Eran los últimos días de noviembre de 1962 y en las listas de éxitos pop de Estados Unidos escalaba posiciones el single ‘Desafinado’, del saxofonista Stan Getz y el guitarrista Charlie Byrd. La canción —una composición original de Tom Jobim con letra de Newton Mendonça— formaba parte del álbum Jazz Samba, publicado unos meses antes, y abrió las puertas al desembarco internacional de la bossa nova, género nacido en Brasil a finales de los años cincuenta.
Getz y Byrd dieron con la fórmula mágica a la hora de maridar jazz y bossa, aunque no fueron los primeros músicos estadounidenses en tender puentes con los sonidos brasileños. El verdadero precursor quedó opacado por una decisión ajena que lo perjudicó: el trompetista Dizzy Gillespie, buen conocedor de Brasil gracias a sus giras sudamericanas, ya había grabado diversas versiones de bossa en mayo de 1962, pero su discográfica prefirió archivar ese material y editar un disco de jazz más ortodoxo, dirigido a su público habitual.
Uno de los temas grabados por Gillespie —y relegados por su discografía— era ‘Chega de saudade’, clásico indiscutible con música de Jobim y letra de Vinicius de Moraes que es considerado unánimemente el punto de partida de la bossa nova. En su versión original de 1958, cantada por Elizeth Cardoso, brilla ese invento clave para el género, la famosa “batida” de João Gilberto, una fórmula sencilla pero muy eficaz para marcar el ritmo con la guitarra y otorgarle esa cadencia en la que está cifrado buena parte del magnetismo de la bossa. La “batida” marca el swing de la bossa nova, una música claramente influenciada por las armonías del jazz.
Así, la mesa para que los dos géneros se dieran la mano estaba servida, sobre todo porque las discográficas estadounidenses habían empezado a percibir que el cool y el hard bop, las dos principales corrientes de jazz en aquella época, estaban llegando a un punto de saturación. Había que generar un nuevo tipo de demanda, y eso lo logró el ya mencionado ‘Desafinado’, primer adelanto del pionero Jazz Samba, un disco inspirado y valioso por su carácter fundacional, cuya existencia tiene que ver con los avatares de la política.
El peligro del Che
En 1961, Ernesto ‘Che’ Guevara visitó Brasil y fue condecorado con la medalla de la Orden de la Cruz del Sur por el presidente Janio Quadros, un populista exótico que prohibió el uso de bikinis en los concursos de belleza y estableció una política de acercamiento con Cuba y la Unión Soviética que les puso los pelos de punta a los halcones del Departamento de Estado norteamericano. Alertada por esa muestra abierta de aprobación al Che, la CIA ideó uno de sus tantos planes de infiltración apoyados en la penetración cultural y diseñó una gira del pianista Dave Brubeck por América del Sur como cabecera de esa estrategia. Brubeck era el candidato ideal: blanco, figura consagrada del cool jazz y creador de un estilo muchas veces rimbombante que capturaba a un público más amplio que el específicamente interesado en el jazz. Pero se negó a participar. Adujo que ya tenía otros compromisos —una excusa para no sumarse a esa indecorosa operación de inteligencia— y hubo que buscar una alternativa. Ahí entró en escena el guitarrista Charlie Byrd, menos popular que Brubeck, sobre todo fuera de Estados Unidos, pero muy interesado en la música latina.
El resultado más importante de esa gira fue justamente el influjo de la bossa nova sobre la personalidad musical de Byrd. El músico volvió a los Estados Unidos con una pila de discos brasileños y le propuso a la discográfica Verve grabar algunos de esos temas que lo habían cautivado. A la gente del sello le gustó la idea, y fue un productor que recién habían contratado, Creed Taylor, el que sugirió implicar en el álbum al saxofonista Stan Getz, que acababa de llegar de un exilio autoimpuesto en Dinamarca para escaparse de una severa adicción a las drogas a la que era imposible soltarle la mano en el picante ambiente del jazz estadounidense.
