Esta historia se inicia el 7 de agosto de 1930, en Marion, Indiana. El discreto y pacífico lugar se vio repentinamente convertido en un infierno, tras conocerse que unos jóvenes afroamericanos habían asaltado con violencia a una pareja blanca. A pesar de que ya habían sido apresados, para la buena gente de Marion no era suficiente. Ingresaron a la cárcel del lugar a golpes de martillo en las paredes y, con la complicidad policial, atacaron salvajemente a los tres inculpados: Thomas Shipp, Abram Smith y James Cameron, de 18, 19 y 16 años. Les cayeron patadas, puñetes y golpes con objetos contundentes por parte de una masa desbocada –que, según los reportes, constaba de varios miles de personas-, ávida de venganza. Sobre la pareja atacada, se sabía que él había sido asesinado a balazos y ella golpeada y violada. Antes de que intervenga la justicia formal, el juicio de las masas dio un rápido veredicto, algo muy usual en varias zonas de Estados Unidos no solo contra afroamericanos que cometían delitos, sino contra cualquiera de ellos, por el solo hecho de serlo.
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Tras linchar a los jóvenes, los colgaron de un árbol. Cuando uno de ellos trató de zafarse y quitarse la soga del cuello, la multitud lo bajó y le rompió los brazos para que no pudiera volver a tentar su libertad. Una vez muertos, siguieron golpeando sus cuerpos como si no hubiera mañana. Cuando el menor de ellos iba a seguir similar destino, de entre la misma muchedumbre surgieron voces que conminaban su liberación, pues aunque había participado del asalto, se fue del lugar antes de que sus compinches asesinaran al muchacho blanco o atacaran a la chica. Ella, posteriormente, retiró la acusación de violación: nunca había sucedido. Satisfechos con la vida de los dos mayores, dejaron que el menor, James Cameron, volviera a su celda. Tras pasar 4 años en prisión y estudiar una carrera universitaria, Cameron se dedicó al estudio de la historia de los abusos raciales en su país, se convirtió en un reconocido luchador por los derechos civiles y creó el Museo del Holocausto Negro, inspirado en su símil judío.
Pasada la medianoche de aquel 7 de agosto, y tras terminar el linchamiento, un fotógrafo local, Lawrence Beitler, fue llamado para realizar una toma que, en pocos días, vendió miles de copias, a medio dólar cada una: dos hombres, con las ropas destrozadas y ensangrentados, colgaban inánimes de un árbol. Algunos testigos y participantes en la masacre, increíblemente, sonreían ante la cámara como si posaran en un carnaval, algún otro señalaba a los presuntos culpables. Así, quedaron inmortalizados en un suvenir de la muerte. La noticia recorrió el país. Mientras algunos mostraban su estupor, los afroamericanos temían por sus propias vidas: sabían que esa no sería ni la primera ni la última vez que algo así ocurriera, como si la decimotercera enmienda a la Constitución, que abolió la esclavitud en Estados Unidos en 1865, no se hubiera escrito jamás.
El origen de un himno
Tiempo después, Abel Meeropol, profesor, compositor y poeta de ascendencia judía y criado en el Bronx que firmaba con el seudónimo de Lewis Allan, quedó impactado tras ver la fotografía del horrendo suceso. Gente de todas las edades pasó en ella a la eternidad como parte de ese devastador testimonio del racismo que se vivía: según estimaciones bastante benévolas del Tuskegee Institute, 2 mil 833 personas fueron linchadas en Estados Unidos, entre 1889 y 1940. El 80% eran negros.
Meeropol, militante de izquierda y con una profunda conciencia social, sintió tocada su sensibilidad tras la visión de aquella imagen. Tuvo pesadillas y no durmió bien algunos días. Él sabía perfectamente que, por culpa de las Leyes Jim Crow, justificadas bajo el inconcebible argumento “separados, pero iguales”, los negros tenían asientos distintos en el autobús, problemas para votar, usaban baños distintos, entradas distintas a los hoteles y restaurantes, además de tener prohibido el ingreso a locales exclusivos para blancos. A pesar de que la ley decía lo contrario, en la práctica, los blancos seguían tratándolos como inferiores.
