Una mujer desesperada pidiendo ayuda, un cínico detective que observa todo con escepticismo, un asesinato misterioso, una femme fatale, una traición, dinero sucio de por medio, persecuciones bajo la sombra, silencios que hablan por sí mismos, mentiras en una atmósfera nocturna y plagada de claroscuros, en las calles y en las almas. En sus primeros 20 minutos, “El halcón maltés” ofrece una clase maestra de lo que será un género que encontró su clímax durante la Segunda Guerra Mundial y la siguiente década, aunque fue mucho después, con la llegada de esos rebeldes franceses conocidos como Nouvelle Vague, que encontró su nombre propio en la naturaleza lóbrega y delincuencial que sostenía sus historias: cine negro.
MIRA: Blanca Varela y el lado más feroz de la poeta: la crítica cinematográfica
Para 1941, año del estreno de aquel filme fundacional, Hollywood había impuesto en el imaginario colectivo a toda una colección de maleantes inolvidables, impulsados por el cine de gánsteres que vivió su pico de popularidad paralelo a los años de la prohibición, en los inicios de la década del 30, cuando regía aún la Ley Seca que se mantuvo entre 1920 y 1933. Así, filmes como Little Caesar (1930), The Public Enemy (1931) o Scarface (1932) convirtieron en estrellas a sus protagonistas, Edward G. Robinson, James Cagney y Paul Muni, quienes parecían muy alejados del arquetipo de estrella de cine o galán que solían manejar los grandes estudios en tiempos del cine mudo. Este no solo había llegado prácticamente a su fin con el inicio del sonoro –que comenzó con The Jazz Singer (1927)-, sino que había traído nuevos tiempos, tanto para las estrellas como para los espectadores. Al mismo tiempo que los personajes encarnados por estos nuevos actores –Caesar ‘Rico’ Bandello, Tom Powers o Tony Camonte, respectivamente- se convertían en iconos para un público ávido de distracciones en plena Gran Depresión, parecían representar también la versión realista de los monstruos más tenebrosos que, paralelamente, estrenaba la gran pantalla: Frankenstein (1931), Drácula (1931) o La momia (1932). Nunca antes dio más miedo que se apagaran las luces en un cine.
Un negro porvenir
La presencia demoledora de aquellos antihéroes causó preocupación en la conservadora sociedad norteamericana. Los niños o jóvenes ya no anhelaban ser un tierno Chaplin, un divertido Buster Keaton o un romántico Valentino, sino que empuñaban armas ficticias y cobraban imaginarias venganzas en sus juegos cotidianos, convertidos en los gánsteres de su preferencia. Para muchos significaba otro triunfo de Al Capone, amo de Chicago y capo de la mafia al que, sin embargo, le quedaba ya poco tiempo de carrera derramando balas y sangre a su paso. Después de todo, poco era el cine del que podría saberse en Alcatraz.
Little Caesar, The Public Enemy o Scarface pusieron los cimientos del cine que vendría después, al lado de otros filmes como I`m a Fugitive From a Chain Gang (1932), Angels With Dirty Faces (1938) o The Roaring Twenties (1939). Dichas producciones, sometidas ya a la censura producida por el infame Código Hays, a pesar de ser interesantes películas, contaban con giros, finales o personajes moralistas, que contrastaban con la sordidez de sus antecesores. Y es que el Código Hays, entre otras cosas, prohibía –o buscaba evitar, muchas veces sin éxito- la romantización de los criminales y del crimen mismo. Con un código similar vigente –Hays se aplicó entre 1934 y 1967-, hubiera sido imposible, por ejemplo, producir filmes como El Padrino (1972), el remake de Scarface (1983) o Los intocables (1987), icónicos del cine criminal contemporáneo. El cine negro se basa, precisamente, en las consecuencias del Código Hays: nada podía ser evidente. La mera sospecha era la base de todo. Un “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo” llevado a la exacerbación cinematográfica, casi por obligación.
Durante los años 30, un joven John Huston estaba iniciándose en la industria del cine como guionista. Había participado escribiendo algunos diálogos para filmes como Murders in the Rue Morgue (1932), Jezebel (1938) o Cumbres borrascosas (1939), sin intuir que su destino pronto cambiaría y, con él, la historia del sétimo arte. A pesar de que en 1931 ya se había filmado una primera versión de la novela de Dashiel Hammet, El halcón maltés, protagonizada por la entonces estrella Ricardo Cortez en el papel del cínico detective Sam Spade, y hubo otra adaptación en 1936 –Satan Met a Lady, con Bette Davis, que odió el filme-, Huston confiaba en producir una versión a su propio estilo. Sin embargo, se estrelló con la primera duda de los estudios: “¿Cuál estilo? Si aún no has dirigido nunca una película”. A pesar de ser hijo de Walter Huston, un ya reconocido actor nominado al Oscar, John intentaba construir un camino en base a sus méritos. ¿Qué mejor primer paso que esta oscura oda a la codicia humana para la que él mismo escribiría el guion?
