El 13 de abril de 1578, bajo la atenta y victoriosa mirada del célebre jesuita José de Acosta, el cuerpo del heresiarca más brillante y revolucionario del Perú del siglo XVI ardía en medio de la Plaza Mayor condenado por sus ideas y un conjunto de tesis sediciosas que planteaban modificar la composición social del Virreinato en ciernes.
En un largo e incansable proceso inquisitorial, Francisco de la Cruz ( España, 1530 ) resistió las acusaciones de dogmatizador, alumbradismo y herejía, y más bien cimentó su drástica propuesta de un nuevo orden social. Así, sustentaba, con argumentos filosóficos y teológicos sumamente minuciosos, que este proyecto civilizatorio debería ser liderado por los indígenas, ya que ellos representaban el verdadero pueblo cristiano. Toda la historia anterior —el pasado, en suma— había olvidado alevosamente el mensaje divino de la fraternidad y el sentido de la filiación cristiana; por lo tanto, tenía que ser descartado. Por ello, enuncia con tenacidad que hay que aceptar que Dios ha elegido a estas tierras, y a este pueblo de indios y mesticillos para dirigir el gran cambio anunciado tanto tiempo por la Biblia.
El final de las cosas tal como las conocíamos habría llegado ya. Un nuevo orden, una arquitectura social inédita, se erigiría sobre los escombros de la arcaica cultura europea que ya había perdido el rumbo.
Desde lo indígena y mestizo
Francisco de la Cruz, dos veces rector de la Universidad de San Marcos y, por consiguiente, el más prestigioso de los teólogos de la época, consideraba que el Juicio Final y la segunda venida de Cristo eran inminentes. Consecuentemente, era inevitable refundar desde aquí la cristiandad en su totalidad. Concebía una insólita estructura mundial forjada desde lo indígena y lo mestizo. Son estos grupos los que deben ocupar las posiciones de poder. El Gobierno deberá ser nativo o no será. El futuro posee el rostro de cada uno de los indígenas y mestizos, que son mayoría.
El llamado de Dios es claro y mandatorio: una nueva cristiandad implica dejar de lado totalmente el modelo del Viejo Mundo. Europa, su Iglesia corrupta y lo que simbolizaban tenían que ser demolidas, debido a que habían abandonado los principios fundacionales y originarios de la cristiandad.
Por tanto, tenía que surgir el renacimiento de un nuevo ser, de unas almas radiantes que encarnaran el porvenir. El legendario pueblo de Israel reaparecía en tierras peruanas. Además, todo esto estaba anunciado escrupulosamente por los evangelios y el esotérico libro del Apocalipsis. La parusía era inexcusable.
La nueva Jerusalén
Es así que este fraile dominico diseñó una interpretación de la historia que conmovió los cimientos sociales y el poder político-religioso de una comunidad colonial instituida desde la verticalidad y las jerarquías raciales. A través de supuestas visiones ofrecidas por el arcángel Gabriel e impulsadas inicialmente por el exorcismo a la joven María Pizarro, explicaba con agudeza y tono profético que el Perú estaba destinado a ser la nueva Jerusalén, el eje del Nuevo Mundo.
El Perú sería el centro global de una naciente civilización popular y, con ello, el origen de una neohumanidad constituida en igualdad de condiciones por todos los grupos sociales: el sueño ecuménico con oportunidades para todos. Esa etapa inevitable era lo anunciado por el Apocalipsis.
Él, Francisco de la Cruz, iba a ser el nuevo papa y el rey del Perú. Y, desde aquí, se esparciría la refundación de la humanidad. Un Pachacuti que recolocaba a los de abajo, que habían sido subyugados, en posiciones de control y gestión de los recursos. Lima sería así la nueva Roma. Es decir, incorpora en el juego del poder a aquellos que, como parte del sistema de colonización, solo eran instrumentalizados social y económicamente. Los situaba en el partidor para conseguir acceso a la gobernanza y formar parte del sistema que se estaba creando, en el que esta vez tendrían que ser incluidos.
Una desafiante utopía
Otro de los motivos por los que fue inculpado tan enérgicamente fue por sus argumentaciones a favor de la poligamia y de la idea de que los religiosos podían tener una familia, como fue en el origen del cristianismo. De la Cruz combinaba hábilmente las prácticas de los principios del cristianismo con sagaces argumentos que le permitían incorporar una hermenéutica renovadora de la Iglesia. Por este motivo, se lo acusó de estar cerca al luteranismo, es decir, como enemigo declarado de la Contrarreforma impulsada por el Concilio de Trento.
José de Acosta, el edificador del III Concilio Limense, fue su principal opositor intelectual y respondió a las ideas de De la Cruz con dos textos de gran elaboración teórica: De temporibus novissimis libri quatuor ( 1590 ) y De Christo Revelato libri novem ( 1590 ), en los que desmenuzó la interpretación de las claves apocalípticas de nuestro fraile. Incluso, con una implacable ironía, llegó a escribir sobre el auto de fe a De la Cruz: “Miraba siempre hacia el cielo esperando que un fuego bajara para quemar a los inquisidores y a todos los demás, como le había asegurado el diablo. Ningún fuego de lo alto quemó a alguien, pero a él, el rey, el pontífice, el redentor, el nuevo legislador, desde abajo lo quemó el fuego y lo redujo a cenizas”.
Este programa político del hereje pertinaz, sodomita y sectario, como lo imputaban los inquisidores, es acaso una de las primeras utopías surgidas, inclusive en su línea lascasiana y milenarista. También resulta visionaria su pretensión de integrar en la agenda de poder a los grupos que estaban colonizados y excluidos. Tal vez su refulgente propuesta muchos siglos silenciada pueda darnos luces ahora, en pleno bicentenario, de la inmensa y tensa complejidad con la cual fuimos construyendo el Perú.
Francisco de la Cruz sostuvo 170 proposiciones de índole teológica y filosófica. Entre sus “cómplices” estaban María Pizarro, quien formaba parte de esa hermenéutica con ribetes locales. Pero también sería la parte más vulnerable a las torturas del Santo Oficio. Murió en 1573 entre los fríos barrotes de sus cárceles sin que su proceso culminara. El fraile Alonso Gasco, a pesar de que se autoinculpó, fue quemado sin piedad junto a su cofrade De la Cruz. Otro religioso, Pedro del Toro, fue torturado y encarcelado, y murió enfermo en 1576. Luis López, otro de los partícipes de esa conjura celestial, fue desterrado a España.
*Rubén Quiroz, autor de este artículo, prepara un libro sobre Francisco de la Cruz.