“¡Lo hice, carajo!” Con ese grito agónico, pero con tufillo triunfador, crucé la meta que parecía inalcanzable. No lo podía creer, mis zapatillas habían devorado 42 largos y agotadores kilómetros. Estaba exhausto, pero una sonrisa iluminaba mi rostro. No solo había corrido mi primera maratón, sino que lo había hecho en un tiempo digamos bastante decente para un maduro debutante como yo: 4 horas y 50 minutos.
Esta fiesta empezó el pasado domingo a las 7 am, cuando se dio la partida en la zona financiera de San Isidro. Miles de corredores salieron disparados en pos de sus sueños. Más de 18 mil participantes. Unos corrían 10 km , otros 21 km y unos 3 mil, entre locos y valientes, estábamos metidos en los difíciles 42 km. Ya tenía cuatro media maratones en mi haber, pero una maratón completa son palabras mayores.
Los primeros en salir fueron los corredores de élite, los más bravos. Entre ellos, el ganador de la undécima edición de la Maratón de Lima, el keniata Tomothy Kipngetich, quien hizo 2 horas y 17 minutos. Luego le tocó el turno a la inmensa y entusiasta masa que enrumbó hacia el Pentagonito, en San Borja.
Al comienzo era complicado correr, todos estábamos juntos, casi apretujados, pero poco a poco la gente empezó a distanciarse. El ambiente era festivo, no solo había entusiasmo en los participantes, sino también en el público. Muchas personas se agolpaban en las esquinas alentando a los corredores. “Sí se puede”, “el poder está en tu mente”, “Vamos, vamos”, gritaban.
Los primeros diez kilómetros fueron relativamente fáciles. Estábamos frescos y hasta apresuramos el paso empujados por la muchedumbre, pero no era recomendable acelerar mucho, teníamos que guardar oxígeno para el resto de la jornada. Más de una vez hubo que bajar la velocidad, tenía que mantener el ritmo apropiado que me había trazado si quería llegar a la meta. Ya habíamos pasado por el Pentagonito y estábamos de regreso por San Isidro. Cruzamos las avenidas Arequipa, Camino Real y Salaverry.
De pronto ya estábamos en la avenida Brasil, en Magdalena, y el cansancio empezaba a asomar sus narices. Además, ahora el tramo era de subida por la avenida Del Ejército hacia Miraflores. Pero no podíamos perder el paso.
Por suerte ayudaba el aliento de la gente. Adultos y niños que sin conocerte te aplaudían y estiraban sus manos para chocar con las tuyas transmitiendo sus buenas vibras. Pequeñitos invitándote un vaso de agua o una fruta. Generosidad que se repitió en los cinco distritos que atravesamos.
También se escuchaban los bocinazos de vehículos, pero no como muestra de aliento sino de protesta. Obviamente, por la carrera hubo que cerrar algunas calles y muchos conductores quedaron atrapados. Lamentablemente en este tipo de competencia no todo es fiesta, también hay problemas y molestias. Y los más afectados eran los policías de tránsito, insultados por energúmenos choferes que exigían los dejen pasar.
Después de recorrer los malecones de Miraflores, ahora corríamos por la avenida Ramón Castilla rumbo a Santiago de Surco. Más de tres horas corriendo y recién íbamos por el kilómetro 30. Esta zona es de subida y la más dura del trayecto. Aquí es donde uno empieza a “preguntarse: ¿por qué diablos me metí en esto?”.
Cada paso es un sufrimiento, pero hay que seguir. Para eso te has preparado (aunque mi preparación no fue la más adecuada: menos de dos meses de entrenamiento en lugar del recomendado medio año como mínimo), para eso has hecho algunos sacrificios (cero fiestas y cero alcohol) y para eso has realizado cierta inversión porque todo cuesta.
Los corredores de maratón siempre hablan de la aparición de la “pared”, del “muro”, de ese momento en que uno siente que ya no puede más y dan ganas de tirar la toalla. Algo de eso sentí por la Av. La Merced, creo que ya estaba en el km 34. El rock que sonaba en mis audífonos, el aliento de la gente, unos geles rehabilitantes y algo de orgullo propio ayudaron a salir de ese bache o bloqueo mental y físico. Seguíamos avanzando pero el cuerpo ya no daba. Lo que daba era pena.
En el camino me topaba con corredores que padecían los estragos de la demoledora carrera, algunos caminaban adoloridos y otros apenas si podían moverse debido a fuertes calambres.
Los últimos cinco kilómetros fueron espantosos. Masoquismo puro. Intentaba apresurar el paso, tenía la voluntad en la mente pero las piernas no hacían caso, estaban molidas, los pies parecían de plomo. Por momentos tuve que caminar para recuperar un poco de fuerza. De verdad daban ganas de mandar todo al demonio y tirarse al suelo a descansar, pero me sobreponía y recuperaba la marcha. Total, faltaba poco y había que hacer el último esfuerzo.
Último kilómetro. Totalmente empapado de sudor, con los músculos agarrotados, pero sin perder el ritmo, seguimos avanzando. Terminando Juan de Arona y a punto de cruzar la Vía Expresa, cuando ya se divisaba la meta, un antipático calambre empezó a apoderarse de mi pie derecho, el dolor iba creciendo. Maldita sea, no puede ser que el pan se me queme en la puerta del horno, me dije. Paré un segundo, golpee violentamente el pie dos veces contra el piso y seguí corriendo. La maniobra surtió efecto, el dolor se estancó. La llegada estaba cada vez más cerca. Faltaba solo cien metros.
Sacando fuerzas no sé de dónde, aceleré el paso y crucé la meta con el brazo en alto y mi agónico grito de victoria. Había cumplido el reto. Dolió y costó mucho pero lo logré. Nada es imposible si uno se lo propone. A los 60 años, y aunque sonaba a locura, me dije voy a correr mi primera maratón y lo hice. No sé si volveré a correr 42 km pero ya me saqué el clavo. Ya puedo decir que soy maratonista.
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