Aunque Huston quería a George Raft -uno de los protagonistas de Scarface- como Sam Spade, este rehusó trabajar con un director novato. Pero ya que, poco antes, Huston había escrito el guion de High Sierra, protagonizada por Humphrey Bogart, no costó convencerlo para trabajar nuevamente juntos. Después de todo, hasta entonces, ‘Bogie’ era considerado un actor eminentemente secundario. A la larga, High Sierra serviría de perfecta transición entre el antiguo cine de gánsteres y el cine negro que se avecinaba, inminente.
El vuelo del halcón
“Una mujer quiere verte. Se llama Wonderly”, son las palabras que anteceden los oscuros sucesos de El halcón maltés. Effie, la secretaria del detective privado Sam Spade, ha entrado a su oficina para anunciarle la llegada de una clienta. Él arma un cigarrillo sin prestarle mayor atención a lo que cree un acto rutinario. La joven, vestida con sobriedad, impecablemente peinada y ataviada con una estola de piel, se presenta como una persona angustiada que busca a su hermana, recientemente fugada junto a un hombre mayor, casado y peligroso. Sin embargo, no tardaremos en descubrir que la dama no estaba precisamente en apuros y que su búsqueda involucraba a otros personajes cuestionables y a una joya que tenía cuatro siglos extraviada: el dichoso halcón de oro con joyas incrustadas que la orden de los Caballeros de Malta le había obsequiado a Carlos V en el siglo XVI, sin intuir que los piratas se interpondrían en su destino.
Piratas también eran quiénes deseaban con locura la dichosa joya en el siglo XX. Pronto se sumaron al elenco de ambiciosos Mary Astor, Elisha Cook Jr., Sydney Greenstreet y otro actor icónico del género, Peter Lorre.
“John Huston ha trasladado a la pantalla grande la energía y los punzantes diálogos de la novela de Hammett. Con seguridad y sin rodeos consigue imbuirnos en los embrollos de la historia”, escribió tras verla Otis Ferguson, entonces un celebrado crítico de la revista The New Republic. Por su parte, el legendario Roger Ebert –nacido recién al año siguiente de su estreno- se referiría tiempo después a El halcón maltés como una película “con actitud”: “El halcón maltés es, esencialmente, una serie de diálogos puntuados por breves interludios violentos. Es todo un ejercicio de estilo. No hay violencia o persecuciones explicitas, pero la forma como lucen los actores, como se mueven, como hablan e interpretan a sus personajes emana eso. Tienen, sobre todo, la actitud: los hombres son duros, y lo son en una época dura, en una sociedad que emerge de la depresión y va directo a la guerra, de ahí que sus principales motivaciones sean la codicia y el impulso de matar”.
Una película que costó “solo” 375 mil dólares y llegó a recaudar más de 1.8 millones y que, además, obtuvo tres nominaciones al Oscar (Mejor película, Mejor guion adaptado y al mejor actor de reparto para Sydney Greenstreet), se convirtió pronto en la fundadora de un nuevo estilo cinematográfico y cimentó la carrera de Bogart. El cine negro había nacido. Una nueva estrella, también.
Los sospechosos comunes
Tras el impacto de El Halcón Maltés, no tardaron mucho en aparecer producciones con un espíritu similar, aunque con temáticas de las más diversas. Todo eso, a pesar de que muchos críticos las menospreciaban y los grandes ejecutivos de estudios como Paramount, Twentieth Century Fox, MGM o Warner Bros. relegaban lo que entonces llamaban “cine criminal” a sus unidades de bajo presupuesto, mientras otros, como RKO, Columbia, United Artists o Universal empezaron a estrenar ese tipo de películas casi en serie, explotando al máximo sus recursos. Sin embargo, como en todo, lo realmente bueno se hizo notar, destacó, obtuvo nominaciones a premios y la consagración de sus protagonistas, directores o guionistas, a pesar de que, en paralelo, la Caza de Brujas de Hollywood emprendida por el tristemente recordado senador Joseph McCarthy pensaba encontrar en ese subgénero una veta “comunista” o “antiamericana”.
