No muchos saben que la primera lectura en público de un joven Mario Vargas Llosa fue tan desastrosa como traumática para él; o que, a inicios de los años 80, Yola Polastry tuvo un encuentro con Mick Jagger en Iquitos, del que no ha ahondado en información; o del día en que Jaime Bayly, en una firma de libros, tuvo que sonreírle a una emocionada señora que le puso sobre la mesa un ejemplar pirata.
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De esa obsesión por el lado B de la historia “oficial” es que se nutre el libro “Causas y azares” (Debate, 2020), del investigador Luis Rodríguez Pastor. Una obra que, como señala su subtítulo, reúne “cien anécdotas de personajes peruanos del siglo XX”. Así se juntan César Vallejo, Yma Súmac, Teófilo Cubillas, Javier Pérez de Cuéllar, Victoria Santa Cruz y más figuras. Todas con historias narradas en sus propias voces.
¿Crees que la anécdota debe analizarse solo en su condición aparentemente superficial o ligera? ¿O en el fondo es un recurso que puede hablar mucho más de la esencia del personaje que la protagoniza?
La anécdota atraviesa tesituras e instancias. La más inmediata es la mirada superficial, pero las posibilidades son inagotables y es lo que he procurado explorar. El libro es un recorrido por el Perú del siglo XX, pero es también un recorrido por las diversas rutas que puede tomar la anécdota: desde el humor y la paradoja, pasando por la ternura, la zozobra, la indignación o la rabia. Como afirma Federico Camino en el epílogo que ha escrito: “Hay que desconfiar de la aparente superficialidad de una anécdota, de su supuesta contingencia, marginalidad y carácter aleatorio, que muchas veces no sea tomada en serio como documento histórico”. La anécdota es la punta del iceberg: acusa el efecto, señala el síntoma, pero también abre la puerta para indagar las causas.
En el prólogo explicas por qué decidiste dar cuenta de las anécdotas tal como fueron contadas por sus protagonistas, en primera persona. ¿En ningún momento te tentó narrarlas tú?
Desde el inicio tuve claro que la voz tenía que ser la de los protagonistas o testigos: una anécdota vale por lo que se cuenta, pero sobre todo por quién la cuenta y cómo. No hay punto de comparación que yo te cuente que a Victoria Santa Cruz la discriminaron sus amigas cuando niña a que sea ella misma quien narre ese acontecimiento fundacional en su vida porque le hizo descubrir lo que significa ser negra en el Perú; o que el único sobreviviente de la matanza de los penales cuente lo que escuchaba en pleno holocausto, yacente, rodeado de cadáveres. Ese nivel de subjetividad le da a la anécdota un poder narrativo que no solo cautiva, sino que nos sumerge en la mirada de cada personaje, asumir su punto de vista, mantener vívido el hecho, así haya ocurrido hace cien años.
En su libro “Nuevo museo del chisme”, Edgardo Cozarinsky dice que “la ‘verdad’, que tanta dignidad confiere a la historia, es apenas la ausencia de contradicción entre las versiones recibidas de un hecho”. ¿En alguno de los cien casos reunidos te topaste con algún tipo de contradicción?
No he incluido ninguna anécdota que me conste que sea falsa. Pero hay que tomar en cuenta que este es un libro de versiones, no de verdades. Eso no lo convierte en un teléfono malogrado, porque cada versión está sustentada en una fuente específica a la que podemos –debemos–remitirnos. Ahora, si bien la anécdota debe ser real para tener valor, la frontera entre la realidad y la ficción suele ser tan delgada que, para el caso particular de la anécdota –en cuya inmensa fuerza se funden lo histórico y lo literario–, esta se disuelve.
¿Hubo alguna anécdota que dudaste en incluir o decididamente elegiste dejar fuera? Por la razón que fuera: pudor, inseguridad, temor, lo que sea.
Mi filtro no ha pasado por el contenido sino por la calidad. El principal criterio para seleccionar cada historia ha sido su poder narrativo: en tanto esté bien contada y sea verosímil, la anécdota puede llegar a ser tan representativa de un personaje o acontecimiento que se convierte en epítome. Como señalo en el prólogo del libro: “Cada voz viene con su respectiva plusvalía”, es decir, cada perspectiva viene acompañada por sus propias filias y fobias, ya que en este libro lo que me interesa no es suscribir sino descubrir.
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Tres anécdotas del libro “Causas y azares”
Blanca Varela. Poeta
“De niña yo leía mucho, cualquier cosa, porque en casa no me prohibían la lectura de nada. Recuerdo que le conté al cura que había leído ‘Nana’. Yo tenía doce años. Entonces, él me dijo: ‘Es un libro asqueroso. Ahora vas a ir a tu casa y vas a quemarlo’. Y entonces yo le dije: ‘No puedo quemar libros. Los libros no se queman’. Y él me contestó: ‘No te voy a dar la absolución hasta que lo quemes’. Como no lo quemé, nunca más volví a misa”.
Caitro Soto. Músico
“También recuerdo que por 1971 Chabuca estaba en España, adonde había ido a arreglar unas regalías. Yo llegué con Perú Negro, averigüé cuál era su hotel y la llamé. Me invitó a tomar lonche ese mismo día y, al llegar a la recepción, pregunté por Chabuca y dije que era de parte de su hijo. El que atendía le dijo: ‘Acá hay un moreno grandazo que dice ser su hijo’. Ella le contestó: ‘No es moreno: es negro, y sí, sí es mi hijo’. ¡Ay! Chabuquita se pasaba, era linda.”
Javier Pérez de Cuéllar. Político y diplomático
“Tuve una experiencia especialmente grata. Al fin de un concierto en Belgrado en el que había escuchado una brillante sinfonía de Gustav Mahler dirigida por Lorin Maazel, en medio de una ovación, me acerqué al brillante director, de quien me hallaba a solo unos pasos, para felicitarlo. Sin reparar en el micrófono, le dije: ‘¿Cuánto quisiera tener su mágica batuta para lograr que los miembros de las Naciones Unidas entonen armoniosamente un himno a la paz’. Para un sorpresa, se originó un renovado aplauso de los asistentes, pues gracias a los micrófonos habían escuchado mi comentario”.
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