Oliva reside en oklahoma, Estados Unidos. Atrás quedaron sus estudios de literatura inglesa y su trabajo académico. Vive desde hace tres décadas consagrada al arte. No tiene parientes, al menos no del lado del padre, hombre de ascendencia nórdica de quien, además del apellido, heredó el nombre. Se podría decir que le ha ido bien como artista; sus piezas forman parte de colecciones privadas en tres continentes, ha expuesto en muestras individuales y colectivas y es invitada constantemente como jurado de diversos premios y concursos de arte. Vive sola. Un día decidió digitar su extraño apellido en Internet y encontró que al sur, en un remoto país llamado Perú, nació en 1924 un hombre con un apellido como el suyo; uno que tras ganar un premio nacional por su primer libro de poemas, escribir una docena de artículos y ensayos en periódicos y publicar, junto con dos amigos, una antología de “la nueva poesía peruana”, recibió una beca para estudiar arte en Europa. Y emigró en el lejano 1949 para no volver. Entonces, como no podía ser de otra manera, Olivia le escribió. Tras una correspondencia incesante, Olivia y Jorge Eduardo Eielson, quien para entonces acababa de cumplir 80 años, se encontraron en Milán. En la primavera del 2004 descubrieron que eran hermanos. Jorge Eduardo supo, además, que su padre no murió como le había contado su madre, cuando este tenía tan solo seis años y fue entregado en adopción —manteniendo sus nombres— a una familia donde creció con dos hermanas de apellidos distintos al suyo. Descubrió que su padre, Oliver, tras prometerle a su madre que volvería en unos meses decidió instalarse en Estados Unidos, donde se casó y tuvo dos hijas a quienes nunca les habló del hermano peruano que tenían. Jorge Eduardo descubrió también que no le guardaba rencor.
***Tan solo unos años antes, digamos desde el 2000, Jorge Eduardo Eielson volvía a ser leído en el Perú. El trabajo hecho por el colectivo More Ferárum, bajo la dirección de José Ignacio Padilla, y las sendas antologías y estudios preparados por Luis Rebaza, terminaron de presentarlo a las nuevas generaciones en su completa dimensión (Ricardo Silva Santisteban, en los setenta, y las publicaciones de la Rama Florida de Javier Sologuren, en los cuarenta y cincuenta, habían hecho lo propio con sus contemporáneos). En el 2001 Eielson dio una videoconferencia en la Fundación Telefónica. Casi 500 asistentes vieron su imagen proyectada sobre el ecran, tras una máscara azul que tenía impresa la constelación de Centauro. Hasta entonces, su figura era equivalente a la de un mito viviente; un artista que tras abandonar Lima en 1948 solo había vuelto en tres ocasiones: la primera en 1967, para presentar una exposición de su obra plástica; la segunda, nueve años después, en 1976. Ese año Eielson había decidido radicar en el Perú de manera definitiva e intentó, sin suerte, comprar la casa de Barranco en la que creció César Moro, poeta que, como él mismo, se autoexilió debido a los prejuicios sociales de su tiempo. Tras meses de vaivenes en los que le fue imposible llegar a un acuerdo con los nuevos dueños de la casa, volvió a Europa para instalarse definitivamente en Milán, y solo regresaría una vez más, en 1987. Entonces asiste a la Bienal de Trujillo con Blanca Varela, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza y Javier Sologuren (con quien, junto con Sebastián Salazar Bondy, realizó la antología “La poesía contemporánea del Perú”, pica en Flandes que separa la vieja de la nueva poesía peruana, desplazando a Chocano como paradigma y poniendo en su lugar a autores como Eguren, Vallejo, Adán, Westphalen, Abril, los hermanos Peña y Oquendo de Amat). Lo que hay en medio son centenares de obras que trascienden sus propios soportes: “poesía escrita”, narrativa, ensayo, pintura, performance, instalaciones unidas a través del signo del nudo/quipus como metáfora de la quietud y el movimiento, unión de contrarios que no se aniquilan sino que confluyen armónicamente atravesando espacio y tiempo, y que tendrá, hacia el final de sus días, la necesidad de des(a)nudar para presentarnos una visión del futuro.
***De vuelta en el 2004. Eielson ya había perdido a Michele Mulas, su compañero por más de 40 años. Su estado físico había sufrido un deterioro constante desde entonces. Sin embargo, enterarse de que tenía una hermana real lo llenó de dicha. Ella lo acompañó en su último verano en Cerdeña, de donde era natural la familia Mulas. En octubre del 2005, volvió a Milán y Olivia regresó a su tranquila vida en Oklahoma, donde continúa su labor artística hasta hoy. Para Jorge Eduardo ya era lejano aquel 1969 en que solicitó a la NASA poner en órbita una pieza suya (“Tensión lunar”), asunto por el que, contra todo pronóstico, recibió una carta gentil pero negativa, fechada el 20 de agosto de ese año, a solo un mes de la llegada del hombre a la Luna. Existe el mito de que le pidió a la NASA que esparciera sus cenizas en el espacio como última y perpetua instalación; lo cierto es que tras su muerte, acaecida el 8 de marzo del 2006, sus restos fueron dispuestos al lado de Michele, en el cementerio de Bari Sardo, tal como había sido su genuino deseo.