Ni sus berrinches ni su supuesto dopaje. Nada pone en tela de juicio el cariño que la afición peruana profesa a Paolo Guerrero, el delantero rabioso que le hizo comer pasto a Godín. El 9 retraído, hechura de dos padres rectos y un maestro íntegro. El palomilla chorrillano que lució un diente de oro en la adolescencia, y cuyos amigos apodaron Damián. El Depredador de goles cada vez que se enfunda la blanquirroja. El capitán.
Paolo Guerrero ha plantado su botín derecho al lado del balón. Faltan quince minutos para que la selección peruana agache otra vez la cabeza, y regrese al agujero negro donde ha permanecido en los últimos cuarenta años. El gol de James Rodríguez marchita la noche primaveral del martes 10 de octubre de 2017, en el Nacional. En ese preciso instante, Argentina aplasta a Ecuador, Paraguay iguala con Venezuela, y Brasil supera a Chile. Esa fotografía, incluso con la derrota, monta a nuestros malqueridos vecinos del sur en el último tren del repechaje.
Sin claridad para armar paredes, Aldo Corzo, el soldado más noble y rústico, ha allanado el camino, ofrendando su rostro. Tiro libre a veinticinco metros del arco colombiano. El estadio, adormecido, pega un brinco. Paolo resopla con las manos en la cintura, por primera vez desde que Gareca lo prohibiera. A su costado, Cueva le dice algo. Pero el capitán, que no le despega los ojos al arco ni al balón, ni se inmuta. Son murmullos. Paolo da un paso largo hacia atrás, y solo entonces Cueva se marcha. Las piernas del delantero se balancean impacientes por lanzar el misil. En la plenitud de los treinta y tres años, asumen su destino. El destino de un país.
Hace unos años habría sido improbable. Durante la mayor parte de su carrera, Paolo Guerrero fue el atacante de grandes condiciones que saltaba al campo con un botón de autodestrucción que se activaba al menor roce. Bastaba con un par de faltas no cobradas para desestabilizarlo. Su temperamento era una bomba de tiempo que los rivales hacían implosionar. Sus reclamos más que inspirar autoridad parecían pataletas infantiles de un treintañero eternamente inmaduro.
¿Cómo acabó siendo un abanderado de la selección, y un capitán indiscutible y admirable incluso en sus horas más oscuras? ¿Cómo se construyó este héroe?
***José Paolo Guerrero Gonzales llegó al mundo en los primeros minutos del primero de enero de 1984. Su familia asegura que fue el Niño del Año. Nacer en el hospital Edgardo Rebagliati y no en la Maternidad de Lima se lo impidió. La vida le reservaría no pocas distinciones, sin embargo. El hijo de José Guerrero y Petronila Gonzales nació futbolista. Sobrino nieto de ‘Huaqui’ Gómez Sánchez, gambeteador puntero de los cincuenta que brillara en Alianza Lima y River Plate; sobrino de ‘Caíco’ Gonzales Ganoza, imponente arquero aliancista de los ochenta; y hermano de Julio ‘Coyote’ Rivera, veloz extremo de Sporting Cristal, son las principales ramas de su estirpe, de acuerdo a sus genes maternos.
Su padre, un delantero aficionado, también fue determinante: le legó el peso de un apellido que honra y, de paso, lo define y, por si eso no fuera suficiente, lo bautizó como Paolo en referencia al italiano oportunista Paolo Rossi, campeón y máximo goleador en España 82, nuestra última parada en Copas del mundo. Su segundo nombre eclipsaría al primero hasta desaparecerlo. Ungido como futbolista, su acercamiento al balón fue natural e inevitable. Dormía abrazado a él, como otros niños cierran los ojos abrazando osos de felpa.
Chorrillano por herencia, su primer equipo fue de un distrito colindante: Las Águilas de Barranco. Una anécdota, en realidad. Duró meses. A los siete años, Paolo Guerrero se probó en Alianza Lima gracias a una mentira piadosa de su madre: le dijo a Rafael ‘Cholo’ Castillo, histórico cazatalentos victoriano, que el cuarto de sus hijos tenía diez años. Su talento y un porte de centrodelantero que ya asomaba colaboraron para consumar su ingreso.
