Si a María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) le dan a elegir entre la escritura de ficción y la militancia, se queda con lo segundo. Periodista y escritora, reconocida por la fuerza de su pluma y de sus opiniones, fue criada en una convencional familia de clase media latinoamericana, pero aprendió desde muy pequeña a caminar por la vida desde los bordes de lo convencional: siempre ha sido “poco señorita”, de una belleza fuera del canon, independiente, respondona y de carácter fuerte. Pero de corazón suave.
Su vida de divide entre Ecuador y España. La pandemia la retiene en la tierra que la vio nacer, pues tenía comprado un pasaje a Madrid para marzo, pero el cierre de fronteras hizo que ella y su gata se queden en Guayaquil, ciudad duramente golpeada por la COVID-19. “Todos los días los guayaquileños despertábamos pensando que nuestros padres eran los siguientes en la lista de muertos”, dice.
Este sábado 05 de septiembre a las 15:00 vía el Facebook live de la FIL, participará en una mesa con Ariana Harwicz, Carla Guelfenbein y Anahí Barrionuevo, y, a propósito de esta visita virtual a la Feria, nace esta también virtual conversación.
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Eres periodista, escritora y militante feminista. ¿Qué opinas de la gente que critica a la escritora militante?
Si a mí me dieran a elegir en la carrera literaria entre la escritura de ficción y la militancia, yo elegiría la militancia, es lo que soy. Lo que me impacta es que nos cataloguen de esta manera tan brutal a las escritoras que somos feministas y yo creo que yo no soy más militante que Cortázar, por ejemplo. A mí me carga eso porque otra vez es la cosa contra las mujeres. Por amor a Dios, nadie andaba diciendo que la militancia se colaba en la obra de Gabriel García Márquez o no es lo que resaltan cuando hablan de la obra de Mario Vargas Llosa, militante de derecha.
Es verdad. Creo que la palabra feminismo o la idea de una autora feminista espanta a algunas personas.
Sí, pero escribir narrativa no supone hacer un manifiesto. Yo no tengo esta obsesión con la fama o que haya una unificación de criterios sobre mi trabajo. Lo que me interesa es que, si tú lees mi libro, no te quedes indiferente, más allá de si te gusta o no. Para mí la reacción más abominable es la indiferencia o que tu libro sea olvidable. Yo publiqué Pelea de gallos (Páginas de espuma, 2018) con 42 años. ¿Por qué no antes? Porque toda mi vida sentí que era mejor que existieran árboles a que existieran libros mal escritos por mí. Prefiero el árbol. Por eso tengo mi conciencia tranquila, porque sé que cuando estoy escribiendo ficción mi única responsabilidad es hacer una historia que a mí como lectora, como primera lectora de mi propia obra, me genere el deseo de seguir leyendo. Yo no soy Esopo, yo no te voy a decir “y la moraleja es que la zorra no alcanzó las uvas”. Creo que hay un compromiso con la ficción que es hacer buena ficción. Si yo escribiera buscando dejar una moraleja feminista no lo hubiera leído ni yo misma.
Una de las cosas que planteas como activista y como escritora es desacralizar a la familia
Sí. Creo que hay que perderle el respeto a la institución de la familia. Yo siento que la única manera de respetar de verdad la institución de la familia es cuestionarla. Es lo mismo que pasa con tus amigos, la única manera de quererlos de verdad es decirles las cosas de frente, porque lo otro es servilismo, fe ciega y absurda como de secta. Yo reconozco la importancia de la familia, pues el ser humano, tan necesitado de protección y de cuidados, necesita a la institución de la familia. Lo que no necesitamos es que sea sagrada, pues las cosas sagradas son peligrosas, son totalitaristas y fácilmente se derivan en torturas, silencios, presos políticos, dictaduras. Si a los niños les siguen diciendo que la palabra de papá y mamá es como la palabra de Dios, vamos a crecer pensando que esa gente que nos crió no cometió errores y que todos los errores los hemos cometido nosotros. Tú y yo sabemos a estas alturas del partido que nuestros padres eran tan falibles como nosotras lo somos ahora. Y peor, porque eran más jóvenes. Cuando yo empecé a tener uso de razón mis padres tenían 25 años, imagínate. Entonces, no es posible sostener una relación sensata, adulta y psicológicamente sana si no puedes cuestionar a la otra persona.
