“Gracias a Dios existen los franceses”, decía Woody Allen en la última línea de “Hollywood Ending” (2002). En la cinta, encarna a un cineasta en desgracia cuyo último filme, caótico e ilegible, resultó imposible de estrenar en Hollywood, pero que en tierras galas se consideró la cúspide de la originalidad creativa. Si bien puede parecer extraño usar un chiste al escribir sobre Jean-Luc Godard, cuyo suicidio asistido nos conmovió la mañana de ayer, no resulta forzado: pocos como el eterno ‘enfant terrible’ de la Nueva Ola francesa supieron aprovechar el humor negro como arma para la provocación.
Allen bromeaba a propósito de la sobrevaloración del cine de autor en Europa, encarnando un personaje que, bien mirado, podría ser el mismo Godard, alabado y criticado por las mismas razones: su hermetismo, su narración nebulosa y fragmentaria, su complejidad conceptual. Por eso era muy común que, en sus conferencias de prensa en festivales, los periodistas incidieran en el tópico de preguntarle “qué había querido decir” con cada uno de sus filmes. Y sus respuestas solían sorprender a quien creía que hay solo una forma de narrar el cine: Godard hablaba de democracia, de solidaridad, de religión, de luz, de música, de incomunicación, de amor o de sueños. En efecto, sus películas eran reflexiones sobre todo eso y, al mismo tiempo, una personal búsqueda de nuevas e ignoradas formas.
Habiendo despedido en poco más de diez años a creadores como Claude Chabrol, Alain Resnais, Jacques Rivette, Agnès Varda o Éric Rohmer, podríamos decir que con la partida de Godard se cierra el cine de vanguardia del siglo XX. La Nouvelle Vague tuvo al cineasta franco-suizo como centro de una rebelión contra el cine clásico, detonada en los años sesenta con filmes como “Sin aliento”, “Vivir su vida” y “Pierrot, el loco”, que desafiaban la narrativa convencional con su provocador realismo de raíz brechtiana, rompiendo la llamada “cuarta pared” y revelando con ello lo artificioso de su arte. Sobre él, su colega Martin Scorsese diría a propósito de su confesa influencia: “Solía pensar en Godard y Antonioni como los grandes artistas visuales modernos del cine, grandes coloristas que componían fotogramas de la misma manera que los pintores componían sus lienzos. Sigo pensando que es verdad, pero también me conecto con ellos en lo emocional”.
Con “La Chinoise” (1967), el cine de Godard se impregna de retórica revolucionaria, aunque con lúcidos matices que lo alejan del panfleto. Imposible olvidar a la joven revolucionaria encarnada por Anne Wiazemsky, de chaleco estilizado y cuello de tortuga, quien debate en un tren con un joven filósofo interpretado por Jean-Pierre Léaud. Godard acuna la belleza de la joven de 20 años con la música de Vivaldi, mientras ella habla de destruir las universidades, leer a Mao y detonar bombas mientras el filósofo va desarmando su lógica subversiva con sencillas y lacónicas preguntas que fragmentan su verborrea revolucionaria. En aquella escena confluye el ideal revolucionario con la ingenuidad, narcisismo y superficialidad de una generación, un año antes del estallido del Mayo francés.
Pensábamos que Godard era eterno. Con una producción de más de un centenar de obras, entre documentales, largometrajes y cortos, el cineasta continuó activo hasta sus últimos años, mostrando experimentos aún más radicales que sus inicios, como son “Un filme socialista” (2010), “Adiós al lenguaje” (2014) y “El libro de imágenes” (2018), donde se permitió fragmentar la imagen y el sonido utilizando la tecnología del 3D, herramienta propia del cine de entretenimiento, para enfocarse en nuevas dimensiones de lo cotidiano.
Woody Allen da en el clavo: gracias a Dios existen los franceses.
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