Según Juan Sasturain, los únicos jugadores de raza en el fútbol son los goleadores. Es una cuestión de olfato e instinto. Facultades de supervivencia, porque el gol es una operación de caza: apuntar, disparar, matar. El instinto no se entrena pero se pule. Así lo entendió el papá de Paolo, quien solía llevarlo a la playa para practicar, sobre la arena, a parar la pelota como Perico León y a cabecear como Valeriano López. Los ‘9’ más míticos del fútbol peruano.
Pepe, quien se separó pronto de doña Peta, fue su crítico más implacable. Después de los partidos lo sentaba en su Nissan amarillo, y conversaban sobre su rendimiento. Si Paolo entraba a la casa pateando los muebles, no había que ser adivino: Pepe no había quedado satisfecho.
Probablemente aquello anidó en él un inconformismo que todavía arrastra. En los Juegos Bolivarianos de Ambato 2001, donde Perú se colgó la medalla de oro, César ‘Chalaca’ Gonzales, el entrenador de aquel entonces, recuerda a Paolo llorando desconsoladamente después de vencer 2-0 a Ecuador, en uno de los choques decisivos. ¿Qué había pasado? Simple: no había anotado.
Su frustración lo ha despojado del juicio en más de una ocasión. En el 2008, lo castigaron con seis fechas por írsele encima al árbitro, en el vergonzoso 6-0 ante Uruguay en Montevideo. Al año siguiente, tras perder con Ecuador en el Monumental, se agarró de boca con la hinchada, y escupió a la tribuna. En el 2010 le lanzó un tomatodo a un seguidor del Hamburgo, y pagó cien mil euros, la multa más alta en la historia del club alemán. Y, finalmente, en el 2012, con veintiocho años, le incrustó los toperoles por detrás a un arquero en un partido de la Bundesliga, una jugada que pudo evitar y por la cual recibió una sanción de ocho fechas.
“Hay dos Guerreros. En privado soy una persona serena y controlada, pero en la cancha soy otro”, explicó, en su momento, sobre sus impulsos.
Antes de ser el Depredador a Paolo Guerrero lo conocían como Damián en su barrio chorrillano de la primera cuadra de la avenida Brasil. Ponía al centro a la gente. Reventaba sartas de cohetecillos en los edificios de madrugada. Tumbaba las carpas en los campamentos. “Era un conchesumare”, dice sin filtro su primo Francisco Rojas. “Veía una chapa, y quería hacerte una huacha para vacilarte”.
Otro de sus apodos fue Chupadedo, fruto de una manía que bien podría relacionar a su pulgar babeado con doña Peta, su madre. Augusto Rey, regidor de Lima y compañero de carpeta en Los Reyes Rojos, da más señas. Una vez, en tercero de media, luego de pelotear, Paolo rechazó el almuerzo en casa de Rey. “Si no como en mi casa mi mamá se va a molestar”, cuenta que le dijo.
Muchos años después, cuando comenzó a destacar en el Bayern Múnich, Paolo lo invitó a dar un paseo en su lujoso Audi. De casualidad al estacionar chocó levemente con el sardinel. La frase instantánea de un Paolo, veinteañero e independiente, es reveladora: “Mi mamá me va a matar”. Lo que dicta doña Peta era (es y será) ley.
Como los mandatos de Constantino Carvallo, el desaparecido fundador de Los Reyes Rojos y dirigente de Alianza Lima, quien becó a Paolo en sexto de primaria, y se preocupó por convertirlo, más que en un crack, en una persona íntegra. No obstante, su visión humanista no lo reprimió a la hora de avizorar su futuro: “Es la estrella de esta generación”. A diferencia de los otros muchachos del proyecto ‘Corazoncitos azules’, Paolo se adaptó sin sobresaltos. “No era un niño abandonado como alguno de los otros. Tenía otra jerarquía, otro nivel económico y cultural”, recuerda Guillermo Reaño, exsubdirector del colegio y su profesor en sexto grado, precisamente.
