Hasta para el propio Manuel Burga es una bendición que sea la justicia estadounidense la encargada de resolver el caso de corrupción que lo involucra.
Para enfrentar a una entidad todopoderosa como la FIFA, no solo se requiere de fiscales valientes como Loretta Lynch, sino de un respaldo institucional fuerte. Con esto hay más garantías de que el proceso sea justo y no se convierta en esos mamotretos a los que estamos acostumbrados por estos lares, en donde las amenazas, tarjetazos y cerros de dinero convierten los procesos en actos tragicómicos en donde la justicia suele estar ausente.
Aunque no han faltado los periodistas que han exteriorizado su regocijo por la detención y encarcelamiento del dirigente deportivo más odiado del país, en realidad su caída debería ser un jalón de orejas para el periodismo nacional, sobre todo para el deportivo.
Y no porque haya algún hombre de prensa involucrado en esta historia (eso, finalmente, lo tendrá que determinar la justicia), sino por la manera como se ha ejercido el oficio en los últimos años.
El Caso Burga debería ser revulsivo. Salvo honrosísimas excepciones, el grueso de periodistas deportivos –grupo del cual no me excluyo– ha estado embarcado en la difusión de la noticia menuda y vacía, navegando en la superficialidad del resultadismo, la enfermiza búsqueda del titular de impacto o en describir con minuciosidad extrema la última chupeta de nuestros kukines de ocasión.
A nuestra casi natural escasez por el análisis, se añade un completo desinterés por escarbar allí donde la fetidez parece un estado natural. Los trabajos de investigación para desentrañar tanto entuerto han sido insuficientes, pese a que en el medio local, los protagonistas de estos desastres han hecho poco por tapar sus tropelías.
Lo que no ha escaseado, en cambio, ha sido la frase gruesa o el calificativo agraviante, siempre en voz alta, como si ello fuera suficiente para evitar la fatiga de realizar una investigación con el mínimo requisito de seriedad.
Si el fútbol peruano se mantiene en agonía desde hace lustros se debe a su descalabrada institucionalidad, su nulo respeto por las mínimas reglas de convivencia y la falta de una fiscalización eficaz. Este último lugar, lamentablemente, el periodismo no lo ha sabido –o querido– ocupar.
Los casos por investigar abundan: los dobles contratos a los futbolistas, el fracaso de las administraciones que el Estado nombró para manejar los clubes en quiebra o la súbita riqueza de ciertos equipos, impulsada por mecenas de extrañas fortunas, entre otros.
El ‘Fifagate’, como se ha dicho ya, parece una historia de mafiosos salida de la mente de Mario Puzo. Pero en el capítulo local, parece haber más Lucas Brasi que Vitos Corleones o Hyman Roths. He ahí la tarea que tiene por delante el periodismo nacional: no esperar a que desde afuera nos señalen dónde está lo podrido. Toca que lo descubramos nosotros.