En el 2010, Hugo Salazar Chuquimango (Callao, 1980) cobró notoriedad al ganar el premio del Salón Nacional de Pintura ICPNA. Lo hizo con la obra “La máquina de mi madre”, suerte de homenaje onírico y surrealista a la máquina de coser que solía ver en la casa de su infancia. De hecho, en la pintura también aparecían su mamá y él mismo, de niño, aunque con uniforme de vigilante, el trabajo que desempeñaría durante 19 años.
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Doce años han pasado y Salazar acaba de ganar otro importante premio, el del Concurso de Dibujo del Británico, con una obra que guarda peculiares conexiones con la mencionada líneas arriba. Esta vez el protagonista es un anciano con unas tijeras al cinto, que hace referencia a su padre. “En mi familia somos costureros. Mi madre aún lo es y yo de niño también lo hacía. Mi padre, que murió hace tres años, siempre cortaba tela y andaba con unas tijeras”, explica el artista chalaco.
El dibujo lleva como título un juego de palabras: “De sastre a soldado, de soldado a la guerra, y en la guerra el desastre”. Muestra a un viejo soldado a caballo, volviendo exhausto de la batalla. En el fondo se observa un castillo, también con forma de máquina de coser. Hay referencias a Goya (“Los desastres de la guerra”) y a Da Vinci, pues la imagen del protagonista la tomó de uno de sus dibujos. Y esconde, además, una ilusión óptica: el rostro del personaje se repite en la totalidad del cuadro. Solo hay que aguzar la vista para detectarlo.
Para hacerlo aún más sugestivo, el cuadro tiene algunas partes cosidas con hilo y exhibe los trazos geométricos del boceto original. “Es un dibujo de presentación de cómo se estructura –explica Salazar–. Para mí, así como en la música, en la pintura tienen que haber patrones. Y en este dibujo quise mostrarlos. Por eso también es que en mis pinturas me gusta que queden los errores, las líneas. Todo es parte del dibujo”.
PASADO VIGILANTE
“Yo empecé mucho con el surrealismo, pero me considero ahora más simbolista”, dice Salazar Chuquimango sobre la evolución y los cambios en su trabajo artístico a lo largo de estos años. “Antes pintaba mucho sobre mis sueños y pensaba que todo debía estar enfocado en mi mundo, que nada ajeno debía llegar hacia mí. Por eso me autorretrataba bastante. Era una época en la que leía mucho a Freud y quería entender mis propios conflictos”, agrega.
También admite que la etiqueta de “pintor guachimán”, a la que se solía aludir por el trabajo que realizaba en la empresa Prosegur, terminó por estereotiparlo de alguna manera. “A veces no me gustaba mucho que se mencionara el tema, pero tenía que cumplir una agenda. En los lugares donde exponía me pedían que haga las entrevistas. Hasta ahora último todavía lo recuerdan”, señala.
Cuenta que, por suerte, la firma en la que trabajaba le ofreció facilidades. “Había un gerente español que dio la orden de que me apoyaran. Entonces me mandaban a trabajar a ciertos lugares abandonados, como fábricas embargadas, y ahí me ponía a pintar. Luego pasó lo del COVID-19, y la parte de apoyo a lo cultural como que se murió”, explica. En setiembre del año pasado, tras casi dos décadas llevando botas, uniformes y arma, Salazar renunció a su labor de agente de seguridad.
“Es una dificultad el ya no percibir el dinero de la empresa, pero tengo que buscar otras opciones o recibir más encargos de pintura. Pero a veces los clientes son bien especiales, no es como hacer una obra de forma libre”, dice sobre su momento actual.
“Antes de ser pintor, yo era ludópata. Pero las cosas no han cambiado mucho. Sigo viendo esto como una apuesta”.
JUGÁRSELO TODO
Pese a algunos apuros económicos, Salazar dice que su obra artística es como una apuesta. “Antes de decidir ser pintor yo era ludópata, iba mucho a los tragamonedas –confiesa–. Pero cuando lo cambié por la pintura, creo que las cosas no cambiaron mucho. Lo sigo viendo como una apuesta. Si un día me llega dinero por una obra, me dan ganas de hacer cosas más grandes o invertir en cuadros que son difíciles de vender”.
Hace unos años, por ejemplo, en un momento en que andaba “ajustado de plata”, invirtió lo último que tenía en una pintura de gran formato donde se veía una fábrica de excrementos, con un hombre defecando. “Algunas personas me preguntaban por qué hacía eso… Pero curiosamente dos años después el cuadro se vendió. Arriesgas en cosas como esas, pero te das el gusto”, afirma.
¿La última apuesta de Chuquimango? Su nuevo taller ubicado en Pueblo Libre. Se llama Casa Rubens y actualmente tiene a tres socios –él junto a los artistas Ado Martín y Zoraya Cánepa–, quienes han habilitado una antigua casa en la zona tradicional del distrito, con una historia bastante particular.
“Se llama Casa Rubens por el pintor, pero sobre todo por el dueño de la casa, Rubens Santos. Llegamos hace medio año y la casa estaba medio desahuciada. La tía de Rubens había muerto unos años atrás y a él lo habían dejado como una especie de guardián. El lugar estaba en abandono y poco a poco lo hemos ido reestructurando. Llenamos de murales el patio y ya hemos hecho varias exposiciones”, cuenta Salazar.
Rubens sigue allí, viviendo en el tercer piso de la casa –y retratado en el mural más grande del jardín interior–. Dicen que no socializa mucho, pero es también gracias a él que artistas como Salazar Chuquimango pueden seguir sacando adelante su obra. La casa, lamentablemente, anda en un litigio que, ojalá, se resuelva con una sensata solución. Hoy más que nunca se necesitan espacios como ese.
Las obras de los ganadores y finalistas del Concurso de Dibujo - Dos Generaciones, organizado por el Británico, pueden verse en la exposición instalada en la galería John Harriman (calle Bellavista 531, Miraflores). Estará abierta hasta el sábado 28 de mayo. El ingreso es gratuito.
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