Un castillo que apenas se sostiene sobre sus ruinas. Gigantescas telarañas que lo cubren todo. Columnas y barandas vencidas por los siglos. Ramas secas, polvo milenario, muebles en pedazos. La lenta agonía de quien se niega a morir. Afuera, sombras de murciélagos, ecos angustiantes de nocturnos aullidos. En medio de aquella enorme sala, una aparición baja lentamente unas enormes escaleras, sosteniendo un candelabro, y se presenta con esas palabras ante el esperado visitante: “I am Dracula”, en un inglés de acento balcánico, misterio idiomático que potencia temores y acertijos.
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Más allá del desfiladero del Borgo, bajo la sombra de las impenetrables montañas de Transilvania, desconocido territorio rumano, se esconde un castillo cuya firmeza es tal allí, como en las pesadillas de los campesinos que habitan sus cercanías. Puertas y ventanas cerradas, rezos, crucifijos, supersticiones. Todo parece insuficiente para evadir la sola posibilidad de su presencia. En los Cárpatos no hay paz. “Nosferatu”, lo llaman. De poco sirvieron sus advertencias para frenar el viaje de Reinfeld, abogado británico que ha llegado hasta aquel remoto lugar para cerrar un contrato inmobiliario con el dueño de aquel castillo. “Hoy es “La noche de Walpurgis”. La noche del mal. Drácula y sus esposas se transforman en lobos y murciélagos”, llegaron a advertirle. Pero Reinfeld continuó su ruta, incrédulo.
“Le doy la bienvenida”, le dijo el conde, una vez superado el terrorífico umbral del castillo. Y agregó, segundos después, ante los aterradores aullidos que insistían en hacerse oír: “Escúchelos. Son los hijos de la noche. ¡Qué linda música componen!”
Reinfeld subió las escaleras tras él, adentrándose en el castillo. Los espectadores de aquel mundo de 1931, subieron con ellos. Ninguno volvería a ser el mismo tras ese viaje.
Luces, cámara… sangre
Hasta 1931, los espectadores solo habían podido ver esa historia en el cine gracias a Nosferatu, película muda de 1922. El genial Friedrich Wilhelm Murnau, su director, les cambió los nombres a los personajes, pero no obtuvo el permiso legal de Florence, la viuda de Bram Stoker –fallecido en 1912, en los albores del cine-, por lo que fue obligado por la justicia a destruir todas las copias existentes de su película. Felizmente para nosotros, el film sobrevivió y es hoy considerado obra cumbre del cine expresionista alemán. Murnau no le pudo llamar “Drácula” a su personaje, pero sí usar una denominación que, 9 años más tarde, sería mencionada en el filme de Tod Browning que le daría fama imperecedera a Bela Lugosi: Nosferatu. Palabra de incierta etimología, que remite a los “no muertos” o “infectados” y, por extensión, a la muerte misma.
Contemporáneamente a Murnau, el director húngaro Károly Lajthay dirigió Drakula Halála, pero esta película muda –considerada casi perdida-, tiene un argumento distinto al de la obra de Stoker. Según cuentan algunos historiadores, en ella la locura es el principal argumento perturbador.
A miles de kilómetros de allí, hacia fines de aquellos años 20, el director Tod Browning planeaba llevar al cine a los monstruos más aterradores de la literatura y solo tenía a un hombre en mente: Lon Chaney. Apodado “El hombre de las mil caras”, había protagonizado en el cine mudo títulos como El jorobado de Notre Dame (1923), El fantasma de la ópera (1925) o Garras humanas (1927), pero enfermó repentinamente y, con solo 47 años, murió en agosto de 1930. Browning estuvo entre quienes cargaron su féretro en el funeral.
Para entonces, otro húngaro, Béla Ferenc Dezső Blaskó, carismático, con gran sentido del humor y 1.85 de altura, había triunfado en Broadway representando a Drácula. Con el nombre de Bela Lugosi –inspirado en Lugos, su pueblo natal- había actuado ya en numerosas películas. Una de ellas, La treceava silla (1929), la había hecho bajo la dirección de Browning. No tardaron en hacerse amigos, aunque fue el fallecimiento de Chaney lo que precipitó que concretaran “Drácula”, película estrenada en febrero de 1931. Después de barajarse los nombres de actores como Paul Muni, John Wray o Conrad Veidt, Lugosi logró hacerse finalmente con un papel que ya conocía.
Una vez que se proyectó en los cines, todo pareció haber valido la pena: Tod Browning se convirtió en un cotizado talento tras las cámaras; Lugosi, delante de ellas.
Pero, como en toda historia de sombras y niebla, poco fue lo que duraron el éxito y la felicidad.
