Me ha picado una araña y la culpa es de Supermán. Déjenme explicarlo. Hace dos días, vi con mi hija de siete años la película del superhéroe de la capa roja, me refiero a la primera original, la mítica, la de 1978, donde actúan Christopher Reeve, Marlon Brando, Glenn Ford, Gene Hackman y la fantástica Margot Kidder en el papel de Lois Lane. La vimos en familia, todos frente a la computadora.
Lo que para mi hija fue un descubrimiento impactante, para mí fue una impactante regresión. De entrada, mientras pasaban los créditos del inicio, me pregunté: ¿Con quién vi Supermán la primera vez? ¿Con mi mamá y mi hermana? ¿Mi papá estaba con nosotros? ¿Y dónde la vimos? ¿Fue en el cine o la televisión? Si fue en el cine, ¿habrá sido en el antiguo Alcázar, El Pacífico, el Real Uno de Camino Real, o el cine San Antonio? Y si fue en la televisión, ¿qué canal la transmitió allá por los ochentas? Imposible recordar nada de eso. Qué rabia: con qué facilidad olvidamos momentos que, en el instante en que los vivimos, nos parecieron inolvidables.
Me atrevo a decir que lo mismo que me sucedió de niño al ver Supermán –sentir que la película marcaba un antes y un después– le ha ocurrido a mi hija, porque, pese a lo precarios que se ven hoy esos efectos especiales del siglo XX, quedó muy impactada con la historia del bebé que atraviesa el espacio en una nave con forma de estrella para convertirse, primero, en el niño más fuerte del mundo, después en el universitario más veloz de la tierra y, finalmente, en el personaje de malla azul y calzoncillos rojos que vuela entre los edificios de Nueva York sin despeinarse. (Por cierto, no recordaba el discurso tan exprofesamente bíblico que Jor-El, o sea Marlon Brando, pronuncia al momento de enviar a la tierra a su «único hijo» para que ayude a los seres humanos. Dicen que el director, Richard Donner, se sintió en la necesidad de hacer una película mesiánica después de haber estrenado, dos años antes, la traumática La Profecía).
No satisfecha con haber visto cómo Supermán vencía a Lex Luthor y conseguía hacer explotar en la vía láctea los misiles con que el villano pretendía destruir Estados Unidos, mi hija me pidió (exigió es el verbo correcto) ver la continuación de la saga. Aunque al día siguiente había que levantarse temprano para ir al colegio, no pude decirle que no, básicamente porque la segunda parte es mi favorita: Clark Kent le confiesa su identidad a Loise Lane, Supermán salva a un niño que cae en las cataratas del Niágara, antes vuela hasta París para solucionar un ataque terrorista en lo alto de la torre Eiffel, y luego se enfrenta al General Zod y sus compinches. Es una gran peli: nada raro considerando que el guion está firmado por Mario Puzo (sí, el de El Padrino).
Mi hija quedó fascinada con la segunda parte y me comprometió (chantajeó es el término adecuado) para ver la tercera la próxima semana. Mientras la llevaba a su cama a dormir me preguntó dónde estaba ahora el actor de Supermán, pero no me atreví a contarle el desenlace de Christopher Reeve, quien en un concurso de equitación cayó de cabeza de su caballo, fracturándose dos vértebras cervicales y rompiéndose la médula espinal (tampoco había reparado en que Reeve quedó paralítico en mayo de 1995, dos meses antes de la muerte de mi padre).
Una vez debajo de las sábanas, mi hija intervino por última vez para decirme con voz de alarma: «papi, mira, una araña». Giré la cabeza con dirección a la pared y divisé al insecto en un rincón: ocho patas largas, abdomen oscuro. A pesar de mi legendario pavor a los bichos, me acerqué decidido a eliminarla; en mis oídos –quizá también en los de mi hija– sonaba el tema que John Williams compuso para la banda sonora de Supermán. Mi hija me miraba como mira Loise Lane en la escena del terremoto. Acerqué mi pulgar a la araña y la aplasté en un solo movimiento, pero antes de morir la condenada me picó. Sentí la comezón casi de inmediato, pero disimulé el fastidio frente a mi hija, que de pronto cerró los ojos con un gesto de alivo, acaso creyendo que su papá es el hombre de acero.