Cuestionar la idea que se tiene de la familia supone un proceso de deconstrucción. ¿Cómo llegas al momento en el que decides cuestionar a la familia desde tu escritura?
Es difícil saber cuándo empieza. Yo fui criada en una casa latinoamericana muy convencional, con padres creyentes, con un padre clásico, muy machista, y mi mamá era una ama de casa que nunca supo qué hacer o decir. Y es curioso, pero yo creo que soy opinativa, hablo alto, tengo carácter fuerte, porque toda la vida me compararon con mi papá. Él era un señor que daba mucho miedo y entonces yo lo observaba mucho para ver qué tan parecida a él era y si también le daba miedo a la gente. Ahora creo que mi mamá me decía eso como un mecanismo para hacerme más damita; pero al decirme “te pareces a tu papá porque eres brava”, lo que consiguieron fue que yo me identificara con una figura masculina en una sociedad en la que los modelos para las niñas son la virgen, la mujer hogareña, la cocinera, calladita, que acepta todo. Y luego, hay una cosa que es clarísima: las niñas lectoras, aunque no lean sobre feminismo, aunque se mueran sin saber quién fue Margarite Duras o Simone de Beauvoir, se identifican con los y las protagonistas de las historias, ¿Acaso tú vas a ser un personaje secundario cuando eres lectora? Tú eres Superman, Batman, Sherlock Holmes, Phileas Fogg…eres lo que sea que lees y estoy segura de que eso tiene que ver con romper un poco los roles con los que crecí. Entonces creo que eso fue una de las cosas que más me hizo feminista antes de llegar al feminismo propiamente dicho.
¿Y el punto de quiebre?
Creo que cuando emigré, pues el mundo se me puso patas arriba. Cuando migras ves la violencia, el maltrato y la crudeza de ser el otro. Yo, pese a todo, fue una niña cuidadísima, de colegio privado, y de repente aterricé en España sin documentos, sin nadie que me conociera, sin conocer a nadie. Ahí sí que te das cuenta de todos los privilegios que tenías. Al principio no tenía documentos y ahí viví la explotación, de jefes que me robaron, que no me pagaron el sueldo completo, sufrí acoso sexual en la embajada mi país…y, además, viví la explotación de las mujeres en el trabajo doméstico. Por eso estoy obsesionada con ello, porque era el único trabajo que podía hacer cuando no tenía documentos, pero la situación, los sueldos y las condiciones eran esclavistas. Y yo pensando “por qué me está pasando esto” y de repente caí en que le pasa al 70 % de las mujeres en Ecuador.
¿Cómo ves la lucha contra la violencia a la mujer en Ecuador?
Insuficiente hasta el cansancio. Solo cuando nosotras hacemos presión para que se le de la importancia adecuada a un asesinato, a una violación, ahí es cuando el gobierno se da cuenta. Acaban de asesinar a una mujer, a Gabriela, su pareja la estranguló, y todas saltamos pidiendo justicia —que es lo que hacemos con cada caso, con cada feminicidio—, llenando las redes con la frase #JusticiaParaGabriela. El próximo año hay elecciones aquí, en Ecuador, y nadie ha dicho nada sobre la mujer en sus ofertas políticas, en sus planes de campaña o de gobierno, nadie ha incluido a las mujeres a pesar de que somos el 49.9% de la población. Y, bueno, los candidatos son todos hombres, por supuesto. No hay ninguna oferta de campaña que tenga que ver con mejorar la vida de las niñas. El aborto, por supuesto, es algo que no se toca. Ecuador, no sé si lo sabes, tiene uno de los índices de embarazo infantil más altos del mundo y estoy segura de que en la pandemia las cifras se han disparado porque el violador suele estar en el seno familiar, y nadie está hablando de eso en la política. La ausencia de la mujer es tan evidente… es algo a lo que le dan prioridad ni los políticos ni los votantes. Yo siento que el Ecuador, después de la pandemia, va a ser un país mucho menos seguro para la mujer.