Con el debido respeto que tanto las élites intelectuales como las autoridades eclesiásticas se merecen, no son ni el idioma ni la religión los legados más promisorios de nuestra herencia española.
El primero, si bien ofrece potencial capacidad expresiva, sufre en su uso diario una instrumentalización precaria, agresiva y últimamente consumida por el desbordante narcisimo afín a las redes sociales. La religión, hermoso concepto de vinculación divina, adolece de una constante subordinación política y tardía reacción a los cambios sociales. Aunque sería ingrato no reconocer la generosidad con que el catolicismo invita a creyentes y no creyentes a observar sus múltiples feriados y fiestas de guardar. Ese papel preponderante que las dos anteriores carecen le corresponde a un reparador ritual que acaso merecería mayor atención, cuando no legislación adecuada. Este regala episodios de real amabilidad a la existencia por intermedio de una pausa babeante y descontracturante que hace mejores personas a quienes lo practican. Estamos hablando de la siesta.
Ador, un pueblo en valencia, tiene por alcalde a un iluminado que recientemente ha hecho ley la observancia rigurosa de la siesta. El edicto recomienda a los vecinos no hacer ruido entre las dos y las cinco de la tarde, hora sagrada. Esto no es sino la consolidación de la costumbre española atribuida a san Benito Abad, patrono de Europa y patriarca del monaquismo occidental. Fue él quien instauró en el siglo XI la hora sexta —de ahí la siesta— como espacio de reposo digestivo para seguir haciendo lo que fuera que ocupe la vida de un monje. España, un país que cultiva sus tradiciones aun a pesar de Isabel Preysler, celebra regularmente campeonatos nacionales de siesta.
Da Vinci hacía seis siestas al día. Napoléon dormitaba entre batallas. Brahms hacía lo propio sobre el piano. Personajes todos que sabían interpretar lúcidamente el estado de sopor digestivo reflejado en un pobre riego sanguíneo del cerebro. El sueño breve tiene comprobado efecto como regulador del sistema nervioso central, además que incrementa la expectativa de vida. A esto se le agrega la excelente disposición erótica que precede a una siesta en compañía a media tarde.
El perú no tendría bandera de no haber sido por una siesta sanmartiniana. Y es de conocimiento público la impúdica práctica congresal de la siesta durante mensajes presidenciales y ceremonias cívicas. Esto hace aun menos comprensible la grosera deuda pendiente que el país tiene con la tierra de la palta, la aceituna y de la nunca bien ponderada siesta moqueguana.
La moqueguana, madre de todas las siestas, aporta una variante innovadora a la costumbre hispánica, honrando la subvalorada parsimonia nacional y adoptando la sabiduría propia de la naturaleza (1). Esta supone volver a acostarse luego del desayuno, necesariamente en pijama, enlogando el período de descanso y delimitando valientemente un territorio de inactividad en la denominada media mañana (2). Esto ha generado intriga y oposición de parte de los retentivos anales que tienen como comienzo del día las mismas horas que las aves de corral.
Se llama “patrimonio inmaterial” a aquello que se transmite de generación en generación e insufla identidad y continuidad a las comunidades que lo practican. En el Perú, por ejemplo, el clarín cajamarquino es considerado patrimonio inmaterial. Soñemos juntos: ¿no es hora ya de darle la valía que se merece a la moqueguana?
1. La marmota, vivaz roedor, duerme casi seis meses seguidos.2. Hay teorías que sostienen que el evento sexual matinal, bien llamado “mañanero”, está íntimamente vinculado a la correcta práctica de la moqueguana.