Dueños de la oscuridad
Piel marchita, paso lento y débil, espalda encorvada, como si el peso de lo que alguna vez fue se apoyara permanentemente sobre él. A sus 73 años, el hombre húngaro que vestía de negro y deambulaba como un espectro por las calles de Los Angeles, era alcohólico, adicto a la morfina, fumador ocasional de habanos y muy aficionado a usar capa. A pesar de su fragilidad, muchos hubieran temido cruzarse con él y verlo abalanzarse sobre sus cuellos en busca de la sangre que le devuelva vigor y juventud. Cuando llegaba a casa no dormía en una cama: la leyenda dice que lo hacía en un ataúd. Solo allí parecía sentirse cómodo. Sin murciélagos aleteando alrededor o desesperados aullidos que anticipen la fatalidad, el castillo final de Bela Lugosi fue un oscuro y pequeño departamento –ubicado en el 5620 de Harold Way- que, a pesar de estar en la misma ciudad, no recibía ya la luz de Hollywood. Allí vivió sus últimos días creyendo que, de algún modo, él podría seguir siendo Drácula. Así fue como lo mostró, ya en la década de los 90, Martin Landau, en la oscarizada interpretación que hizo de él en Ed Wood, película de Tim Burton, confeso fanático de la filmografía Lugosiana. Fue precisamente junto a Wood –considerado por muchos el peor director de la historia del cine- que Lugosi hizo sus últimas apariciones en la gran pantalla.
25 años después de Drácula, su Van Helsing particular fue el encasillamiento. Tras rechazar el papel de Frankenstein –que interpretaría Boris Karloff, al que muchos consideran su rival, aunque hicieron varias películas juntos y tuvieron siempre una buena relación-, y ver cómo su carrera se veía afectada por esa decisión, sumó otros personajes interesantes. Sin embargo, sus representaciones, inevitablemente, remitían al sanguinario conde rumano, como sello de su estilo inimitable: La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932), Asesinatos en la Calle Morgue (Robert Florey, 1932), El gato negro (1934), La marca del vampiro (Tod Browning, 1935), El rayo invisible (Lambert Hillyer, 1936), El retorno del vampiro (Lew Landers, 1944) o El ladrón de cadáveres (Robert Wise, 1945), son los mejores ejemplos. Lugosi supo darles la oscuridad y el nervio que necesitaban.
“¿Por qué me especialicé en interpretaciones de horror? La culpa la tiene Drácula. Cuando aparecí por primera vez en un teatro neoyorquino a mi llegada de Hungría, hice un papel simpático. El siguiente fue Drácula... iY desde entonces he sido Drácula para siempre! En Hollywood ya me han catalogado como tal, y ya nunca espero hacer los papeles que yo sinceramente anhelo”, confesó Lugosi en una entrevista aparecida en el diario La Vanguardia de España en diciembre de 1933.
Para cuando se hizo amigo de Tod Browning, Lugosi estaba saliendo de un escándalo que le había dado cierta notoriedad en los medios. En 1929, se casó con Beatrice Weeks, una viuda rica de San Francisco que, tres días después, pidió el divorcio: mencionaba a Clara Bow, estrella de cine de aquellos años, como el motivo de la ruptura. Lugosi, entonces, quería que su talento se impusiera al chisme. Se obsesionó tanto con lograr el papel de Drácula que aceptó cobrar mucho menos que uno de los actores secundarios. Después de todo, durante la Primera Guerra Mundial –en la que luchó para el Imperio Austrohúngaro- sobrevivió a sus heridas en el Frente oriental haciéndose el muerto, enterrado en una trinchera. Experiencia para el papel, no le faltaba.
Cuando se transformó en el Conde Drácula eternizó para siempre al vampiro mayor como un hombre atractivo, elegante, de maneras gentiles y ojos de mirada poderosa que parecen nunca parpadear. Aquel cuya mano derecha agita lentamente sus falanges para iniciar un hipnotismo. El noble que la tradición mandaba. Un Rodolfo Valentino que bebe sangre desde que observa a su presa. La imagen monstruosa del Nosferatu de Murnau que encarnó el alemán Max Schreck quedó de lado. Drácula era ahora un dandy. Sediento de sangre como el otro, pero sin mostrar ni colmillos ni una sola gota del líquido al que, en determinado momento de la película, define como “Vida”. Otros extraordinarios actores, como Christopher Lee, Frank Langella, Jack Palance, Klaus Kinsky o Gary Oldman, han bebido, literalmente, su legado.
Almas perdidas
Un dato curioso de la producción de Drácula es que los mismos escenarios y vestuario de la versión cinematográfica de Browning serían usados por el director George Melford para rodar una versión exactamente igual, pero en castellano y con otro staff, dirigida al público español y latinoamericano. Browning grababa en la mañana y Melford aprovechaba, como su protagonista, las sombras que habitan la madrugada. Cuando Lugosi dormía, era el cordobés Carlos Villarías quien se ponía la capa. Cuando el sol salía, él y todo el crew hispano se refugiaban en la oscuridad. Curiosidad adicional: Lupita Tovar -coestrella de la versión latina que desafió a la muerte hasta los 106 años- se convirtió más tarde en abuela de Chris Weitz, director de Luna Nueva (2009), parte de la saga Crepúsculo. Vampiros adolescentes contra el recuerdo del vampiro pionero.
