: el futuro clausurado de cuajo. El sueño de las mellizas y de la familia completa mutilado por diez letras. Golpearon las ventanas, tocaron el timbre ocho veces, pensaron tirar piedras —¿a qué, a quién?—, se miraron los delantales que ya no les parecieron tan nuevos; se notaba a la legua que habían sido ocupados y lavados un millón de veces. Levantaron los hombros como ocurre en las películas cuando hay una escena triste, se sentaron en la vereda a esperar. Una hora y media, pero nada. Culeaditas y comiditas, volvieron a la casa. La tía abuela, el padrastro y el hermano parecían esperarlas. En realidad era como si las hubieran estado esperando ahí mismo —sentados en esas sillas añosas del comedor, con las tazas a medio llenar— desde el comienzo de la civilización. Al principio nadie dijo nada. Les hicieron espacio en la mesa y soltaron un par de monosílabos huérfanos. La tía abuela fue a la cocina, preparó huevos revueltos y ya todo volvió a la normalidad. Qué tanto, si era un trabajito no más, dijo el padrastro. Y el diminutivo sonó tan apiadado que la tía abuela se emocionó. Le tomó las manos, le dio un beso en la frente, le agradeció su bondad. Las mellizas sacaron las ropas de las bolsas y se vistieron con trajes desafinados, colorientos, de otra época. Hasta la abuela se probó un vestido ajeno, un trajecito color salmón. Y juntas, las tres, ensayaron pasos de una coreografía de la tele. Los hombres se rieron como bestias, por poco se pusieron a bailar con ellas. Hasta que la tía abuela se puso seria y le dio por preguntar sobre las labores del día. Todos se fueron por las ramas: que las tardes cada vez parecían más cortas, que uy, que la grasa del fogón, que la paila de los huevos, que no me acuerdo. Parecían un poco calientes todavía. Después cada cual volvió a lo suyo. Se respiraba un aire primaveral, pese a ser agosto. Las mellizas pensaron en las palabras de Orozco de la semana anterior, en sus dichos. Se les vino a la cabeza el futuro billonario. Billonario, la palabra billonario, les resultó de golpe ajena. Como si correspondiera a otra lengua, a otra raza idiomática. Billizas, murmuró una de las hermanas. ¿Qué?, dijo la otra. Y la primera soltó una risita corta, que pareció más bien un estornudo reprimido. Después se quedaron un rato calladas, mirando las bolsas vacías, con los bultos de ropa desparramados por el suelo. Pero se las veía como hambrientas, ganosas otra vez. ¿Tú qué prefieres?, preguntó Sandra. Las dos preferían al hermano, que era más tiernito, menos bruto. Así que hicieron cachipún. Rita sacó piedra y Sandra, tijera. Y como piedra rompe tijera, Rita se encargó otra vez del hermano y Sandra volvió a fornicar con el padrastro hasta que Orozco pasó a la historia.
Libro: Imposible salir de la tierraAutor: Alejandra CostamagnaEdición: EstruendomudoPáginas: 110Precio: S/ 25,00
Vida y obra: Alejandra Costamagna (Santiago, 1970)Narradora y periodista. Es una de las voces más refrescantes de las letras chilenas. Entre sus libros destacan las novelas “En voz baja” (1996), “Ciudadano en retiro” (1998), “Dile que no estoy” (2007); y los libros de relatos “Malas noches” (2000), “Últimos fuegos” (2005) y Animales domésticos (2011). “Imposible salir de la Tierra” es una antología de diez cuentos seleccionados por la propia autora.