Getz buscaba recuperar la fama que había ganado a mediados de los cincuenta gracias a un disco bautizado con el mismo nombre del estilo que había crecido como respuesta de Los Ángeles al hard bop neoyorquino: West Coast Jazz. Y sabía que para conseguir ese objetivo convenía agudizar el ingenio. La templanza que había forjado este músico nacido en Filadelfia durante una niñez complicada en el Bronx de los años treinta, cuando era persistentemente blanco de agresiones por su origen judío, apareció en el momento que más la necesitaba. Y además lo hizo acompañada por una inventiva notable. Primero grabó Focus (1961), un gran disco en el que improvisó con el saxo sobre las deliciosas orquestaciones de Eddie Sauter, arreglador conocido sobre todo por sus trabajos para Benny Goodman, “el rey del swing”. Después se asoció con Charlie Byrd para Jazz Samba, el auténtico primer escalón del celebrado maridaje entre jazz y bossa, que ganó un Grammy y reubicó otra vez a Getz en la industria. Finalmente, creó con João Gilberto el histórico Getz/Gilberto (1964), un disco que rompió barreras y sedujo al público masivo, y que todavía hoy se sigue vendiendo como pan caliente y conserva una frescura y una vigencia insólitas.
Getz y Gilberto
La idea de Getz/Gilberto fue de Creed Taylor y la grabación se hizo en apenas dos días: el 18 y 19 de marzo de 1963, en los estudios de A&R en Nueva York, con el marco de un clima tenso generado principalmente por João Gilberto, un personaje usualmente parco, obsesivo y caprichoso que no toleraba a Getz, entre otras cosas porque no entendía casi nada de inglés. Getz había vendido más de un millón de copias del single ‘Desafinado’ y se había comprado una mansión en el norte de Manhattan. Son puras especulaciones, pero es probable que ese éxito formidable fuera motivo de recelo para la personalidad enmarañada del artista bahiano: al fin y al cabo, él era el prócer de la bossa nova y vivía en departamentos alquilados y no particularmente espectaculares, o en hoteles muy discretos de Estados Unidos. Gilberto tampoco veía con buenos ojos la aparición de una catarata de discos de lo que la prensa musical etiquetó como “new Brazilian jazz”, un fenómeno que quedó reflejado en el medio centenar de reseñas de lanzamientos de esa nueva tendencia que aparecieron en medios estadounidenses solo en 1963 y en las incursiones en ese terreno de decenas de artistas de renombre: Coleman Hawkins, Sara Vaughan, Burt Bacharach, Paul Winter, Herbie Mann, por nombrar algunos pocos de estilos diferentes. El flow de la bossa nova se podía aplicar perfectamente a composiciones de Cole Porter o George Gershwin, un anticipo más elegante de una invención tardía y macabra de los popes del negocio de la música, los discos de versiones del tipo Bossa n’ Beatles y Bossa n’ Stones.
Uno de los disparadores del proyecto Getz/Gilberto fue la repercusión del denominado Concierto de la Bossa Nova que tuvo lugar en el Carnegie Hall de Nueva York el 21 de noviembre de 1962. Las entradas para ese show —del que participó una verdadera legión de músicos brasileños, entre ellos Jobim y el propio Gilberto— se agotaron muy pronto. Y en la platea hubo grandes personalidades: Tennessee Williams, Lauren Bacall, Rosalind Russell, Juliette Gréco… Otra vez fue fundamental el trabajo de la política: el consulado brasileño en Estados Unidos hizo mucho para apoyar el evento, como para congraciarse un poco con el Gobierno de John Fitzgerald Kennedy después de aquel atrevido homenaje al Che Guevara. Y fueron muchos los músicos de jazz que tomaron nota de la oportunidad artística y comercial que empezaba a consolidarse. La intervención de la política en la industria del entretenimiento no era nueva, claro: Hollywood ya había demostrado con creces su poder de fuego como maquinaria de propaganda, y tanto Benny Goodman como Louis Armstrong habían hecho giras internacionales financiadas con dinero público y pensadas como herramienta de llegada al exterior en el tenso escenario de la Guerra Fría.
