Hay algo filosófico en despertar con vista a un cementerio, así se trate de una condición temporal. Estar alojado por unos días en un hotel frente al cementerio de La Recoleta en Buenos Aires significa tener como primera mirada del día cemento, cruces y mármoles que supuestamente amparan el mejor discurrir a otra vida. Cada mañana el panorama va construyendo una normalidad alternativa. El primer día impresiona. Luego una tumba bañada por la luz del sol puede ser tan apacible como un horizonte oceánico.
De este lado de la ciudad las historias son previsibles, por no decir vulgares: pugnas políticas en medio de elecciones cuyo resultado tendrá que lidiar con un legado de populismo y deterioro general que se nota en la chompa percudida de un anciano que camina frente a mí moviendo la cabeza de lado a lado, negando en silencio su desilusión con lo que ve, siente y sabe. Las cosas que mortifican a los vivos. En cambio, las historias de los muertos son fascinantes. Como el de un matrimonio peleado en vida, veintiún años conviviendo sin hablarse, que a la hora definitiva fueron enterrados juntos bajo estatuas de ellos mismos que se darán la espalda para siempre. Un odio a la medida de la perpetuidad.
La vista diaria al cementerio convoca la cara adusta del doctor Pérez Retes. Durante algunos años vivíamos en la misma calle que el médico que atendió los partos de mi madre, el mío incluido. Su nombre se hizo memorable por su melodiosa aliteración: doctor Pérez Retes. Eran las épocas en que lo habitual era llegar temprano en la mañana, zumbando de alcohol y juventud, ese paseo constante por el precipicio. Al amanecer cruzaba miradas con el madrugador doctor Pérez Retes, camino a su trabajo de seguir trayendo gente al mundo. No era una mirada de sanción, aunque sí de sugerencia autoexploratoria. Al estilo “para eso te traje”.
Al anochecer la situación del paisaje varía. La mitología y semántica que carga consigo la oscuridad convierte el camposanto vecino en una inquietud tenebrosa. Los bares y su movimiento nocturno al otro lado del muro solo alimentan la posibilidad de un mundo colindante y atormentado. Sería comprensible que desde otra dimensión ese exhibicionismo vital fuera interpretado como una provocación.
Vigilar las tumbas en señal de cualquier manifestación inexplicable se convierte en tentadora excusa del insomnio. La otra es el Malbec, tan generoso como ubicuo. A pesar de los esfuerzos nada inusual aparece. El descanso, para ellos, en efecto parece eterno.