Sabemos que estamos en graves problemas desde el principio del principio. Desde esos títulos de entrada con imágenes entre delicadas y ominosas, esa voz, esa canción espasmódica que se llama “Container” de una mujer gritándole a un abismo en el momento de su muerte y provocando una avalancha para enterrar a un hombre que nunca conoció y luego repitiendo una y otra vez, como en un mantra de hipnotizada, que se hundió en el océano, en el océano, en el océano. Y enseguida nos enteramos de que quien canta no es otra que Fiona Apple, la gran chanteuse de las chicas complicadas y peligrosas quien, en 1996, deslumbró con “Tidal” y tracks como “Shadowboxer” y videoclips como el de “Criminal”, donde aparecía en una fiesta descarrilada, cada vez más desvestida y, según The New Yorker, “luciendo como una modelo de Calvin Klein desnutrida”. En cualquier caso, tantos años y buenos discos después, a mí Apple me hace pensar en la siempre posible loca desconocida que se despierta a la mañana siguiente a tu lado con sonrisa de loba y exigiéndote a gritos que le prepares un desayuno macrobiótico luego de que la noche anterior hayas tomado ese desvío equivocado en el mapa de tu vida. Y sí, claro, la culpa es tuya, tuya, tuya, y entonces solo quieres hundirte en el océano, océano, océano. Son los títulos y la canción y la voz que abren “The Affair”, serie de Showtime ganadora del Globo de Oro que acaba de concluir su segunda temporada y a la que resulta imposible resistirse. “The Affair” es responsabilidad de Sarah Treem y Hagai Levi, quienes ya habían demostrado que saben lo suyo en lo que a relaciones peligrosas y jueguitos mentales se refiere con “In Treatment” y, por fin, es la serie que muchos habíamos estado esperando. Porque luego de años de ponernos en la piel de mafiosos, policías, asesinos en serie, traficantes de drogas terminales, ginecólogos en celo, cirujanos cocainómanos, superhéroes y caballeros de fantasy, ha llegado una serie de/con escritores que pone en claro y en evidencia lo complejo de nuestras viditas. Así es: no todo es acudir a festivales y salir en fotos y recibir premios (los que trabajan para eso). También hay que escribir. Y mantener una familia. Y aquí viene el sufrido cuarentón Noah Solloway (Dominic West, el inolvidable McNulty de “The Wire” y el olvidable guardia en el palacio de Naboo en “Star Wars: la amenaza fantasma”) con una novela con la que no pasó demasiado a sus espaldas, cuatro hijos, un trabajito simbólico como profesor de Literatura en un college neoyorquino, una esposa que lo quiere y lo mantiene, y unos suegros monstruosos (¿habrá algo peor para un escritor que tener un suegro escritor de éxito que luce como una cruza de William Styron con James Salter?) y, claro, la tentación constante de reescribirlo y corregirlo y mejorarlo todo. Porque eso es lo que hacen los escritores, ¿no? Y la excusa perfecta para volver a redactar es la irrupción de una camarera treintañera llamada Alison Lockhart (Ruth Wilson, con ese aspecto tan de mosquita muerta ocultando, apenas, las mandíbulas de una mantis religiosa) y enseguida todo lo precipitable se precipita y las familias Solloway y Lockhart vuelan por los aires. Y muy pronto Noah siente que debe cambiar su nombre bíblico por el de otro que anda por ahí: Job. Antes de todo esto hay rencores inconfesables, hijito muerto, clan de delincuentes, chica de prensa hot, amigos millonarios, adolescentes inflamables, mentiras piadosas e impiadosas, etc. Después, un bestseller contando todo eso (y que convierte a Noah en estrella acaso pasajera de la ficción erótica de nivel), festejos con drogas y huracanes, chakras a abrir por nueva suegra mística (la madre de Alison), menciones y apariciones muy graciosas de Sebastian Junger, Philip Roth, Jonathan Franzen, entre otros, bebés, una muerte y un muerto sin dueño, visitas a los tribunales, y la sospecha confirmada de que —“Los Soprano”, “Breaking Bad”, “Battlestar Galáctica”, “Juego de tronos”, “Six Feet Under” y siguen los títulos—la familia siempre será el Gran Tema para la televisión de cualquier época y voltaje. La supuesta novedad aquí es que la historia está contada y recontada alternando puntos de vista (el de Noah y el de Alison) y ofreciendo sus respectivas henryjamesianas “versiones del asunto” donde no solo se altera el modo en que están vestidos sino, también, lo que dicen y hacen. Y, como en la vida real, hacen y dicen cosas muy diferentes según quien lo cuente. Y la segunda temporada amplió la mesa de juego añadiendo los testimonios de la ex Helen Solloway (Maura Tierney, para mí, la verdadera heroína de la ecuación) y del ex Cole Lockhart (Joshua Jackson como paradigma del “buen tipo” complicado). Pero, claro, aquí todo se reduce finalmente a elegir bando, a ponerse de este o de este otro lado. Y no es sencillo porque “The Affair” no es “una de buenos y malos”. Por una cuestión profesional, yo puedo “comprender” en alguno de sus desastres a Noah; pero su egoísmo justificado por su vocación me parece un tanto extremo y no me cae del todo bien. Y, desde ya, jamás caería en el agujero negro de alguien como Alison cuyo capital y atractivo pasa por ese aire de lánguida y gótica hermanita Brontë y un master cum laude en agresión pasiva. Ya lo dije: toda mi simpatía para Helen Solloway quien, con semejantes padres y semejante hija adolescente (la siempre en llamas Whitney Solloway con el rostro y el cuerpo de Julia Goldani Telles y quien me da mucho pero mucho más miedo que Alison y Fiona Apple juntas), aún se las arregla aunque, como en ese episodio inolvidable, consuma algo de estupefacientes antes de ir a la peluquería y, estupefacta, termine estrellándose a la salida del colegio de sus hijos. La duda y el misterio pasan por quién cuenta la versión más cercana a la verdad. Pero enseguida se comprende que no importa tanto, que eso es lo de menos: unos viven y otros reviven. Y punto. Y aparte. Y nosotros lo vemos sin poder cerrar los ojos y mintiéndonos que apartamos la mirada, como cuando pasamos tan despacio junto a los restos de un accidente en el camino. Y si piensan que el ser escritor me vuelve más sabio en lo que hace a estas cuestiones, bueno… El último episodio de la segunda temporada termina con Noah agotado, confesándose culpable absolutamente de todo, y quizá fantaseando (miento: de esto sí estoy muy seguro) con la posibilidad de que una temporada en el calabozo tal vez sea lo mejor que pueda llegar a pasarle: mucho tiempo para leer y para escribir y horarios limitados para conversar, protegido por barrotes de todos esos animales salvajes que lo esperan ahí fuera y dicen quererlo tanto, tanto, tanto.
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