Es el prólogo de la autobiografía, en el que se relata con gran pulso narrativo el naufragio del barco en el que deberían haber viajado los abuelos paternos del papa Francisco junto con su padre para emigrar de Italia a Argentina. La narración pone de manifiesto lo que diferencia este texto de cualquier otro, situándolo en el territorio de las memorias desde el principio; al mismo tiempo, es un emblema de las innumerables tragedias marítimas, tan frecuentes en las migraciones, entonces y también ahora.
Prólogo
Contaron que se oyó una sacudida metálica, como un terremoto. A lo largo de todo el viaje hubo vibraciones fuertes y amenazadoras, y «tanta era la inclinación que por la mañana no podíamos soltar las tazas de café porque se habrían volcado», pero eso era otra cosa: parecía más una explosión, como una bomba. Los pasajeros salieron de los salones y de los camarotes e invadieron las cubiertas para tratar de averiguar qué estaba ocurriendo. Era el atardecer y el buque iba rumbo a las costas de Brasil, hacia Porto Seguro. No era una bomba, sino un trueno sordo. El buque seguía avanzando, pero ahora lo hacía sin gobierno, como un caballo desbocado, se inclinaba mucho, e iba más lento. Un hombre, después de haber permanecido horas en el mar agarrado a un palo, declararía más tarde que había visto con claridad soltarse la hélice y el eje del motor de la izquierda. Del todo. La hélice, contaron, le había producido al casco una profunda herida: el agua entraba a raudales, hasta inundar la sala de máquinas, y no tardó en anegar también la bodega, pues tampoco las puertas estancas funcionaron bien.
Contaron que alguien intentó reparar la avería con paneles de metal. Inútilmente.
Contaron que los músicos de la orquesta recibieron la orden de seguir tocando. Sin interrupción.
El buque se ladeaba cada vez más, anochecía, el mar se encrespaba.
Cuando fue evidente que los pasajeros no iban a seguir atendiendo más llamadas a la calma, el comandante ordenó parar las máquinas, hizo sonar la sirena de alarma y los operadores de radio lanzaron el primer SOS.
La señal de socorro fue recibida por varias embarcaciones, dos buques y hasta un par de trasatlánticos que se hallaban en las proximidades. Acudieron enseguida, pero todos tuvieron que detenerse a cierta distancia, pues una llamativa columna de humo blanco hacía temer una desastrosa explosión de las calderas.
Desde el puente, con su megáfono, el comandante trataba de pedir, con creciente desesperación, calma, y coordinaba las operaciones de rescate, dando prioridad a mujeres y niños. Sin embargo, cuando se hizo de noche, una noche muy oscura de luna nueva, y además el suministro de energía eléctrica a bordo se interrumpió, la situación empeoró aún más.
Bajaron los botes salvavidas, pero la inclinación del barco ya era enorme. Muchos cayeron de golpe, chocando contra el casco, otros estaban ruinosos y eran inservibles: les entraba agua y los pasajeros tenían que achicar con sus sombreros. Y otros, tomados al asalto, se volcaron o se hundieron por el sobrepeso. Muchos hombres, artesanos o campesinos de los valles o de las llanuras, nunca habían visto el mar antes y no sabían nadar. Rezos y gritos se mezclaban.
Cundió el pánico. Un buen número de pasajeros cayó o se lanzó al mar, y se ahogó. Algunos, eso contaron, fueron vencidos por la desesperación. Y otros, como informó la prensa local, fueron devorados vivos por los tiburones.
En ese alboroto las trifulcas eran innumerables, pero también los gestos de valor y de abnegación. Tras haber socorrido a docenas de personas, un joven al que le habían dado un chaleco salvavidas estaba esperando su turno para lanzarse al agua. Entonces vio a un anciano que no sabía nadar y que no había encontrado sitio en ninguna embarcación: pedía ayuda. El muchacho le puso su chaleco salvavidas, se lanzó al mar con el anciano y trató de llegar al bote más próximo. Nadó con fuerza cuando desde las olas se elevaron gritos cada vez más desesperados: ¡tiburones! ¡Hay tiburones! Lo atacaron. Un compañero suyo logró subirlo a un bote, pero estaba gravemente herido. Poco después murió.