Entre las obras maestras del género podemos encontrar títulos como Laura (Otto Preminger, 1944), la obsesión de un detective por una mujer supuestamente asesinada, que convirtió a Gene Tierney en un icono del cine; Double Indemnity (Billy Wilder, 1944), en la que una femme fatale (Barbara Stanwyck en el perfil que tan bien le quedaba) seduce a un vendedor de seguros para que asesine a su marido; Out of the Past (Jacques Tourneur, 1947), con Robert Mitchum y Kirk Douglas como dos hombres obligados a volver a un pasado siniestro; El tercer hombre (Carol Reed, 1949), que, en una Viena fantasmal y de posguerra, muestra a un escritor de novela barata intentando resolver el crimen del viejo amigo que lo invitó a la ciudad. Orson Welles y Joseph Cotten brillan entre las sombras, tal como lo hicieron en Ciudadano Kane (1942), obra maestra del género que le dio un Oscar al Mejor Guion a Wells, también su director; The Woman in the Window (Fritz Lang, 1944) –Lang, de paso, dejó la influencia del Expresionismo alemán como sello casi indesligable del film noir-, donde un burócrata cincuentón es chantajeado por una ambiciosa mujer y el amante de esta; The Big Sleep (Howard Hawks, 1946), una complicada trama que involucra asesinatos o chantajes y, de paso, a Humphrey Bogart y Lauren Bacall; El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), traición, muerte y mentiras a grandes dosis, con Lana Turner como estrella; Sunset Boulevard (Bily Wilder, 1950), donde una olvidada estrella de Hollywood –Gloria Swanson en uno de los grandes papeles femeninos de la historia- pretende retomar su lugar con fatales consecuencias; The Asphalt Jungle (John Huston, 1950), que involucra robos, traiciones y a Marilyn Monroe; El hombre equivocado (Alfred Hitchcock, 1956), con Henry Fonda convertido en un músico de jazz acusado falsamente de un crimen; The Killing (Stanley Kubrick, 1956), con un grupo de maleantes involucrados en un golpe de insospechados giros; o Touch of Evil (Orson Welles, 1958), donde vemos a Charlton Heston enfrentarse a la corrupción en la frontera entre México y Estados Unidos. Después de todo, el film noir siempre representó estar al margen de algo.
Otros filmes, posteriormente, repitieron aquella fórmula tan mágica como fatal en una suerte de revival que muchos han llamado “neo noir”: Chinatown (Polansky, 1974), que contó, incluso, con la actuación de John Huston; La conversación (Francis Ford Coppola, 1974); Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), Sospechosos comunes (Bryan Singer, 1995), Fargo (Hermanos Coen, 1996) o Road to Perdition (Sam Mendes, 2002). También tuvo eco más allá de las fronteras de Hollywoood, con ejemplos como las francesas Ascensor para el cadalso (Louis Malle, 1958) o El clan de los sicilianos (Henri Verneuil, 1969). Y es que, curiosamente, fueron franceses los responsables de acuñar el término Film noir –o cine negro- para darle uniformidad a un cine con tipos de personas, tramas y características visuales definidas, en el que también habían encontrado puentes con el suspenso que Alfred Hitchcock convirtiera en obra de arte. Críticos del Cahiers du Cinema –Claude Chabrol, Francois Truffaut, Jean-Luc Godard o Eric Rohmer- dieron solidez a una acepción vigente e inamovible hasta hoy. Finalmente, parafraseando a Humphrey Bogart al final de El halcón maltés, el film noir es “La materia de la que están hechos los sueños”.
Camino sin salida
No Sudden Move es la nueva película de Steven Soderbergh, estrenada recientemente en HBO Max. Evidentemente influenciado por el cine negro, con una variedad de personajes turbulentos entre quienes no faltan el de pasado oscuro, el que huye tanto de la justicia como de los colegas, el que traiciona, el chantajista, el capo siempre impune o la femme fatale, Soderbergh consigue emular a los grandes títulos del film noir en este ejercicio que cuenta con otro elemento llamativo, al convertirse en vehículo de lucimiento interpretativo para un actor afroamericano como Don Cheadle. En el cine negro no fue común este recurso. La gran mayoría de sus protagonistas eran mujeres y hombres blancos. Sin embargo, destacan dos excepciones entre sus títulos principales: No Way Out (Joseph L. Mankiewicz, 1950), protagonizada por Sidney Poitier y Odds Against Tomorrow (Robert Wise, 1959), con Harry Belafonte encabezando el elenco. No Sudden Move está ambientada en los años 50 y narra la historia de Curt Goynes (Cheadle), un delincuente recién salido de la cárcel que es obligado a colaborar con otros colegas que no conoce para obtener un preciado documento que tienta también a poderosos mafiosos. Actúan Benicio del Toro, Jon Hamm, Brendan Fraser, Julia Fox, Amy Seimetz, Kieran Culkin, Ray Liotta y David Harbour.
Otros clásicos similares para ver en HBO Max: Ciudadano Kane (Welles, 1942); North by Northwest (Hitchcock, 1959); ¿Qué Pasó Con Baby Jane? (Aldrich, 1962); Tener y no tener (Hawks, 1944); Touch of Evil (Welles, 1958).
VIDEO RECOMENDADO
TE PUEDE INTERESAR
- Netflix anuncia adaptación de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo
- Instagram se disculpa por borrar póster de la película de Pedro Almodóvar
- Tuve Covid-19, vivo con ansiedad, y fui al cine en su reapertura: esta es mi experiencia
- “Pequeña Felicidad”, cortometraje peruano, triunfó en el Festival Internacional Kinosaray