En su obra maestra “Soldados de Salamina”, Javier Cercas cuenta cómo Rafael Sánchez Mazas, ideólogo del falangismo en plena Guerra Civil española, huye de un fusilamiento colectivo y se refugia en un bosque cercano. Es hallado entre los matorrales por un soldado republicano que, en una decisión insólita en medio de tanto horror y barbarie, le perdona la vida y lo deja ir. El episodio marca la existencia posterior de Sánchez Mazas, como ocurre cuando un enemigo mortal siente compasión por su adversario. Más aún en este caso, en el que ni siquiera se sabe su nombre o qué fue de él después de aquel acto de grandeza.
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Algo muy similar le ocurrió a Lurgio Gavilán (Ayacucho, 1973), quien, apenas siendo un niño, era militante de Sendero Luminoso en el sector más convulso de la zona de emergencia. Sus compañeros fueron emboscados por militares y ronderos, quienes los eliminaron sumariamente. Cuando le tocó el turno a Gavilán, un oficial ordenó detener el fuego. Este hombre lo llevó al cuartel, lo cuidó, lo hizo estudiar y se convirtió en una figura casi paterna. Unos meses después fue trasladado a otra región y el pequeño Lurgio nunca supo más de él. Al igual que Sánchez Mazas, Gavilán no sabe el nombre de su salvador. Solo recuerda su apodo: teniente Shogún. Treinta años después, ya convertido en un antropólogo y escritor reconocido, decide escribirle una larga epístola para contarle su vida, sus reflexiones sobre aquella época trágica en la que se conocieron y sobre cómo su sombra ha permanecido y guiado sus ideas y acciones, que lo trasladaron del terror y la orfandad a una serena y milagrosa redención.
“Carta al teniente Shogún” es un libro conmovedor, limpio, sin dobleces ni ambigüedades, donde los hechos que se enumeran, muchas veces espeluznantes, son narrados con esa verdad lírica que solo es posible aprehender desde la inocencia y la apertura de corazón propios de la infancia. En ese sentido, es un texto arguediano en el que abundan las epifanías con los ríos y árboles del entorno, en el que los animales son mensajeros de la felicidad y la desdicha humanas (ahí está, por ejemplo, la chiririnka, el insecto que “danza delante de la muerte”), y la civilización es un cáncer que horada y denigra la belleza sagrada de las montañas, campos y el cielo del Ande. El lenguaje que Gavilán ha empleado para confeccionar su carta es fundamental para este propósito: por tramos las confesiones e ideas vertidas adoptan la forma de una prosa poética musical e implacable que nunca se retoriza ni decae, aunque el riesgo de que sucediera en una empresa como esta era muy grande.
Si desde el punto de vista literario nos encontramos ante un libro intenso y poderoso, su valor documental no es menor. Gavilán nos obsequia un testimonio detallado y valiente sobre los años que padeció en ese Ayacucho que se había convertido en un depósito de cadáveres. Tiene la ventaja, además, de ofrecer su visión de parte desde ambos bandos en conflicto, sin relativizar las responsabilidades y crímenes de ninguno. Pero quizá lo más admirable sea que, a pesar del sufrimiento, las humillaciones y la pobreza que experimentó, Gavilán cuenta todo esto sin que el rencor o el odio empañen su alma y sus palabras: hay en estas páginas un agradecimiento sin límites y una alegría de vivir esa “vida fugaz” que el misterioso teniente Shogún le permitió seguir gozando. Este libro debería ser obligatorio en todos los colegios del país: tal vez leyéndolo las siguientes generaciones desechen por fin los estigmas y la desconfianza que todavía nos hieren y nos impiden escucharnos, entendernos, reconciliarnos.
DATO5/5Autor: Lurgio Gavilán. Editorial: Debate. Año: 2019. Páginas: 112. Relación con el autor: ninguna.