Cuando su historia fue contada por los supervivientes, Argentina se conmovió. En su país de nacimiento, en la provincia de Entre Ríos, a una escuela se le puso su nombre. Era hijo de un inmigrante piamontés y de una argentina, y acababa de cumplir veintiún años: se llamaba Anacleto Bernardi.
Mucho antes de la medianoche el buque, ya completamente inundado de agua, se levantó verticalmente por la proa y con un último gemido estruendoso, casi bestial, se hundió a pique, hasta más de mil cuatrocientos metros de profundidad. Varios testigos coincidieron en afirmar que el comandante permaneció a bordo hasta el final, e hizo que los componentes de la orquesta que todavía quedaban tocaran la Marcha real. Su cuerpo nunca se halló. Justo antes de que el buque se hundiese, se oyeron muchos disparos, hechos, se dijo, por los oficiales que, después de hacer cuanto pudieron por los pasajeros, decidieron no enfrentarse al tormento del ahogamiento.
Algunos botes lograron alcanzar los barcos que se encontraban cerca y, junto con los procedentes de las otras embarcaciones que habían acudido, salvaron a varios centenares de personas.
El rescate de los pocos supervivientes que trataban de mantenerse a flote como podían siguió hasta altas horas de la noche. Unos buques brasileños que llegaron antes del amanecer al lugar de la tragedia ya no encontraron ningún superviviente.
Aquel barco, de ciento cincuenta metros de eslora, había sido a principios de siglo el orgullo de la marina mercante, el más prestigioso trasatlántico de la flota italiana, en el que habían viajado personajes como Arturo Toscanini, Luigi Pirandello o Carlos Gardel, una leyenda del tango argentino. Pero aquellos tiempos ya habían quedado atrás. Entretanto había habido una guerra mundial, y la usura, el abandono y el escaso mantenimiento habían hecho el resto. Para entonces el barco era conocido como «el inestable», por las dudosas condiciones generales. Cuando partió rumbo a su último viaje, su propio comandante vio perplejo que transportaba a más de mil doscientos pasajeros, en su mayoría emigrantes piamonteses, ligures y vénetos. Pero también de Las Marcas, de Basilicata o de Calabria.
Según los datos de las autoridades italianas de la época, en la tragedia murieron algo más de trescientas personas, sobre todo miembros de la tripulación, dijeron; sin embargo, los periódicos sudamericanos dieron una cifra mucho mayor, de más del doble de fallecidos, incluyendo los polizones, bastantes docenas de emigrantes sirios y los peones agrícolas que desde los campos italianos iban a Sudamérica para la temporada invernal.
Minimizado o encubierto por los órganos del régimen, aquel naufragio fue el Titanic italiano.
Ignoro cuántas veces he oído contar la historia del buque que llevaba el nombre de la hija del rey Víctor Manuel III, destinada también a una muerte trágica en el campo de concentración de Buchenwald, varios años más tarde, hacia el final de otra espantosa guerra. El Principessa Mafalda. Esa historia se contaba en mi familia.
Se contaba en el barrio.
Se cantaba en las canciones populares de los emigrantes, de un lado a otro del océano: «De Italia Mafalda zarpaba con más de mil pasajeros… Padres y madres decían adiós a sus hijos que desaparecían entre las olas».
Mis abuelos y su único hijo, Mario, el muchacho que iba a ser mi padre, compraron el pasaje para esa larga travesía en aquel buque que zarpó del puerto de Génova el 11 de octubre de 1927, rumbo a Buenos Aires.
Pero no embarcaron.
Por mucho que lo intentaron, no consiguieron vender a tiempo cuanto tenían. Al cabo, muy a su pesar, los Bergoglio tuvieron que devolver el pasaje y aplazar la partida para Argentina.
Por eso estoy ahora aquí.
No se imaginan la de veces que se lo he agradecido a la Divina Providencia.
***
El papa Francisco cuenta por primera vez dos episodios trágicos de su adolescencia: el del compañero de clase que cometió un asesinato (y un tiempo después se suicidó), y el del chico que mató a la madre. También introduce su relación con Borges, cuyas palabras glosan maravillosamente los dramas evocados.
