Hace unos pocos años, en una lista elaborada por el diario ABC de España, El Principito aparecía como el cuarto libro más vendido de la historia, con 140 millones de ejemplares, solo por detrás de Don Quijote de la Mancha, Historia de dos ciudades y El Señor de los Anillos. Sin embargo, entre los títulos infantiles, es por lejos el libro más universal, el más obsequiado, el que ha sido traducido más veces (a más de trecientos idiomas, incluidas las lenguas nativas náhuatl y otomí). Hasta cuenta con una versión feminista, en lenguaje inclusivo, publicada en 2018 por una editorial argentina. Se titula La principesa.
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Pocos saben que El Principito fue escrito en Nueva York durante el exilio de Saint-Exupéry. El piloto-escritor llegó a esa ciudad en diciembre de 1940, en barco, huyendo de la invasión que el régimen nazi había iniciado en Francia en junio de ese mismo año –y que se prolongaría hasta diciembre de1944–. Su plan era quedarse solo unas semanas; al final, permaneció dos años y medio. No estaba solo, sino con su esposa, la salvadoreña Consuelo Sucín, a quien conoció en Buenos Aires en 1930, en la época en que Saint-Exupéry se desempeñaba como piloto comercial de servicios de mensajería para la compañía Aeropostale.
Según cuenta la periodista española María Ramírez, una mañana de la primavera de 1943, Antoine tocó la puerta del apartamento de Park Avenue donde vivía Silvia Hamilton, su amante, para dejarle un montón de papeles dentro de una bolsa arrugada (al día siguiente dejaría Nueva York para irse a Argel y unirse a las fuerzas aliadas que combatían en la segunda guerra mundial). Parte de ese ‘montón de papeles’ era el manuscrito de El Principito. Sobre la primera página podía leerse una dedicatoria escrita a mano para Stephen, el hijo de Silvia. «Para Stephen, a quien ya le he hablado de El Principito y quien probablemente será su amigo». El niño se convirtió así en el primer lector del libro. Ese borrador, lleno de correcciones y anotaciones al margen, es una prueba de la meticulosidad con que trabajaba Saint-Exupéry; se constata, por ejemplo, que una de las frases más célebres del libro –«lo esencial es invisible a los ojos»– tuvo quince versiones antes de quedar como la conocemos.
Si bien Saint-Exupéry había publicado cinco libros antes (entre ellos Vuelo nocturno, Tierra de hombres o Piloto de guerra), el éxito de verdad recién le llegó con El Principito. La fatalidad, sin embargo, lo privó de vivir la gloria literaria que merecía, pues el libro apareció en Estados Unidos en abril de 1943 (tanto en inglés como en francés) y él moriría al año siguiente, en julio de 1944, cuando su avión, el monoplaza Lightning P-38, se precipitó en algún punto del Mar Mediterráneo mientras ejecutaba un vuelo de reconocimiento. Recién en 1946, con Francia ya liberada del yugo alemán, El Principito pudo publicarse en el país original del escritor. No pasó mucho tiempo antes de convertirse en un imparable fenómeno de ventas.
Durante años un manto de misterio cubrió el capítulo de la muerte del francés. Unos decían que su avión había caído producto de un accidente, otros advertían una posible colisión con otra nave, y no pocos barajaron la alternativa del suicidio. En 1998, un pescador encontró una pulsera donde figuraba el nombre de Saint-Exupéry; a partir de ese hallazgo se incrementó la búsqueda del avión siniestrado, lo que provocó que se tejieran nuevas especulaciones respecto de su desaparición. Solo en 2008, con la confesión del piloto alemán Horst Rippert («yo disparé al avión de Saint-Exupéry»), se supo que fue derribado por un enemigo de la guerra.
Es muchísimo, y muy contradictorio, lo publicado acerca de las fuentes de inspiración de las que se sirvió Antoine para escribir su obra cumbre. ¿Dónde conoció al zorro que luego llevaría a la ficción: en la provincia argentina de Entre Ríos, donde vivió una temporada, o en el sector del desierto del Sahara donde permaneció unos meses por razones laborales? ¿Qué simbolizan la serpiente, la flor de tres pétalos, los baobabs? ¿Quién fue realmente el niño que su pluma transformó en el pequeño héroe de cabellos dorados? ¿Qué personas de carne y hueso son las que se traslucen detrás de los habitantes de los siete planetas, el astrónomo turco, el farolero, el hombre de negocios, el borracho, etcétera?
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Lo único que no se discute es que Consuelo, su esposa, fue su máxima musa. Es ella quien está detrás de muchos de los elementos de El Principito. De acuerdo con Marie-Helene Carbonel, autora de la biografía Consuelo de Saint-Exupéry, una novia vestida de negro (2010), la rosa de la historia, esa rosa única que tanta preocupación le merece al Principito, es una representación de Consuelo. «La rosa es Consuelo, los tres volcanes son los volcanes de El Salvador. La rosa que tose es Consuelo, que sufre de asma, que es frágil y por eso está protegida bajo una campana de cristal», comentó en 2013 a la BBC, añadiendo algo más inquietante aún: «las otras cinco mil rosas pueden ser las otras mujeres de Saint-Exupéry, pero para ‘El Principito’ esas rosas no valen nada, la única que vale es su rosa».
Quienes han rastreado el ámbito familiar de la vida de Saint-Exupéry aseguran que sus parientes nunca dejaron que Consuelo ingresara a su círculo de confianza. Ser extranjera, haber tenido dos matrimonios y un divorcio previos a su casamiento con el aviador, le valieron el maltrato y el perpetuo recelo de los familiares del escritor. «Un miembro de la familia Saint-Exupéry me dijo que casarse con una extranjera era considerado peor que casarse con una judía», cuenta el periodista inglés Paul Webster, uno de los autores que más minuciosamente ha investigado la figura de Consuelo. «La cuñada de Saint-Exupéry la describió como una ‘mujerzuela’», añade Webster.
La propia Consuelo escribió un libro (La memoria de la rosa) contando que su marido no había sido ningún santo como pensaba todo el mundo. En esas páginas le reprocha sus numerosas ausencias en casa, así como sus incontables infidelidades a lo largo de los trece años que duró el matrimonio; además lo tacha de egoísta e infantil, llamándolo «cruel, negligente, avaro y derrochador». Consuelo murió sin animarse a enviarlo a ninguna editorial, pero un discípulo suyo rescató el texto original y lo publicó nada menos que en el 2000, justo cuando en Francia se alistaban las celebraciones por el aniversario número 100 del nacimiento de Saint-Exupéry. Para Paul Webster, ese libro «es el feo recuento de una viuda muy amargada».
Alguien podría pensar que las desavenencias maritales poco tienen que ver con las páginas más logradas de Saint-Exupéry. Sin embargo, los especialistas concluyen que El Principito, antes que un libro para niños, es una fábula que funciona como metáfora de la vida del escritor, de sus ansias de tranquilidad espiritual y, a la vez, como una alegoría de su abrumada vida con Consuelo. «Es un libro que escribió para pedir perdón a Consuelo, es un acto de contrición», ha dicho Marie-Helene Carbonel.
¿Nos queda alguna lección de todo esto a los lectores? Sí: distinguir biografía de obra; separar la moral de los artistas de su producción estética; y valorar los libros, no por quienes los escribieron necesariamente, sino por cómo nos ayudaron y ayudan a cuestionar el mundo, a formularnos preguntas que nunca antes nos habíamos planteado. El Principito consigue esto último con creces, y ya solo por eso Antoine de Saint-Exupéry merece nuestra más rendida admiración.
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