Por: Pedro CornejoBasta mirar diariamente los noticieros de la televisión para constatar hasta qué punto todos los discursos que abogan por el humanismo, sea en su variante cristiana —el hombre como ser “creado a imagen y semejanza de Dios”— o en su acepción secular moderna —el hombre como centro del universo, amo y señor de la naturaleza— son, muchas veces, puramente retóricos. Ya lo decía Dostoievski: el hombre es el único animal verdaderamente cruel, perverso, el único que mata sin necesidad, por puro placer, con saña, alevosía y ventaja. El “asesino por naturaleza”, para emplear la frase que da título a la película de Oliver Stone. Y que no solo mata sino que tortura; es decir, se regodea en el dolor ajeno. El único ser vivo que no respeta límite alguno, que sobrepasa constantemente los linderos de lo permisible y que posee una capacidad (auto)destructiva aparentemente inagotable.
En efecto, ¿qué puede decirse de los genocidios, los campos de exterminio, las cámaras de gas, la bomba atómica, la guerra en su versión cibernética (aquella que los aliados de Occidente han implementado en Iraq, Afganistán o Siria), las torturas de Abu Ghraib? Son actos “humanos, demasiado humanos”, para usar —aunque sea fuera de contexto— la célebre expresión de Nietzsche. ¿Con qué autoridad moral calificamos de monstruosos e irracionales esos actos cuando la realización de los episodios más macabros exige, justamente, una racionalidad técnica tan rigurosa como bestial? ¿O no ha sido Occidente, el ‘emblema’ de la civilización, el que ha protagonizado algunos de los episodios más sofisticadamente cruentos de la historia? Sabemos de sobra que, en virtud de la tecnociencia, el hombre está en pleno dominio de sus facultades tanáticas y que puede realizar los peores actos de barbarie con una asepsia y precisión matemáticas. La civilización, pues, como sugiere el escritor escocés Irvine Welsh, “no erradica el salvajismo y la crueldad, solo da la impresión de volverlos menos escabrosos y teatrales”.
¿Quiere esto decir que somos peores que antes? Tampoco, pues ni las civilizaciones antiguas con toda su magnificencia, ni la modernidad con su prometeica y utópica voluntad de cambio parecen ser otra cosa que idealizaciones sin fundamento o, en su defecto, proyectos frustrados. ¿Qué nos queda entonces? ¿Asistir impávidos al desastre que hemos propiciado durante siglos y que hoy en día pone al borde del colapso al mismísimo planeta en el que habitamos? Ciertamente no. Pero tal vez ya sea hora, como propone el filósofo alemán Hans Jonas, de que el ser humano adopte un nuevo imperativo moral: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o, expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”; o, simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la Humanidad en la Tierra”; o, formulado una vez más positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.
Contenido Sugerido
Contenido GEC