La recompensa por remontar las inclementes escaleras del restaurante bar Las Terrazas en Arequipa, casi tres mil peldaños cardiacos sobre el nivel del mar, será siempre paisajística, jamás gastronómica. La vista es sublime. El menú, ahí nomás.
Cae el sol en suave pendiente sobre el sur peruano y desde esta cumbre urbana la Plaza de Armas, la ciudad, el país se ven mejor. Además de hermoso, algún exagerado diría que hasta parece civilizado.
Debe ser el efecto de la prolongada protesta en Chile. Hasta hace poco era el modelo símbolo continental de progreso y desarrollo. El peruano cruzaba la frontera en Arica y no volvía a botar un papel al suelo hasta regresar a su patria. Hoy lo de Chile es grotesca muestra de desconexión de un gobierno comatoso que equivoca la brutal represión de sus ciudadanos más jóvenes como la cura policiaca a una enfermedad social. Hasta su selección, esos antipáticos vocacionales, han sabido entenderlo así.
Debe ser la crisis boliviana. Esta fluye tétricamente de una autocracia izquierdista a una teocracia racista con una rapidez que sonrojaría a nuestros veloces políticos. Tan ágiles que parecían ellos cambiando de bando según conveniencia estacional, o, como le dicen, renovación. Se están volviendo viejos.
Al lado de estos dos casos, la llamada “dictadura chavista de Vizcarra” es Suecia. Es la Grecia de Pericles. Es el Siglo de las Luces. O es lo que se siente y vive en Arequipa. Una normalidad extrañamente ilustrada, jamás perfecta, pero que en ausencia del acostumbrado exabrupto nacional convoca a un escepticismo muy peruano. Ahorita pasa algo. Pero no pasa. Cae otro corrupto nomás, lo que alimenta esta rara sensación de que esto no es normal, pero está bien.
Debe ser también el Hay Festival. Ya por cinco años consecutivos ha demostrado en esta ciudad que pensar no hace daño, ni duele, ni cuesta¹. Por el contrario, despeja penuria y amuebla la cabeza sin resignarse a solo poder lograr convocatoria con chatarra o farandulismo.
En el Hay todo sucede a la vez y en simultáneo. Esto obliga a tomar decisiones, establecer prioridades y hacer sacrificios. Que en todos los casos se trata de gozos intelectuales. Escoger, por ejemplo, entre conocer los dibujos secretos de Julio Ramón Ribeyro o escuchar disertar a Luis Jochamowitz sobre Vladimiro Montesinos. Vaya manera de sufrir. Quedan entre paréntesis las cuentas, la Sunat, el insomnio y ese óxido cotidiano que se roba las mejores horas del día.
Mientras arden Chile y Bolivia, Argentina se pone el paracaídas, Brasil se vuelve espejo amazónico de Trump y Venezuela sigue siendo Venezuela. Una corresponsal europea que asiste al Hay para participar en un conversatorio sobre la nueva derecha se lamenta —es un decir— de estar en Arequipa. Ella lo llama “la maldición del corresponsal”. Justo ahora que arde el resto del continente a ella le toca ir al Perú, ese lugar donde “no pasa nada”. La escuchan en Willax y les da un síncope.
En el último día del festival una nutrida concurrencia, aún a pesar del trance digestivo de ajíes y camarones, prestaba puntual atención a los detalles freudianos de la Perricholi revelados por Alonso Cueto en su última novela. Antes, la gente se había levantado temprano un domingo, celebración del pijama, para escuchar al pintor Ricardo Wiesse. Este contaba que estar a solas frente a una falla geológica del desierto peruano es como estar frente a una catedral renacentista: se empieza a creer.
“Mi país no es Grecia”, decía Luis Hernández en un agridulce poema. Pero es imposible evadir las razones para tener fe. El Perú es más grande que sus corruptos.
¹Casi 30 mil asistentes, siete soles la entrada. Gracias, Cristina Fuentes y su equipo; gracias, voluntarios.