En El cuento de la criada, la obra maestra de Margaret Atwood, cuya adaptación está disponible en Amazon Prime, Estados Unidos ha colapsado y una suerte de confederación de comandantes (señores de la guerra, para todo propósito) ocupa el territorio norteamericano en ciudades autónomas. Las mujeres han perdido derechos y viven organizadas en estamentos de acuerdo a su función, cuyo valor primordial es el reproductivo: esposa, criada, martha, tía, econoesposa. La separación de géneros es absoluta, y los hombres que no dirigen estas comunidades son empleados menores o carne de cañón: combaten insurrecciones, manejan carros, vigilan. La pesadilla se reviste de disfraz religioso para dar un propósito, lo que no es difícil de imaginar si se combinan las dosis adecuadas de puritanismo anglicano, ortodoxia cristiana y radicalismo islámico (nada, digamos, que no conozca la humanidad). El resultado es biopolítica en esplendor: administración pura y dura de los cuerpos.
¿Cuáles son los refugios y las ilusiones que sostienen a las oprimidas? Nada muy concreto. Ciertas complicidades, la idea lejana de un escape o una rebelión, algunas palabras bordadas, los recuerdos de un pasado difuso, o la ilusión de un futuro que no termina de imaginarse.
Uno de los aciertos de la novela es que recrea bien cómo el tiempo pierde definición cuando ocurren cambios abruptos. Lo que a los ojos de la historia aparece como inevitable, lógico y causal, para el presente, es indeterminado, caótico y confuso. Hay dos o tres maneras de abordar ese caos. Una es desde la neurosis y el control: estructurar el tiempo, planificar el escape, insistir. Otra es desde el estoicismo: abrazar el sufrimiento como connatural a la vida. La última es la adaptación. ¿Pero cuáles son sus límites? Los regímenes totalitarios y las tragedias humanitarias nos llevan a pensar que la frontera está muy por debajo de lo que somos capaces de reconocer en circunstancias regulares (“Lo normal es aquello a lo que te acostumbras”, escribe la canadiense).
El cuento de la criada, en mucho, sostiene su tramado bajo la idea de que las conquistas sociales —ya sean liberales, democráticas o feministas— son siempre frágiles y están a una catástrofe de perderse.
Leyendo a Atwood durante la pandemia, cuesta no entender de qué forma el miedo nos ha acercado peligrosamente a la distopía. La narrativa del Estado-nación que tiene la protección de la vida como primera prioridad —por 200 años falsa en estas tierras— es hoy un grotesco insostenible. Nuestra fábula parece la opuesta: cedimos el control de los cuerpos de la manera más entregada y resignada, y el resultado, de entre todos los experimentos ocurridos en el mundo en el 2020, ha sido estadísticamente el peor. Resignamos libertad y no obtuvimos recompensa. Quien analice sin sesgo quiénes han sido los ganadores políticos de la pandemia llegará inevitablemente a esta conclusión: las dos grandes instituciones y burocracias que sostienen, reemplazan y se solapan con el Estado peruano desde siempre, las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica. Toca agradecerles, claro, pero es inevitable que esos aplausos recuerden una condena. Es como si el siglo XIX no hubiera acabado nunca.
La discusión, luego, está viciada de origen. El país necesita todo aquello que se muestra como excluyente en el debate público. Es decir, necesita más Estado y más mercado. Necesita más libertad y más contención. Necesita más ideología y más tecnocracia. Necesita, por fin, una burocracia civil y laica que asuma el control del territorio y la población con un propósito legítimo. Con el perdón de la ingenuidad a siete meses de una elección que no será feliz, Atwood ha provisto la causa de tanto voluntarismo: “Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad?”
* Jerónimo Pimentel es director de Penguin Random House Perú