Inmerecido privilegio. Durante 18 minutos, que en realidad parecieron cinco –se pasaron volando a pesar del paso lento y cadencioso–, cargué hoy por primera vez en mi vida las andas del Señor de los Milagros. Poco más de media cuadra en un jirón Chancay abarrotado de hábitos morados. Una experiencia única. Un recuerdo para toda la vida que ya es un tesoro familiar porque compartí con mi padre el esfuerzo. Él también puso el hombro por primera vez.
El mediodía con olor a sahumerio arropó la adrenalina de recuerdos, agradecimientos y peticiones que se atropellaban en mi mente, enviados por mi corazón. Los rostros más queridos para mí pasaban por mis ojos cerrados cuales 'flashbacks' en tropel. Todo el peso de la historia, la devoción y la cultura de mi pueblo sobre mi hombro izquierdo y el de otros 35 cargadores. Sí, soy creyente y católico, y sé muy bien que la materia no hace milagros, pero sí la fe. ¿Y por qué no expresar la fe celebrando a la imagen más peruana de Cristo, con más entusiasmo incluso que el desplegado al ver una foto de un ser querido que ya no está?
Gracias a Dios por la oportunidad de esta celebración personal y en familia, por haber sido protagonista junto a mi padre de la tradición religiosa más arraigada de mi ciudad. Y gracias a la Hermandad del Señor de los Milagros de Nazarenas por la invitación. Comprobé lo que muchos de ellos intentaban decirme en entrevistas y que solo la experiencia de cargar al Señor de los Milagros decifra con claridad impactante: una emoción que no se puede dibujar bien con palabras, que se siente, que se vive. Pero hay algo que sí expresa claramente mi padre mientras guarda su flamante cordón de cargador: dice que este ha sido el mejor cumpleaños de su vida.