Signo de esa distinción era una corona dorada con la que Paolo recubría uno de sus incisivos. Sí, a los doce años Paolo Guerrero lucía, en la escuela y las canteras victorianas, un diente de oro. Un Pedronavajismo extraño para la edad que finalmente desestimó al poco tiempo. Comprendió el sentido de la igualdad. “No se ponía su mejor ropa por estar como nosotros que no teníamos, pero cuando se iba a un tono sí se ponía bien ‘charly’”, señala Roberto Guizasola, compañero de Paolo en la delantera íntima hasta el arribo de Jefferson Farfán, y una promoción menor en Los Reyes Rojos.
“No había en él una actitud de gueto. Se juntaba con todos”, añade Gustavo Luján. En Cartas sobre la mesa, un libro donde reflexiona sobre su labor educativa, Luján narra con detalle el día que Paolo se quedó solo en el salón construyendo una lámpara con palitos de helados. “La cara de picón que tenía en el cole es la misma que pone en la selección”, asegura. He ahí el germen de uno de sus mayores peligros, sin embargo: como hemos resumido, muchas veces la piconería de Paolo ha transgredido, incontrolable, los saludables confines de la perseverancia.
A su favor, dicen sus amigos: nunca se ha sentido menos que nadie. Gabriel Reaño, tres promociones mayor, no se olvida la final del intercolegios de Barranco ante el José María Eguren, excolegio de Paolo. Un empate bastaba para campeonar. Dominaban el partido a placer hasta que les expulsaron a dos jugadores. Reaño fue uno de ellos. Paolo, que cursaba el segundo de secundaria, ingresó en el momento caliente a cuidar el balón, y alejarlo de su arco. Mató el tiempo, y levantaron la copa.
A pesar de su delgadez, sabía aguantar. Ya le tocaría sostener la ilusión de una nación.
***Gol. El misil de Paolo Guerrero ha peinado a James Rodríguez, y perforado la mano débil de Ospina. Los colombianos cercan al árbitro. Era tiro libre indirecto. Paolo no debió patear al arco pero lo hizo. Ospina no debió lanzarse pero yacía regado sobre el césped. Gol o autogol es lo de menos. Azares de un Dios piadoso. Fortuna merecida.
Nueve minutos después, una Venezuela eliminada desde hacía mucho dejó fuera de combate a un Paraguay que necesitaba apenas un gol para arrebatarnos el cupo. Brasil liquidó a Chile. Y Argentina mantuvo su ventaja. Las circunstancias le concedieron a Perú y a Colombia un cese al fuego que algunos moralistas, cuyos equipos no llegaron al Mundial, aún condenan. Una renuncia escandalosa que ya no escandaliza. Un rayón que no mancha una campaña intachable.
Y menos a un vestido de novia. Símbolo de pureza, felicidad y compromiso.
CRÓNICASBenditos. 13 historias no aptas para incrédulosRenzo Gómez y Kike La HozEditorial: MagrebPáginas: 160Precio: S/39,00
El vestido blanco de Milagros Polo, la novia a quien Ricardo Gareca pidió permiso para tocar en el hombro en los pasillos de un hotel sanisidrino, durante su sesión de fotos, tres días antes de doblegar a Uruguay y su ejército de espartanos el 28 de marzo en la fecha 14, en Lima. La primera victoria que supuso un quiebre. La tripulante de cabina que coincidió con el Flaco al cabo de unos meses, en dos vuelos hacia Madrid. La mujer excepcional que, a pedido del Tigre, se desprendió de su vestido de bodas la noche anterior al misil que Paolo no debió disparar. Y que Ospina no tuvo por qué intentar atajar.