Pero al final del año 1955 no todos los chicos, los catorce chicos que en marzo de seis años atrás habían pisado por primera vez la Escuela Técnica Especializada en Industrias Químicas N.º 12 llenos de esperanzas, se diplomarían juntos. Por desgracia, no todos.
Algunos se quedarían trágicamente en el camino.
Era hijo de un policía. Y probablemente, en muchos sentidos, el más inteligente y más talentoso de todos, apasionado, profundo conocedor de música clásica y con una cultura literaria a la altura de su preparación musical… Era un genio aquel muchachote grande y grueso, el más corpulento del grupo. Un genio.
Pero la mente del hombre es, a veces, un misterio impenetrable. Y un día, en apariencia igual a muchos otros, el chico se hizo con la pistola de su padre y mató a un muchacho de su misma edad, amigo suyo del barrio.
La noticia cayó como una bomba en la escuela, nos dejó atónitos.
Lo encerraron en la sección penal del manicomio, donde fui a verlo. Fue mi primera experiencia directa con la cárcel, dos veces prisión porque también era un lugar de reclusión para enfermos mentales. Pude saludar a mi amigo por un minúsculo ventanuco, un sello partido en cuatro por una reja y enmarcado por una pesada puerta de hierro. Fue terrible, me chocó profundamente.
Volví a visitarlo con otros compañeros. Días más tarde, en la escuela, oí a un empleado y a unos chicos de otro curso gastar bromas a su costa. Me enfurecí. Les dije de todo y me dirigí a toda prisa al despacho del director para expresarle mi desaprobación, para decirle que cosas por el estilo no debían suceder de nuevo y que el hecho de que un empleado hubiera participado en la conversación aumentaba la gravedad del asunto, que aquel chico ya sufría lo suyo encerrado en una cárcel que también era un manicomio. Con aquel arrebato me ganaría en la escuela una cierta fama de hombre recto, no sé hasta qué punto merecida; la fama es así. Al cabo de un tiempo, trasladaron a mi amigo a un reformatorio y seguimos escribiéndonos. Se salvó de la cadena perpetua porque cuando se produjeron los hechos aún era menor. Lo dejaron en libertad unos cuantos años más tarde.
Después de diplomarme, cuando ya era novicio, me llamó por teléfono un excompañero. Me contó que había conseguido ponerse en contacto con la hermana de nuestro compañero preso y que, muy afectada, le había contado que, al poco de salir del reformatorio, él se había suicidado. Debía de tener unos veinticuatro años.
A veces, como dice el salmo, el corazón del hombre es un abismo.
Fue un dolor que me trajo a la memoria y al corazón otro dolor.
Cursaba el cuarto año cuando, en el autobús, se me acercó un chiquillo de primer curso. Creo que me preguntó si podía conseguirle un libro que necesitaba, y yo le dije que sí, que lo tenía en casa y que se lo prestaría. Fue así como empecé a tener trato con él. Era hijo único, y en el colegio era conocido por los problemas disciplinarios que causaba. Yo, que ya había sentido la llamada y percibía intensamente mi vocación, aunque todavía no se lo había contado a nadie, vi que aquel chiquillo aún no había hecho la primera comunión, y, bueno, empecé a acompañarlo, a hablar con él, a cuidarlo como podía. Fui a su casa a conocer a sus padres, dos buenas personas, la familia Heredia, pero… Pero al final, cuando yo ya estaba en sexto, aquel chico mató a su madre con un cuchillo. No debía de tener más de quince años. Recuerdo el velatorio en aquella casa, el rostro térreo del cabeza de familia, su dolor, doble y sin sosiego. Era la viva imagen de Job: «La pena consume mis ojos, mi cuerpo es solo una sombra» (Job 17, 7).
Fue otra noticia que se abatió sobre la escuela como un temporal, podría incluso afirmar que quizá nos impregnó del sentido trágico de la vida y de su complejidad. Jorge Luis Borges escribió: «He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea».
La humildad es necesaria para contar la compleja experiencia que es la vida.
