El cuerpo del niño está reventado bajo un balcón lleno de plantas en la Rúa P. J. Clímaco. La gente corre alrededor, la sangre está chorreando de la cabeza. El niño tiene los ojos cerrados y no parece haber sufrido. Debe haber sido una caída seca. La madre aparece temblando, es extraño, parece que ha bajado desde el departamento de donde cayó el niño. Ella tiembla, le tiemblan los labios, intenta acercarse, pero ella misma pareciera obstaculizar sus propios pasos, como si quisiera avanzar y retroceder al mismo tiempo. Por fin se hace paso entre la gente que murmura en chino, ya han llamado a la Policía, se escucha una ambulancia. Ella se arrodilla frente al cuerpo del niño y levanta la vista para observar pacientemente a todas las personas que están allí conglomeradas, entre apenadas, expectantes y curiosas. La mujer no sabe cómo actuar. A veces pareciera que quiere acercarse al niño y abrazarlo, pero tiene la vista levantada, no se concentra en el niño, sino en la gente que la está mirando. Le importa más la gente reunida alrededor del cuerpo flácido y la cabeza reventada del niño que el mismo cuerpo del niño. Se desarrolla una escena espantosa, donde ella parece implorar con la mirada a los espectadores que la comprendan. Nadie entiende qué le pasa, hasta parece una pieza teatral. Va hacia el cuerpo y lo observa con suavidad. Sin alarmarse y sin mucha sorpresa, sin gritos ni llanto como se hubiera podido esperar. Ni un susurro de los labios temblorosos. Se arrodilla ante el cuerpo, se saca la casaca y lo cubre. Llegan la ambulancia y la Policía; la gente murmura, cada vez más gente se acerca. Algunas mujeres escupen de costado, en señal de asco (los chinos escupen todo el tiempo); hay una que otra que se persigna, debe ser filipina. El policía pregunta en inglés entrecortado “what happened?” La mujer, que es su madre, le mira suplicante. —He fell down... Oh, no —murmura ella—. Oh, no… ¿Cómo te caíste, Fede? —dice sollozando—. ¿Cómo te caíste, hijito? Lo dice en español. Nadie entiende. Las mujeres chinas se miran entre ellas. Nadie parece entender esta escena. La madre sabe que toda la energía de los espectadores está concentrada en ver el cuerpo caído del niño. Casi recorre en su interior las escenas que seguirán y las adivina. Vendrá la Policía, se la llevarán para interrogarla. Recogerán el cuerpo. Ella dirá que el niño, que es su hijo, se ha caído del balcón, que viven en el sexto piso de la Rúa Padre Joao Clímaco, 15 tercera C. Murmurarán miles de cosas, pensarán, tratarán de comprender, pero la mujer recién llorará cuando hayan recogido el cuerpo para llevárselo al crematorio. Ella firmará papeles, dirá que estaba adentro y que el niño era travieso y se cayó. Se confundirá al hablar algo de inglés, un poco de chino. Llorará mucho, se limpiará constantemente la nariz. De vez en cuando —como en un guion aprendido para una terrible pieza de teatro—, dirá que ella nunca pensó que el niño se encaramaría en el balcón, que ella conocía a su hijo, que no le creía capaz de aventarse, que debe haber escuchado algo, que ella había salido. Y serán horas y días terribles haciendo trámites. Vendrán al sexto piso de la casa, revisarán el balcón, milímetro a milímetro, cada paso del niño, supondrán cómo se subió, cómo quiso jalar el ají de la planta, mirarán y escucharán los llantos casi silenciosos de la madre que, poco a poco, le irá dando cada vez más volumen a la historia. Contará que ella no escuchó nada desde adentro, que había puesto a andar la lavadora, que era una Siemens vieja que su exmarido —aunque no había documentos de por medio— le había sugerido comprar, pues él conocía un lugar donde los europeos vendían sus enseres usados. La mujer los llevará a la recámara, al fondo del pasillo, donde está instalada la vieja lavadora Siemens y la echará a andar para que la Policía escuche el fuerte ruido que hace. La madre del niño muerto sacará álbumes de fotos, se sentará con los detectives o encargados de las averiguaciones en la mesa de la sala, junto al petate donde el niño gateaba cuando recién vino a vivir a Macao. El niño nació en Hong Kong —mentirá la madre—, su padre era un hippie alemán que se regresó a Europa. Nosotros éramos felices, dice la madre. No hay forma de probar eso, no será necesario llamar a la partera. Ella se confunde un poco al hablar, pero a la Policía no le importa porque la ven extranjera y ven que el niño muerto es deficiente, así que no se hacen muchas preguntas. —I adored my child —decía repetidas veces la mujer, como si se quisiera convencer ella misma de esa afirmación. A veces miraba al vacío, la mujer, y lloraba sin ternura.Título: MongoliaAutora: Julia Wong Editorial: Animalde InviernoPáginas: 127Precio: S/.39.00
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