Es una tarde de febrero, en casa de Milagros, un departamento en el Centro Naval de San Borja. En unas semanas cumplirá su primer año de matrimonio con el capitán de corbeta, Manuel Zevallos, un amigo de la infancia con quien decidió unir su vida luego de siete años de lejanía, unas salidas que no prosperaron, y un hijo de otros compromisos por bando. La foto viral donde son escoltados por Gareca y Santín decora su refrigeradora. Una sorpresa de Manuel por los seis meses de casados. Rastros de un atuendo sagrado que Milagros solo conserva en postales. Un atuendo sencillo, hecho en dos semanas por su costurera de confianza, que permaneció casi siete meses en el camarote de Manuel en la Base Naval, intacto y sin lavar, de la ceremonia al clóset, hasta un WhatsApp del Flaco, medio en broma, medio en serio: «Vení con el vestido de novia». Tras una tenue objeción, una caja de regalo, y un papel rojo, Milagros y Manuel dejaron la prenda en la recepción del hotel donde Perú concentró toda la Eliminatoria. Al cabo de unas horas, el supersticioso acusó recibo desatando elucubraciones perfectamente posibles. La noche siguiente ante Colombia, en cambio, lo inimaginable sucedió.
Más allá de una segunda novia genuina, y una tropa de figurettis, el vínculo nupcial de Gareca no se agota en Milagros. La primera novia a la que se aproximó fue Romina Antoniazzi, la carismática jefa de prensa de la Federación Peruana de Fútbol. Se trató, lastimosamente, de una novia en desgracia. Como contó para el semanario Hildebrandt en sus trece, el organizador de la fiesta la estafó dejándola en su día cumbre sin comida, licores ni mozos. Antoniazzi se encerró en el baño. Solo Gareca, de probado tacto nupcial, la sacó de allí diciéndole que era la novia más linda. Faltaba más.
***«¿Está enfermo el chico?». Augusto Sánchez evoca sus sospechas sobre la salud de un zambito ruloso y retraído que comía un filete de pescado, una ensalada al limón y una porción de menestra mientras sus compañeros le metían diente a chicharrones, cebiches y arroces con mariscos. «No, desde ahora lo cuido», contestó su madre, una morena maciza.
Corría 1998, y Mi Barrunto aún no era la fortaleza cebichera de futbolistas y salseros en La Victoria, sino un huarique de un solo ambiente con unas cuantas mesas. Paolo Guerrero, eso sí, ya era el estandarte de su categoría. Doña Peta pactó con los hermanos Sánchez: cada sábado, luego de los partidos, ella llevaría a los calichines de Alianza Lima con sus papás. A cambio, ella ganaría un par de soles por cada platillo. La clientela, evidentemente, aumentó, y ambas partes se beneficiaron.
Dos décadas después, los Sánchez han elevado, literalmente, el negocio iniciado por su madre María Aranda. Mi Barrunto cuenta con cuatro pisos, ciento veinte empleados, y una capacidad para mil seiscientas personas. Augusto es un gurú que ensalza cada vez que puede la relación entre aquellos que se ganan la vida pegándole a un balón, y el pescado crudo bañado en limón y ají como recompensa inmediata. «El jugador peruano es pobre de nacimiento. Toma agua de manguera, y come su leche tigre de esquina», afirma.
Su pronóstico es acertado. Durante gran parte de las Eliminatorias, despachó suculentos envíos hacia La Videna y el Swissotel. Francisco Velásquez, un cincuentón al que apodan Monzón por su parecido con el campeón argentino de los medianos, tuvo el encargo de que los pedidos llegaran a tiempo, y a espaldas del comando técnico.
Quizá esto no sea del todo cierto. Néstor Bonillo, mano derecha de Ricardo Gareca, se convirtió en un asiduo comensal de la cebichería sin que Augusto supiera de quién se trataba. Conseguida la clasificación a Rusia 2018, y con la identidad al descubierto, el preparador físico resolvió el tema sin ponerlo en apuros: «¿Qué querés que te diga? Es fútbol». Ah, Paolo se mantiene a raya de la leche de tigre. Su pedido: chita a la plancha o a la parrilla. Con esas.