Admiré y estimé mucho a Borges, me impresionaban la seriedad y la dignidad con las que vivía la existencia. Era un hombre muy sabio y muy profundo. Cuando, con apenas veintisiete años, me convertí en profesor de Literatura y Psicología del colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, impartí un curso de escritura creativa para los alumnos y decidí mandarle, por mediación de su secretaria, que había sido mi profesora de piano, dos cuentos escritos por los chicos. Yo parecía aún más joven de lo que era en realidad, tanto que los estudiantes me habían puesto el apodo de Carucha, y Borges era, en cambio, uno de los autores más reconocidos del siglo xx. No obstante, mandó que se los leyeran —ya estaba prácticamente ciego— y además le gustaron mucho. […]
Lo invité incluso a dar algunas clases sobre el tema de los gauchos en la literatura y él aceptó; podía hablar de cualquier cosa, y nunca se daba aires. Con sesenta y seis años, se subió a un autobús e hizo un viaje de ocho horas, de Buenos Aires a Santa Fe. En una de aquellas ocasiones llegamos tarde porque, cuando fui a buscarlo al hotel, me pidió que lo ayudara a afeitarse. Era un agnóstico que cada noche rezaba un padrenuestro porque se lo había prometido a su madre, y antes de morir recibió los sacramentos. Solo un hombre de espiritualidad podía escribir palabras como estas: «Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes”. “Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar”».
Durante el viaje apostólico a Irán y el histórico encuentro con el ayatolá al-Sistani, el papa Francisco fue el objetivo de un doble intento de atentado que se saldó con la muerte de los terroristas, y que se desvela por primera vez en estas páginas.
La pandemia dio al traste con los planes de todos, también con los míos: hubo que saltarse algunas citas, otras se mantuvieron «a distancia», los viajes apostólicos se pospusieron. Pero en cuanto se abrió un resquicio hubo uno al que no quise renunciar: el viaje a Irak, la tierra de los dos ríos, la patria de Abraham. Encontrarme con aquella Iglesia mártir, con aquel pueblo que tanto había sufrido. Y, con los demás líderes religiosos, dar un paso adelante en la hermandad entre creyentes.
Casi todos me desaconsejaron aquel viaje, que iba a ser el primero de un pontífice a ese país de la región de Oriente Próximo devastada por la violencia extremista y las profanaciones yihadistas: el COVID-19 todavía no había abierto la mano, el nuncio del país, monseñor Mitja Leskovar, acababa de dar positivo en coronavirus, y, sobre todo, las fuentes informaban del alto riesgo para la seguridad, hasta tal punto que una serie de sangrientos atentados habían ensombrecido la vigilia de su comienzo.
Pero yo quería llegar hasta el final. Sentía que debía hacerlo.
Decía, en tono familiar, que sentía la necesidad de visitar a nuestro abuelo Abraham, el ascendiente común de los judíos, los cristianos y los musulmanes.
Si la casa del abuelo arde, si en su país sus sucesores arriesgan la vida o la han perdido, lo suyo es dirigirse hacia allí lo antes posible.
Además, no podía defraudar de nuevo a la gente que veinte años atrás no pudo abrazar a Juan Pablo II, cuyo viaje, con el que él tanto deseaba inaugurar el Jubileo del año 2000, fue impedido por Sadam Husein tras una primera apertura.
Me acordaba muy bien de aquel sueño quebrado.
También recordaba muy bien la profecía del papa santo que, tres años más tarde, viejo y enfermo, había tratado de impedir por todos los medios, desde llamamientos a iniciativas diplomáticas, una nueva guerra que, con mentiras acerca de la existencia de armas de destrucción masiva que nunca llegaron a encontrarse, aumentaría la muerte y la destrucción y sumiría el país en el caos, transformándolo durante años en la sentina del terrorismo.