Tras solo 7 semanas de rodaje, dispersas entre setiembre de 1930 y enero del 31 –días en los que Lugosi confesó “entrar en trance” al interpretar su papel-, la película producida por Universal estuvo terminada y, con ella, se dio inicio al cine de terror como el género que conocemos hoy. Tod Browning, su director, tuvo aun buenos momentos en su filmografía, pero su carrera se vería afectada por Freaks (1932), historia del trágico triángulo amoroso entre un enano, una acróbata y el forzudo de un circo, que mostraban como personajes secundarios a muchas personas con malformaciones reales. Aún hoy es una perturbadora obra maestra del terror, pero en su momento no fue comprendida. Antes del final de la década, la carrera de Browning estaba terminada. Por su parte, Dwight Frye, quien interpreta con maestría al delirante Reinfeld, partió con apenas 44 años, en 1943, truncando la que alguna vez fue una prometedora carrera.
Karl Freund, director de fotografía alemán que había trabajado en clásicos como El Golem (Carl Boese, Paul Wegener, 1922) o Metrópolis (Fritz Lang, 1927), fue responsable de darle a Drácula su atmósfera lúgubre y, curiosamente, tuvo mejor suerte. En 1937 ganaría el Oscar por su trabajo en La buena tierra (Sidney Franklin). En 1948 trabajaría con John Huston en Key Largo y en 1955 obtendría un Oscar técnico, por el diseño y desarrollo de los medidores directos de luz, precursores de los que se usan hasta hoy. Incluso en la oscuridad pudo hallarse algo que brille.
Adiós a los monstruos
“Al llegar a separar en la mente la personalidad de Lugosi, el monstruo, y de Lugosi, el individuo, nos encontramos con un hombre realmente simpático. Sus ojos tienen todo el fuego que reflejan de la pantalla; pero sus modales acusan la cultura de su añejo linaje aristocrático”, escribió en el diario La Vanguardia de España aquel diciembre de 1933 el periodista que inquirió a Lugosi. Y recibió unas palaras adicionales del actor: “No solamente tengo una inclinación patológica hacia los papeles compasivos y sentimentales, sino que mi verdadera ambición es la de comprar una finca en el campo en paz y soledad, alejado para siempre de los “Dráculas” y todos mis otros monstruos”.
“Morir, realmente estar muerto, ¡Debe ser glorioso!”, decía en un momento del film, con escalofriante entusiasmo. Al morir realmente Lugosi –el 16 de agosto de 1956, tras sufrir un infarto mientras leía, sentado en un sofá de su casa-, según una historia que se le atribuye a otro icono del horror como Vincent Price, este habría asistido al entierro junto a su colega Peter Lorre. Viendo el cuerpo en el que pareció ser siempre su hábitat natural, el ataúd, con una capa puesta, Lorre temió lo peor. Ante sus cada vez más evidentes nervios, Price le preguntó: “¿Qué pasa?”. “Nada, Vincent. Pero, ¿no crees que deberíamos clavarle una estaca en el corazón, por si acaso?”.
90 años después de su estreno, Drácula sigue mordiendo.
Vampiros a la peruana
(1990) Murciélago Rodrigo. Canción compuesta por Pedro Suárez Vértiz para el segundo álbum de Arena Hash, Ah Ah Ah, que incluyó otros temas como “Y es que sucede así” o “El rey del ah ah ah”. Aunque cuenta un romance onírico en clave rockera, parte de la letra desliza que el protagonista es un vampiro: “Huyendo de la luz del sol/ La lluvia lo quiere tumbar/ La aurora ya lo sorprendió/ Parece que no va a llegar”.
(2012) Drácula. Obra teatral protagonizada por Miguel Iza. Adaptación de Jorge Castro de la obra de Bram Stoker, en la que Iza logra una intensa actuación como el conde. Según las reseñas de la época, fue muy bien considerada por el público, atraído por una historia eterna. Actuaron también Wendy Vásquez, Pietro Sibille y Roberto Moll, en el papel de Van Helsing, tradicional némesis del vampiro.
(2016) Sarah. En 1993, una “noticia” entre muchas sorprendió a los peruanos y llegó al mundo desde Pisco: Sarah Hellen, vampiresa, resucitaría para sorpresa de vivos y muertos. Con las sensaciones aún frescas, Carlos Calderón Fajardo empezó a escribir una tetralogía de novelas inspiradas en la historia de la dama británica. Estos cuatro libros -El viaje que nunca termina (La verdadera historia de Sarah Ellen); La novia de Corinto (El regreso de Sarah Ellen); La ventana del diablo (Réquiem por Sarah Ellen) y Doctor Sangre- fueron publicadas por Editorial Altazor en un solo volumen con el nombre de Sarah.
(2019) Sahara Hellen: el regreso del vampiro. Esta vez en versión cinematográfica –aunque parece grabada con un celular-, vuelve a la vida la historia de la dama inglesa de oscuro pasado, pero con el nombre cambiado a “Sahara” para no pagar royalties, porque alguien ya lo tiene registrado. Según el guion que Roger Asto convierte en delirante película, Sahara era una malvada asesina que tuvo que morir a manos de pobladores hartos de su sed de sangre. 100 años después, resucita para vengarse, pero convertida en otra cosa. La interpreta Connie Chaparro.
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