***El máximo artillero de la selección peruana (32 goles en 85 partidos) no es estrictamente un goleador. Junto a los entrenadores, el delantero es el único en el campo al que se le exige rendir balances continuos de producción. Números fríos pero necesarios. Si sometemos a Paolo Guerrero a ese escrutinio sus cifras no son muy convincentes: en quince años de trayectoria, solo en una temporada (2017) alcanzó la veintena de goles.
“No es artillero”, lo ha vapuleado Edmundo, delantero brutal de los noventa, mundialista en Francia 98, al que llamaban El Animal. Eurico Miranda, expresidente del Vasco da Gama, dijo alguna vez: “Comparar a Paolo Guerrero con Luis Fabiano es gracioso. Está a años luz”. Los desplantes en Brasil han sido demoledores. Que un peruano sea el jugador más importante de la liga brasileña, y a su vez el mejor pagado de Sudamérica (doscientos ochenta mil dólares en el 2017) provoca escozor en el pentacampeón del mundo.
No todos son detractores, por supuesto. Romario, el holgazán que trajinaba en el área chica, lo catalogó como un fabricante de goles. En Argentina lo veneran. Enzo Francescoli quiso ficharlo para River Plate. Riquelme lo pidió para Boca Juniors. “Si fuera argentino, brasileño o uruguayo jugaría en el Barcelona”, reclama la prensa argentina con vehemencia.
Pese a su bajo promedio de gol a nivel de clubes, en el imaginario colectivo Paolo Guerrero es un goleador reputado. Tal vez se deba al concepto de héroe que esgrime Javier Cercas en Soldados de Salamina: es infalible cuando no debe fallar. No se esconde cuando se le necesita. El frentazo ante el Chelsea, en el 2012, que significó el segundo Mundial de Clubes para el Corinthians, es un botón.
“Sabe esperar. Conoce el área. Marca el pase. Es fuerte de la cabeza. Le pega con ambas piernas. Es completo”, dice Flavio Maestri, el solitario centrodelantero de las Eliminatorias para Francia 98, el proceso más similar al último.
En el otoño de su carrera, cuando se pierden facultades, Paolo Guerrero sumó una: patear tiros libres. Como ante Ospina. Como ante Chiquito Romero en el minuto final en La Bombonera. Más rosca y menos centímetros del ‘1’ argentino, y azotaban a Sampaoli en La Plaza de Mayo.
Argentina no pudo ni empapelando el camarín peruano con afiches de Machu Picchu que no asolaparon sus verdaderas intenciones: incomodar a Ricardo Gareca con el color verde. El verde que prohibió en Universitario. El verde de un Palmeiras que lo expectoró. El verde de los chimpunes de Wilmer Cartagena y Cristian Benavente que el utilero Walter García pintó de negro previo a un entrenamiento en La Videna.
Negro, como el porvernir del capitán blanquirrojo tras el último partido de las Eliminatorias.
***Una jarra contaminada de mate de coca. Verosímil o no, lo innegable es el respaldo popular que Paolo Guerrero ha recibido en cualquier punto de esta cronología del desastre luego de ser suspendido un año de toda actividad deportiva por un supuesto dopaje, días antes del repechaje ante Nueva Zelanda. Las audiencias en Zurich, el autoexilio en Argentina, la reducción del TAS (Tribunal de Arbitraje Deportivo) a seis meses, su retorno al Flamengo, la apelación de la WADA (Agencia Mundial Antidopaje); el apoyo ha sido multitudinario, y gremial: Jefferson Farfán empapando la número 9 de su compadre tras propiciar una alerta de sismo. La Trinchera Norte solidarizándose con el ídolo de enfrente. La gente sumándose a los hashtag #YocreoenPaolo y #FuerzaCapitan. Gestos.
Más que haberle dedicado la clasificación, el gran homenaje de esta selección hacia Paolo Guerrero es haber aprendido a no depender de él. A hallar otros caminos en lugar de lamentar ausencias. Al héroe imperfecto, al hijo de Pepe, Peta y Constantino le toca ineludiblemente revalidar su apellido, y con ello las raíces de su casta. Nada nuevo para él. Paolo merece su apellido. No es una exageración con fines publicitarios.
