Entro al circo como si entrara a un refugio o un búnker. Hay demasiadas cosas allá afuera que agotan, deprimen, irritan, indignan, aburren, invitan al pesimismo. Meterse al circo es como meterse al cine o al teatro: ocupas una butaca en un recinto oscuro, le das la espalda al exterior, paralizas el tiempo ordinario y te concentras por un par de horas en un universo ficticio. Si tienes suerte, el espectáculo no solo te distraerá de la realidad sino que te mostrará otros aspectos de ella, ángulos que no estabas observando, matices que se te venían pasando de largo, y entonces regresas a la calle, a tu vida, sintiéndote mejor, un poco más vivo, más humano, más esperanzado. Muchas veces, después de ver una película conmovedora o una obra impactante, he salido creyendo tener entre manos una revelación, algo que me acercaba, al menos por un rato, a los restos de una olvidada belleza.
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Ayer, en el circo, volví a tener esa sensación, la reconocí de inmediato, afloraba en la cara de las personas que habían asistido, la mayoría en familia. Era alegría, asombro, pero también algo más. Y no creo que tuviera que ver con algún número en concreto, aunque todos fueron notables: desde las acróbatas de vestido azul que saltaban en columpios alcanzando alturas imponentes, hasta los muchachos que trepaban un poste y mantenían posturas horizontales imposibles gracias a la pura fuerza de su musculatura; pasando por las chicas que hacían piruetas en bicicleta, el grandote que se contorsionaba en un caballete, la pareja que parecía volar bajo la lluvia ayudándose de una cuerda, y el anfitrión, que a la vez era mimo, mago, cantante y humorista.
Todo eso estuvo genial, pero el detalle que me conmovió fue que todos los artistas provenían de países distintos. Sé que suena obvio, típico, es lo que suele suceder en los grandes circos que recorren el mundo, pero cuando ayer el anfitrión lo mencionó, sentí un ramalazo de entendimiento. «En este circo», dijo, «hay gente de España, de Rusia, de Ucrania, de Cuba, de Estados Unidos, de China…». En ese instante recuerdo haber pensado algo a lo que recién puedo dar forma: mientras en el mundo de afuera el concepto de nacionalidad se ha tornado problemático por culpa de discursos violentos; mientras allá afuera se alimenta el rencor contra el migrante, el foráneo, el extranjero que huye de una emergencia o un desastre; mientras cada vez más gente se adhiere a la idea retrógrada de que los territorios solo pertenecen a sus ciudadanos originarios; y mientras hay gobernantes que, enceguecidos por el color de sus banderas y el tamaño de sus ambiciones, ponen en marcha ejércitos para atacar a sus vecinos y diseñan armas nucleares para aniquilarlos, mientras todo eso ocurre en el mundo exterior, aquí adentro, en este mundo paralelo, valores tan minimizados como la armonía, la solidaridad, la confianza, la democracia, la igualdad y sobre todo la inclusión sostienen y explican una exitosa convivencia.
Si al final del show el público se puso de pie para aplaudir, no fue por un exceso de entusiasmo, ni solo para premiar el profesionalismo de los artistas, no, al menos mis aplausos –y juraría que muchos otros– se debieron a una súbita certeza: el mundo de allá afuera sería un mejor lugar si de vez en cuando funcionara como el circo.