Las obras maestras que vienen con la vejez tienen cualidades especiales. Parecen hechas con una facilidad poco común, con una belleza de lo mínimo o esencial, sin alardes ni ostentaciones. También son obras que hacen del virtuosismo una cuestión de precisión y exactitud, un uso certero de los trazos estrictamente necesarios. Pues estas son las palabras que definen mejor “Dolor y gloria”, el último filme de Pedro Almodóvar.
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Con una habilidad casi milagrosa para hacer imperceptible cualquier movimiento de cámara, Almodóvar nos presenta a Salvador Mallo (Antonio Banderas), viejo cineasta en plena crisis existencial que, desde el primer momento, sabemos es un álter ego del cineasta manchego. Salvador tiene múltiples dolencias físicas, pero también sufre de una especie de cansancio para vivir, para amar, y para seguir creando.
La historia de Salvador se presenta narrada por su propia voz, en la lectura íntima de sus memorias; por Alberto Crespo (Ansier Etxeandia), amigo y actor más joven que ensaya los monólogos que está escribiendo el director; y por los recurrentes ‘flashbacks’ que nos llevan a la niñez del protagonista. Es una urdimbre que entremezcla varias formas de expresar las líricas evocaciones de un hombre enfermo y acabado.
Hay una aparente paradoja en este momento crepuscular de la vida de Salvador. Si bien no deja de recibir propuestas de muestras retrospectivas y premiaciones por su trayectoria, todo esto le suena al irrisorio timbre que da por acabada una vida que él a duras penas puede soportar. De hecho, para sobrellevar su pesadumbre, recurre al ‘caballo’ –jerga para hablar de la muy adictiva heroína– que le invita Alberto.
Pero Almodóvar, a pesar de tocar temas muy dramáticos, esquiva todas las trampas del efectismo. También le da la espalda al melodrama, género que él supo recrear con nobleza. En “Dolor y gloria”, en cambio, el torrente de emociones que asaltan a Salvador –una actuación consagratoria de Banderas– está contenido en un tenso y contrito estado de reflexividad, donde todo lleva a la evocación, a una proyección que viene del pasado.
La biografía de Salvador tiene varias instancias. La agitada y disoluta juventud está narrada oralmente, por las voces de Salvador, de Alberto y un exnovio (Leonardo Sbaraglia) que regresa de Buenos Aires. Pero el fondo de ese tiempo pretérito es cristalino, luminoso y diáfano, y está hecho por imágenes, más que por voces. Aquí cobra cuerpo la relación con la madre (Penélope Cruz) en la pobreza de un pueblito rural, así como el despertar sexual.
La película tiene la forma de lo que llamaríamos un trazo, imagen apenas perceptible. El director de “Hable con ella” rechaza su antiguo barroquismo y está en búsqueda de una intensidad que colinda con la abstracción. Así, las voces se confunden con el secreto apenas dicho, y están en consonancia visual con esa acuarela inconclusa, pintada por el muchacho que perturbó a Salvador en la niñez, y con los dibujos digitales anatómicos del inicio.
En efecto, en los primeros minutos vemos una serie de ilustraciones digitales en movimiento, que explican, como bellos arabescos, los tormentos físicos de Salvador. Son figuras de la mente que se compaginan con imágenes de películas antiguas que exaltan el erotismo de una juventud ya perdida –vemos una breve secuencia de “Esplendor en la hierba” de Elia Kazan (1961)–. Un conmovedor juego de resonancias.
“Dolor y gloria” está hecha de agonía y de éxtasis, de hechizo y melancolía, pero siempre desde un asombro mudo que da golpes sordos al corazón. Sin lugar a dudas, uno de los filmes más sentidos, complejos y rotundos de Almodóvar. De visión imprescindible.
LA FICHA“Dolor y gloria”Género: drama. País: España, 2019. Director: Pedro Almodóvar. Reparto: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Ansier Etxeandia, Leonardo Sbaraglia.Calificación: 5/5.