Lo demostró, allá por el 2004, cuando la hinchada lo ninguneó por su llamado a la selección sin haber debutado en Primera y al mes siguiente marcó su primer tanto oficial ante nuestro clásico rival. De igual forma cuando superó su aerofobia, secuela de la muerte de su tío ‘Caíco’ en la tragedia del Fokker, en 1987.
Solo un Guerrero se recupera de una rotura de ligamentos de la rodilla (seis meses sin jugar entre el 2009 y 2010), y no renuncia al choque. Solo un Guerrero puede desafiar y hacer comer pasto a Lugano y Godín, los sucesores charrúas de Paolo Montero. Solo un Guerrero se pone cresta a cresta con Mascherano, el Jefecito argentino.
Solo Guerrero ha sido capaz de mandar a prisión por difamación a una difamadora profesional como Magaly Medina que se juraba intocable. Solo Guerrero ha suprimido de la memoria del pueblo la amanerada imitación del comediante Carlos Álvarez. Seguramente hay quienes recuerdan el cabello planchado, los chupitos, y la lengua enrollada del personaje. Pero, ¿quién se atrevería hoy a burlarse del capitán?
«Que se rían ahora», reta Pablo Rivera, el tercer hijo de doña Peta, su hermano, en alusión a la vez que Paolo llegó llorando a casa luego de un entrenamiento con el primer equipo de Alianza Lima, en el 2002. Rapado tras ‘debutar’ en un amistoso ante Peñarol (jugó un minuto), le comentó a sus compañeros que se probaría en el poderoso Bayern Múnich de Alemania. Irás al Bayern, pero a matar cucarachas lo vacilaron, provocando la carcajada general. La leyenda le endilgó la autoría de la frase al entrenador Franco Navarro. Casi veinte años después, se absuelve: «Jamás pasó. Me hubiera disculpado en algún momento, pero nunca pasó».
Dice la verdad, Navarro. El chistoso fue un experimentado del plantel que Pablo prefiere no delatar, al igual que Roberto Guizasola, testigo de la joda. «No sabían que se estaban metiendo con un enfermo». A mediados de 2002, sin debutar oficialmente en tienda íntima, con un inglés masticado, Paolo Guerrero se enroló a la filial de la escuadra muniquesa, y posteriormente defendió sus sedas, en la Bundesliga, un par de temporadas con regular suceso. «Tuvo huevos para hacer las cosas», agrega Cucurucho, quien también fue tentado por clubes alemanes a los dieciocho años, pero no se animó.
Paolo Guerrero ha puesto el pecho más de una vez por el Perú. Su primer gol con la blanquirroja fue peleando una jugada dividida: la presión de su pecho contra el balón produjo una parábola rarísima que terminó por meterlo en la portería chilena ni más ni menos; su trastabilleo siguiendo la jugada el balón solo incrementó la emoción. Muchos años después, ese mismo pecho amortiguaría el pase de Trauco en el partido contra Argentina, y tras hacer volar a Funes Mori, el centrodelantero anotaría un gol decisivo. Hace unos meses, también serviría de lienzo para inscribir a punzones la frase TE AMO PERÚ.
VIDA & OBRARenzo Gómez (Lima, 1988)Periodista y editor general de la revista Sudor, medio que fundó con el también periodista Kike La Hoz. Ambos escribieron el libro 13 historias no aptas para incrédulos (Magreb, 2018 ). En él, cuentan las historias de miembros de la selección peruana camino al Mundial de Rusia 2018. Este trabajo es producto de un intensivo reporteo, hecho en tiempo récord.
MÁS INFORMACIÓNEl miércoles 23 a las 19:30 en Ibero Librerías Larcomar (av. Malecón De La Reserva 610 Tda. 210 Miraflores) se presentará el libro 13 historias no aptas para incrédulos . Participaran los periodistas Kike La Hoz y Renzo Gómez. Además, los acompañaran en la mesa Flavio Maestri y Ricardo Montoya para comentar sobre estas crónicas de la selección.