Usar el poder para facilitar negocios a los allegados es un mal tan antiguo como nuestra historia. Los virreyes llegaban al Perú acompañados por una numerosa corte de secretarios, asesores, confesores y médicos, todos con sus sirvientes. En esta ‘corte de virreyes’, que estudia con acierto Eduardo Torres Arancibia en su libro del mismo nombre, muchos llegaban con el único objetivo de enriquecerse rápidamente, desplazando de los puestos y negocios a criollos y beneméritos que más tarde, durante el juicio de residencia del virrey saliente, tendrían ocasión de vengarse.
Un personaje que llevó los vicios de la corte limeña a su máxima expresión fue Francisco de Borja y Aragón, conde de Mayalde y príncipe de Esquilache. Si bien la designación de un visorey de tan alto linaje colmó de orgullo a los limeños, se desilusionaron muy pronto, incluso antes de las fastuosas fiestas de bienvenida.
Esquilache llegó a Lima en 1615 con el mayor séquito jamás visto en estas tierras: 125 personas. Camino del Perú y antes de asumir el cargo, el nuevo virrey dictó disposiciones que contradecían al virrey en ejercicio, el marqués de Montesclaros, para criticar sus excesos y favoritismos. Seis años después, al retirarse, el balance de su gestión sería mucho peor que el de su predecesor.
El príncipe repartió favores y negocios, encargó el gobierno a sus asesores y se dedicó a lo que en realidad le gustaba, la literatura y el teatro.
A su camarero, el odiado Martín de Acedo, le entregó la administración de los censos de los indios y lo hizo representante de la Real Hacienda. A Pedro de Salinas, otro de sus criados, le permitió tener una ‘coima pública’ (casa de juegos), de la que, rumoreaban los limeños, el virrey recibía una comisión.
Su esposa fue acusada de participar en negocios, sobre todo en el contrabando de ropa y adornos que llegaban a México en el galeón de Manila, cuya introducción estaba prohibida en el Perú. Los negocios de la virreina eran la comidilla en la capital. Se decía que traficaba con los uniformes de los soldados Chiloé, que comerciaba la harina de Chile y que usaba la red de corregidores para vender mercaderías. Sin contar con las joyas de las que las damas de la corte le entregaban como regalo o sumas obsequiadas por cortesanos por el privilegio de ver bailar a su hija.
Pero el mezquino Esquilache también ‘boicoteó’ las obras de su antecesor. Cortó el financiamiento de la Alameda Grande (Los Descalzos), inspirada en la Alameda de Hércules de Sevilla. Como dice un documento de la época: “...por desfavorecerla tan públicamente el Príncipe, se han perdido y arrancado la mayor parte de los árboles y quebrado las fuentes y tazas de ellas, lo que deja perder por malicia esta obra pública que costó tanto dinero, por un tan bajo interés”. Bueno es anotar que todo parecido con tiempos presentes no es coincidencia.
Ante el rechazo creciente y antes de cumplir seis años de gestión, el propio Esquilache pidió su cambio. No esperó la llegada del nuevo virrey, ni el resultado de su complicado juicio de residencia. Partió.