Cuando uno termina de montar una exposición en cualquier pabellón correspondiente a una de las distintas representaciones nacionales en la Bienal de Venecia surge, inevitablemente, la pregunta acerca de cómo esta va a ser recibida y comprendida por personas de otras zonas del globo, sin vinculación con el país.
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La pregunta es indicativa del momento en que descubres que la curaduría es también una forma de traducción. Una propuesta curatorial como “La paz es una promesa corrosiva”, que reúne una parte de la producción del artista peruano Herbert Rodríguez, realizada en el período 1985-1990, es de traducción inmediata para extranjeros que la ven.
“Esto no es arte plástica; esto es punk”, escribió hace un par de días Tom Seymour, con claridad y convicción meridianas, en el artículo de “The Art Newspaper” que proponía el ránking de los seis pabellones que uno “no debía perderse en el Arsenale”.
La actitud que infunde energía, potencia y rabia a todo este material de agitación-propaganda es de captación instantánea para un 80% de visitantes del pabellón del Perú en la 59a Bienal de Venecia, a través del carácter experimental de su uso de técnicas como collage, fotomontaje, fotocopia, serigrafía y esténcil en un híbrido al que Rodríguez, a menudo, agregaba gestos pictóricos de evidente bravura. Todo fue realizado en papel 100% perecible, y ya va por los 40 años de sorprendente conservación en el archivo del artista.
Uno puede decir –aunque parezca hiperbólico– que no hay nada que se le parezca en toda la bienal. Al decir esto no pretendo aparecer como quien se jacta de haber visto el total de exposiciones del evento; tampoco Viola Varotto, mi cocuradora, lo haría. Ella ha visto y amado el pabellón de Chile, estudio transdisciplinar de la turba y la cultura de los selk’nam en torno a ella, en una unión de voluntades en pos de algo más allá del arte. Los pabellones de España (posconceptual y crítica institucional de Ignasi Aballí), Bélgica (pintura e imagen en movimiento de Francis Alÿs) y Francia (instalaciones y película de Zineb Sedira) me atraen sobremanera. Todos estos testimonios de cientos de personas de diversas nacionalidades y edades que espontánea y enfáticamente dan su versión de una travesía por estas aguas del arte contemporáneo internacional nos han corroborado lo particularísimo que es el pabellón peruano.
Ese 80% confiesa también saber muy poco del Perú y de su historia reciente. Unos cuantos recuerdan la violencia que arrasó trágicamente nuestro país en la década de 1980 y bien entrados los noventa.
He sido cocurador de la muestra permanente del LUM (junto a Natalia Iguiñiz, Ponciano del Pino y Víctor Vich), que fuera descrita por el periodista Aldo Mariátegui en la revista “Caretas” como una versión “descafeínada” de la historia del período 1980-2000 en el Perú. Pienso que no hay manera de aplicar este adjetivo al material que alberga el pabellón hoy y que permanecerá a la vista por siete meses hasta noviembre. Y todo en la misma bienal en la que la “Nadja” de André Breton está incluida en “La leche de los sueños”, la muestra central diseñada por la curadora del evento, Cecilia Alemani.
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