Southern trees bear strange fruit/ Blood on the leaves and blood at the root/ Black bodies swinging in the southern breeze/ Strange fruit hanging from the poplar trees (“De los árboles del sur cuelga una fruta extraña / Sangre en las hojas y sangre en la raíz/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraña fruta cuelga de los álamos”), fue la letra que nació de las pesadillas de Meeropol. “Escena pastoral del valiente sur/ Los ojos saltones y la boca retorcida/ Aroma de las magnolias, dulce y fresco/ Y el repentino olor a carne quemada/ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, para que los árboles lo dejen caer/ Esta es una extraña y amarga cosecha”.
La profundidad, el dolor expreso, la metáfora entre los frutos y los afroamericanos linchados y colgados, la fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en una canción necesaria, primero, en círculos y publicaciones de izquierda. Más tarde, gracias a la interpretación que la hizo famosa, se convertiría en la primera canción de protesta contra el abuso racial ampliamente conocida y se sentiría necesaria hasta hoy. Fue la primera que impactó en la cultura popular. Su nombre, Strange Fruit.
Entre amigos y en reuniones, la primera en interpretarla fue la esposa de Meeropol, Anne, pero la primera vez que el tema se cantó públicamente fue en 1938, cuando Laura Duncan entonó las tres estrofas de extensión de Strange Fruit en el Madison Square Garden, con motivo de un festival antifascista. En el público estaba Robert Gordon, trabajador del Café Society, un local progresista, integracionista y muy representativo del Nueva York de aquellos años. Gordon le sugirió a Barney Josephson, su propietario, que el tema podría ser también cantado por la joven estrella negra que brillaba allí cada noche: Billie Holiday, también conocida como Lady Day.
Sin embargo, existe otra versión. Según cuenta el escritor y periodista español Juanma Játiva, en su libro Billie Holiday: Jazz, fue el mismo Meeropol quien, como asiduo cliente del Café Society, se acercó con la letra –que originalmente era un poema- para proponerle a Josephson que la artista de su local la interpretara. Después de todo, Holiday no era una desconocida: había triunfado en el Teatro Apollo, cantado con éxito en varios locales conocidos de New York y grabado varios discos que tuvieron buenas ventas con músicos como Lester Young, Count Basie, Artie Shaw o Louis Armstrong.
Pero, al principio, Holiday duda. Ha hecho lo suyo con temas como Night and Day, My Last Affair (This Is), I Can´t Get Started, My Man, You go to My Head o He´s Funny That Way, pero esto era distinto. “De hecho, Billie piensa inicialmente que Strange Fruit no se ajusta a su estilo. Pero acaba por identificarse de tal manera con ella que llega a asegurar convencida: “Esta es mi canción” Y no sabe hasta qué punto irá ligada a su memoria…”, anota Játiva en su libro.
Una extraña y amarga cosecha
El 20 de abril de 1939, exactamente 82 años antes del momento en el que se escriben estas líneas, Billie Holiday entró en un estudio por cuatro horas para grabar el tema. Trompeta y piano la preceden por casi un minuto, hasta que aparece su voz, como una especie de lamento maravilloso que recoge el dolor de miles de hombres y mujeres sacrificados inútilmente por el racismo. Aquella voz parece impulsada por el mismo viento que agita aquellos “frutos extraños”. Es inevitable sentir un estremecimiento atravesar la piel desde que empieza: “Southern trees bear strange fruit/ Blood on the leaves and blood at the root”, hasta que termina: “Here is a strange and bitter crop”: “esta es una extraña y amarga cosecha”. Aunque Strange Fruit no fue uno de esos temas que se convierten en éxito de ventas apenas son lanzados, el tiempo le fue dando su propio lugar. En aquel entonces, Billie tenía solo 23 años. Tanto la canción como ella serían transformadas por el tiempo. Ambas se convertirían en ejemplos dolorosos de lo que era ser negro en la Norteamérica de aquellos días. El abuso y la persecución fueron haciendo sus interpretaciones de Strange Fruit cada vez más intensas.
