Quienes nos consideramos creyentes y, a la vez, no renunciamos al ejercicio de la razón enfrentamos problemas para explicar la racionalidad de nuestras creencias religiosas. Hoy parece que la fe habita un mundo ajeno. ¿Es esta un remanente anacrónico? ¿Se convertirá en una pieza arqueológica para los curiosos en la materia como sucede hoy con edificaciones antes consideradas templos sagrados y que se han convertido en parte de circuitos turísticos? No lo sé. Pero reflexionemos.
El mundo actual ha sido conquistado por el razonamiento costo-beneficio de la economía o el lógico-experimental de las ciencias. Para lograr la gran riqueza y el desarrollo tecnológico actuales, la economía se ha despojado de algunos escrúpulos piadosos y la ciencia ha tenido a veces que enfrentarse a dogmas religiosos y sus guardianes. Por un lado, no es que la economía esté necesariamente reñida con las religiones, muchas de ellas encuentran la bonanza material como muestra del favor divino. Pero también insisten en que los bienes materiales son menos importantes que los espirituales, y que la avaricia y el egoísmo denotan lo contrario a una devoción sincera. Por el lado de la ciencia, las encarcelaciones de Leonardo, por diseccionar muertos frescos, o Galileo, por contradecir cierta literalidad astronómica de la Biblia, entre otros, representan hitos de cierto enceguecimiento místico. Pero la religión no dogmática ya no compite con los avances científicos.
Considero la fe una actitud primordial, un fenómeno tan humano como natural. Un niño comienza a caminar, a relacionarse con sus padres, a interactuar con el mundo pese a carecer de la certeza de que el suelo no se moverá, sus padres no lo traicionarán, y el mundo no será tenebroso. Caminar, amar o jugar son actitudes naturales siempre que la acogida del niño en la Tierra no haya sido tortuosa. Antes de aprender el lenguaje, es más, como requisito para poder aprenderlo o para aprender cualquier cosa, el niño requiere fe.
La palabra ‘fe’ viene del latín ‘fides’, y del griego ‘pistis’. Ambas alocuciones significan lealtad.
Merleau-Ponty señala que el percibir –la operación más básica de cualquier sentido como la vista o el tacto– requiere una apuesta ciega en el mundo. Es más, cada acto es una nueva apuesta por un mundo que nunca comprenderemos del todo. En paralelo, Erich Fromm sostiene que necesitamos fe en nosotros mismos, la ciencia, las relaciones humanas y, por último, la humanidad. De lo contrario, no podríamos realizar ningún proyecto valioso. Tal vez lo anterior resuene válido para la fe como –citando a Fromm– “un rasgo del carácter” o “la personalidad”. Esta sería una suerte de fe en términos humanistas.
Pero ¿y la fe religiosa? Gonzales-Faus señala que el verbo ‘creer’, en español, se puede utilizar al menos en tres modos entrelazados. “Creo x” indica que estimo “x” como cierto o casi. “Creo a Juan” significa que asumo como cierto lo que Juan sugiere. En ambos casos, lo creído se califica verdadero –nos movemos en el campo cognitivo o epistémico, según define la jerga filosófica–. Pero “creo en Juan” implica algo más: una disposición existencial; confío en él, puedo prestarle dinero o pedirle ayuda. No se asume algo como verdadero, sino valioso y fiable. Por tanto, se deposita la vida o parte de ella en aquello “en que” o “quien” se cree.
El religioso conjuga la fe en este último sentido. Pero no respecto de un individuo, un proyecto político, o la ciencia, sino de la realidad como un todo o ser que representa la totalidad: Dios. Esto parece una garantía última que permite al creyente apostar por la vida. Otros proyectos personales y colectivos no poseen semejante ayuda. ¿Triunfará finalmente el bien? ¿Valdrá la pena todo lo vivido? No lo sé. Pero si Dios existe, creo que sí. Después de todo, dicen por allí, la fe es lo más lindo de la vida.
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