En paralelo a la Guerra Fría que tenía en los roles protagónicos al Kremlin y la Casa Blanca, se desarrolló, curiosamente, otra igual de gélida —principalmente por el temperamento de su propulsor más dedicado, el del artista brasileño— que marcó el mítico disco Getz/Gilberto: en nueve de los 10 temas el saxo de Getz no suena en el inicio y eso, más que con una elección artística, tuvo que ver con la negativa de Gilberto a grabar con su colega estadounidense. En ‘The Girl From Ipanema’, el tema más popular del disco, Getz aparece justo en la mitad, como si la división de territorio se hubiera establecido con una normativa de reparto equitativo imprescindible para la convivencia. Lo mismo ocurre con el título del álbum, que en lugar de un posible y más cálido Getz & Gilberto quedó plasmado con ese Getz/Gilberto donde la barra marca ostensiblemente una frontera. A diferencia de la empatía y la complementariedad que hubo entre Jobim y Gerry Mulligan, entre Getz y Gilberto hubo distancia y una especie de convivencia forzada que igual dio buenos resultados, uno de esos misterios gloriosos que puede producir la música. Mulligan, quien después dio otra muestra de sensibilidad y afán explorador a través de su memorable trabajo con Astor Piazzolla, expresa en ese encuentro con Jobim una gran admiración por la música brasileña y admite sin vergüenza alguna la complicación que representa para él acoplarse al singular ritmo sincopado de la bossa.
La experiencia entre Getz y Gilberto, en cambio, estuvo plagada de conflictos y desconfianza, especialmente porque el brasileño solo se dirigía a su compañero principal en la grabación de ese disco a través de terceros y por lo general iniciando su discurso con un “dile a este gringo hijo de puta que…”, como contó públicamente años más tarde Jobim, una pieza clave no solo por sus aportes como pianista sino también como intermediario entregado a mantener una paz todo el tiempo amenazada.
Una vez más, la magia del hecho artístico se sobrepuso a sus condiciones de producción. Dos músicos enfrentados grabaron un disco fabuloso y el mayor éxito de ese disco (‘The Girl From Ipanema’) fue interpretado por una una mujer que hasta ese momento solo había cantado en la intimidad de su departamento de Río de Janeiro, Astrud Gilberto, la esposa de Joao. Y no fue su marido el que tuvo la idea. Por el contrario, João intentó disuadir a Creed Taylor, pero Getz insistió e insistió, convencido de que la dulzura de Astrud era mucho más importante que sus dificultades con la afinación. Y no se equivocó, claramente. Perspicaz, este gran maestro del saxo tenor, que falleció en 1991, explicó en un texto que acompañó a la edición original del disco que la música de Gilberto y Jobim llegó justo cuando “la literatura del jazz se estaba volviendo extremadamente pomposa, compleja y chauvinista, teorizando en un nudo solipsista”. Fue él quien se dio cuenta de que era urgente salir de ese pantano en el que empezaban a transitar con dificultad muchas figuras del jazz, un género que de todos modos iba a salir de esa encrucijada también por otras vías no necesariamente menos barrocas y ombliguistas, como la del free, por caso.
Con el aporte de otros dos muy buenos músicos brasileños —Sebastião Neto (contrabajo) y Milton Banana (batería, pandeiro)—, Getz hizo todo lo que estuvo a su alcance para sacar adelante un proyecto que parecía inviable. Su capacidad para vislumbrar un camino que pocos habían detectado —la mayor parte de la prensa especializada americana destrozó al concierto del Carnegie Hall y pronosticó el fracaso del cruce entre el jazz y la bossa nova—, la fricción y la incomodidad entre sus dos protagonistas y los intereses políticos de un país imperialista forjaron una alquimia sorprendente: un clásico de la música contemporánea cuya potencia sigue intacta, a 60 años de lo que ya merece calificarse como milagro.
Este artículo se publicó en la revista Coolt de Barcelona el 30.11.22
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