Poco antes, en marzo de aquel mismo año, Billie Holiday había aparecido en el escenario del Café Society, un local que se hacía conocido como “el lugar equivocado para la gente correcta”, para realizar la mítica interpretación que marcaría un antes y un después en su carrera. Solo ella, su gardenia en el cabello y el local en absoluto silencio y oscuridad. Solo una luz tenue alumbra a la cantante, que inició su interpretación con los ojos cerrados. Poco más de 3 minutos después, cuando se encendieron nuevamente las luces, había desaparecido. Los 200 elegidos por el destino para estar esa noche allí –Meeropol entre ellos- guardaron silencio. Lo que habían oído estaba lejos de ser un estándar de jazz, una canción romántica o graciosa. Aunque al principio no supieron cómo reaccionar, tras algunos segundos los aplausos tímidos se convirtieron en sonora ovación.
“Para el público del Café Society, Strange Fruit supone una auténtica conmoción, un aldabonazo que convierte a Lady Day en una artista de culto, a la que ven identificada con sus inquietudes sociales y políticas. Se corre la voz y publicaciones como Life o Time reseñan su impacto”, cuenta Jativá en su libro sobre la artista, lo que permite medirla en otra magnitud.
Por su parte, Dorian Lynskey, en su libro sobre la canción de protesta “33 revoluciones por minuto”, escribe: “(Strange Fruit) No era, ni mucho menos, una canción para cada ocasión. Infectaba el aire de la habitación, cortaba la conversación como piedra, dejaba las bebidas sin tocar, los cigarrillos sin encender. Los clientes aplaudían hasta que les dolieran las manos o se marchaban disgustados”.
Cuando tiempo después Holiday llegó a Europa, el multifacético Boris Vian, también músico y crítico de jazz, describió muy a su estilo el impacto que sintió al verla cantar: “Voz de gata provocativa, inflexiones audaces, choca por su flexibilidad, su ductilidad animal -una gata con las uñas metidas, los ojos medio cerrados- o, para hacer una comparación más brillante, un pulpo. Billie canta como un pulpo. Esto no es tranquilizador, en principio. Pero cuando se les aferra, es con ocho brazos. Y no los suelta ya.”
La dama canta el blues
París era una fiesta y Billie esperaba lo mismo al volver a su país. Sin embargo, no fue así. En cualquier sociedad que se jacte tan cotidianamente de ser la “tierra de la libertad”, una canción como Strange Fruit hubiera sido unánimemente aplaudida, respetada por políticos de distintas veredas, convertida en llamado a la conciencia de toda una generación en los más de 50 estados de la unión. De alguna manera igual lo fue, pero sin la colaboración de los gobiernos de Roosevelt, Truman o Eisenhower. Ni demócratas ni republicanos querían saber nada con la canción, mucho menos con aquella cantante que había osado desafiar al establishment interpretándola, incluso, en los territorios del sur, usualmente más hostiles con los afroamericanos. De este modo, se emprendió un acoso y persecución constantes contra ella que marcarían su vida, incluso desde antes de su visita a París. Su afición a la marihuana, el alcohol o la heroína, además de mellar su talento y lucidez, les pusieron el trabajo más fácil a las autoridades. Intercaló viajes y shows inolvidables con penurias económicas y artísticas, ya que algunos lugares se negaban a contratarla, otros condicionaban que no cantara Strange Fruit, mientras sus parejas le desplumaban sus ingresos y hasta su licencia para poder cantar corrió peligro. Todo eso y mucho más es lo que cuenta The United States vs Billie Holiday, el filme de Lee Daniels (Antes responsable de Precious (2009) o El mayordomo de La Casa Blanca (2013)) que tiene como protagonista a la también cantante Andra Day. Su desgarradora interpretación obtuvo ya un Globo de Oro y es seria candidata para el Oscar. En una edición como esta, en la que las luchas por los derechos civiles se manifiestan en varias películas, quizás el premio a Day sea también una reivindicación póstuma para Holiday.
“Cantarla me afecta tanto que me pone enferma. Me deja sin fuerzas”, confesó en su autobiografía, Lady Sings the Blues, aunque varias de las historias que cuenta allí fueron refutadas por otras fuentes e investigaciones. Quizás Holiday no lo hizo intencionalmente o porque las drogas y el alcohol ya hubieran minado demasiado su memoria. Tras la vida dolorosa y agitada que le tocó tener, quizás era un consuelo ya interiorizado el recordar su vida mucho mejor de lo que realmente fue. Después de todo, Estados Unidos nunca la trató como realmente mereció.