El pueblo y la Iglesia iraquíes llevaban demasiado tiempo esperando. Había que multiplicar los esfuerzos para, por lo menos, arrancar esa región de la resignación al conflicto, de la ley de la injerencia del más fuerte, de la impotencia de la diplomacia y del derecho, con mayor motivo en una coyuntura en la que el impacto de la pandemia parecía haber borrado esa crisis, y muchas otras, de la agenda del mundo. […]
Mosul fue una herida en el corazón. Ya desde el helicóptero, me golpeó como un puñetazo: una de las ciudades más antiguas del mundo, rebosante de historia y de tradiciones, testigo del sucederse de las civilizaciones y emblema de la convivencia pacífica entre diferentes culturas en un mismo país —árabe, kurda, armenia, turcomana, cristiana, siria— se presentaba ante mis ojos como una extensión de escombros tras tres años de ocupación del Estado Islámico, que la había convertido en su bastión. Mientras la sobrevolaba, desde lo alto me parecía la radiografía del odio, uno de los sentimientos más eficientes de nuestro tiempo, pues suele generar por sí solo los pretextos que lo desatan: la política, la justicia y, siempre de manera blasfema, la religión son sus motivos de fachada, hipócritas, provisionales; porque en verdad, como dice un bonito verso de la poeta polaca Wisława Szymborska, el odio «corre solo».
Pero los vientos del odio no amainaban ni siquiera tras aquella devastación.
La víspera, en cuanto aterrizamos en Bagdad, me habían informado. La policía había comunicado a la Gendarmería vaticana que los servicios secretos ingleses los habían advertido de que una mujer bomba, una joven kamikaze, se dirigía a Mosul para inmolarse durante la visita papal. También de que una furgoneta había salido a toda velocidad con la misma intención.
El viaje siguió adelante.
Se celebraron encuentros con las autoridades en el palacio presidencial de Bagdad. Hubo uno con los obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas en la catedral católica siria de Sayidat al-Nejat (Nuestra Señora de la Salvación), donde once años antes habían sido asesinados dos sacerdotes y cuarenta y seis fieles para los cuales está en curso la causa de beatificación. Hubo también un encuentro con los líderes religiosos del país en la llanura de Ur, la extensión desierta donde las ruinas de la casa de Abraham lindan con el maravilloso templo escalonado, el zigurat sumerio: cristianos de varias Iglesias, musulmanes, tanto chiíes como suníes, y yazidíes estuvieron por fin juntos bajo la misma tienda, unidos en el espíritu de Abraham, para recordar que el pecado más blasfemo es profanar el nombre Dios con el odio a los hermanos […]
Pero, antes de eso, visité la ciudad santa de Náyaf, el centro histórico y espiritual del islam chií, donde se encuentra la tumba de Alí, primo del Profeta, para un encuentro privado importantísimo para mí, pues representaría un hito en el camino del diálogo interreligioso y de la comprensión entre los pueblos. La Santa Sede llevaba años preparando el encuentro con el gran ayatolá Ali al-Sistani, y ninguno de mis predecesores había podido concretarlo.
El ayatolá al-Sistani me recibió fraternalmente en su casa, un gesto que en Oriente es más elocuente que las declaraciones y los documentos, porque significa amistad, pertenencia a la misma familia. Fue bueno para mi alma y me hizo sentir honrado: el ayatolá nunca había recibido a jefes de Estado y nunca se había puesto en pie. Sin embargo, aquel día fue muy significativo que conmigo lo hiciera varias veces y, en señal de respeto, yo le correspondí descalzándome antes de entrar en su casa. Al instante me pareció un hombre sabio, de fe, preocupado por la violencia y decidido a levantar la voz en defensa de los más débiles y los perseguidos, defensor de la sacralidad de la vida humana y de la importancia de la unidad del pueblo. Percibí su inquietud por la amalgama de religión y política, una cierta idiosincrasia que compartimos, por los «eclesiásticos de Estado», y también una exhortación común a las grandes potencias a renunciar al lenguaje de la guerra y priorizar la razón y la sabiduría. Me acuerdo sobre todo de una frase concreta, que he conservado como el más valioso de los regalos: «Los seres humanos son hermanos por religión o iguales por creación». La hermandad ya implica la igualdad, pero en cualquier caso la igualdad es indiscutible. Por eso, del mismo modo que el verdadero desarrollo, el camino de la paz nunca puede ser binario, nunca puede ir en contra, solo puede ser inclusivo y profundamente respetuoso.
Cuando al día siguiente le pregunté a la Gendarmería si tenían noticias de los dos terroristas, el comandante me respondió lacónicamente: «Ya no existen». La policía iraquí los había interceptado y los había hecho explotar. Eso también me conmocionó. Era otro fruto envenenado de la guerra.
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