El origen del nuevo coronavirus, causante de la pandemia de COVID-19, ha propiciado diversas corrientes conspiracionistas con tintes políticos. La primera potencia, Estados Unidos, y la aspirante a destronarla, China, se culpan entre ellas por la expansión del virus. Los detalles de este ping-pong los podemos encontrar en internet.
El Gobierno estadounidense desea encontrar un chivo expiatorio para su mala gestión de la crisis: primero, intentó responsabilizar a China y, luego, a la Organización Mundial de la Salud. Como ya sabemos, Estados Unidos ha retirado su apoyo a este organismo después de haber sido su principal financista. Sin este financiamiento, paradójicamente, la OMS se acercará más a China, y será más receptiva ante los intentos de este Gobierno de incluir su “medicina tradicional” entre las prácticas aceptadas junto con la medicina ortodoxa de carácter científico.
El origen
El origen del SARS-CoV-2 parece haberse dilucidado ya en la Universidad Tulane de Estados Unidos, cuando el doctor Robert Garry concluyó, en un estudio publicado en la revista Nature Medicine y validado por investigaciones posteriores, que el nuevo coronavirus no se creó en ningún laboratorio ni con intervención humana. De ser así, se tendría que haber utilizado un virus previamente conocido como plantilla. El más cercano al SARS-CoV-2 es un virus de murciélago que fue secuenciado después de que comenzó la pandemia y es solo un 96 % genéticamente similar. Y no es posible completar esa distancia genética del 4 % en un laboratorio.
Pero las aguas se volvieron a agitar luego de que el premio Nobel de Medicina Luc Montagnier afirmara, irresponsablemente, que el SARS-CoV-2 fue creado en un laboratorio insertando en un coronavirus genes del VIH-1, una cepa del virus del sida. Es así como mucha gente sigue creyendo que este es producto de la manipulación humana.
Describir todo el mar de tratamientos falsos que se han propuesto para combatir al coronavirus —desde la aromaterapia, la biodescodificación (que advierte que toda enfermedad tiene un origen metafísico) y la homeopatía hasta la “lejía milagrosa” de la Genesis II Church of Health and Healing— sería interminable. En el Perú, vimos, al inicio de la crisis, a un conocido conductor de televisión recetar un brebaje de bicarbonato de sodio con limón y agua caliente para combatir la enfermedad. Ya nos imaginamos cuántas personas siguieron el consejo, y las consecuencias las apreciamos después con la elevada cantidad de infectados y lamentables fallecimientos.
El otro virus
Así como las teorías conspiracionistas, es evidente que las pseudociencias y sus presuntos tratamientos representan un problema de salud pública. Estos fenómenos no serían tan eficaces si no se valieran del llamado “pensamiento mágico” que tenemos como especie. Esta es una manera de atribuir causas erróneas a los fenómenos: si un televidente tenía una simple gripe o covid, y tomaba el brebaje recomendado de bicarbonato, podría equivocadamente atribuir su mejoría a la pócima y no a la naturaleza de la misma una enfermedad viral.
El pensamiento mágico, como base de las pseudociencias, se caracteriza por originar en las personas sesgos cognitivos que las llevan a pasar por alto la no falsabilidad —a la que toda teoría científica es sometida para probar su validez— de las afirmaciones de los pseudotratamientos. Es así como un individuo termina aferrándose a estos últimos y desconfía del quehacer de los científicos. Es decir, lo que el pensamiento mágico hace es anular el pensamiento crítico.
En esta época de incertidumbre, debemos luchar también contra el virus de las pseudociencias, que puede parasitar nuestras mentes y expandirse con la misma velocidad que los virus físicos, reforzando nuestras creencias más erróneas. Estos virus son tan peligrosos como la pandemia de COVID-19.