Confiesa que él y los poetas de su generación sempre han vivido la bohemia, pateado la calle, sin pensar en el futuro. Es cuando la poesía resultaba más vitalista, cuando parecía estar escrita por hombres y mujeres inmortales. Sin embargo, la inmortalidad termina cuando uno empieza a pensar en la muerte. Y hace algunos años, a raíz de la ausencia de amigos muy queridos, Enrique Sánchez Hernani (Lima, 1953) empezó a tomar en serio su advenimiento.
Piensa, por ejemplo, en su gran amigo Tulio Mora, muerto en enero del 2019 a causa de un cáncer pulmonar. Su ausencia le impulsó a escribir poemas que no tenían que ver directamente con el amigo a quien visitaba regularmente, pero sí con palabras como enfermedad, peste, dolor, hospital. Y en el proceso de escritura una pandemia sorprende al mundo. Cómo no traer a colación la socorrida idea de Arthur Rimbaud, el precoz genio de la poesía simbolista, quien apuntaló al poeta como un vidente, un ente capaz de vislumbrar el futuro a base de provocar un desarreglo de los sentidos.
Sánchez Hernani se asustó, lo confiesa. Desconcertado, llamó a Jorge Pimentel, su colega y también cómplice de Tulio Mora. “Él tiene la teoría de que la poesía nunca miente. Pimentel sí cree en la capacidad de vaticinio de la poesía”, recuerda el poeta, comentando una conversación larga, desquiciada y surrealista por teléfono. Dos veteranos poetas intercambiando experiencias en medio de la incertidumbre allá fuera. Ya instalada la pandemia en nuestra vida cotidiana, Sánchez Hernani comenzó a escribir los poemas de la segunda parte del libro. Así surge “Parábola de las ideas impuras”, sabio y conmovedor libro de profecías autocumplidas.
La pandemia no vino de golpe, sino que nos llegó como un rumor de noticias lejanas. ¿Cómo fueron tus primeros atisbos?
Como todos, lo que daban los medios de comunicación. El desconcierto inicial, incapaces de saber la magnitud del evento. Nadie podía predecirlo. Luego, el encierro al que nos condujo el gobierno para evitar la propagación de la peste. Las noticias eran muy poco claras, basadas en rumores. El primer momento en que me asusté fue cuando aparecieron los caminantes, migrantes que habían llegado a Lima que, al ver cerradas todas sus posibilidades, decidieron volver caminando a su tierra, cargando sus humildes bártulos. Además, yo estaba acostumbrado a vivir muy cerca de mis nietas, y por una cosa del destino, pasaron la cuarentena en una casa de playa en el sur. Y dejé de verlas. Igual que a mi nieto, que iba todos los viernes a verme a la casa. Ellos eran mi sostén espiritual. Pero procuré ser valiente. Felizmente había el teléfono para verles las caras.
¿Vivir la incertidumbre permite o imposibilita escribir poesía?
Yo ya venía de tomar una decisión. De ser un lector omnívoro me había convertido en un lector selectivo. Leía solo poesía. Los fondos de mi jubilación no me permiten comprar libros de forma indiscriminada. Y con ayuda de libreros amigos, comencé a descubrir a las poetas estadounidenses y canadienses. Siempre me gustó Anne Sexton y las poetas de su generación. Pero después descubrí a Anne Carson, la enorme poeta canadiense, y me quedé absolutamente maravillado. Admiro también a las poetas beatniks, poco leídas porque fueron los varones los más conocidos, pienso en Mary Fabilli o Joyce Johnson, por ejemplo. Cuando vino la pandemia, ya estaba con la disciplina de escribir, ya venía “con viada” para decirlo deportivamente. Traté de serenarme, pero el encierro producía malestar, claro. La separación de los amigos, de la familia, producían nostalgia y dolor. Saber que la gente empezaba a enfermarse, mientras el presidente aparecía como un padre compasivo. Todo ello era una atmósfera de sobresalto. Vengo de una generación que ha vivido en la calle. Mucha bohemia, largas caminatas por las calles de Lima, y de un momento para el otro, el encierro. Pero pude escribir este libro porque tenía el empuje inicial y porque la poesía, a diferencia de la narrativa que requiere más técnica y control, no requiere muchas veces de plan. Una cosa te sugiere la otra. La realidad te lanza preguntas e ideas que en el camino van transformándose. Cuando ya el libro estaba en la imprenta, añadí tres poemas más. Y desde entonces, decidí no escribí más sobre la muerte. Cancelé el tema. No se puede estar pensando siempre en esta hostilidad permanente.
El libro está marcado por una visible actitud contemplativa. El poeta siempre tiene una ventana (o una pantalla) para ver el mundo, en permanente escucha de los pájaros de la calle. ¿Esta actitud supone un cambio en tu poesía?
Es acertada tu apreciación. La contemplación tiene que ver con asumir los 69 años que tengo. No me considero un viejo, pero sí soy una persona mayor. Los episodios de mi historia personal me han servido para reflexionar. La profesión de periodista me ha permitido conocer infinidad de personas, dramas, alegrías, y eso te alimenta. Soy consciente de la finitud de la vida. Y el haber descubierto un mundo nuevo de poetas, ha hecho que reflexione más sobre la palabra. Ahora escribo sin prisa, leo y releo. Tengo mayor cuidado con el lenguaje, ya sin la presión de la chamba.
“Con qué finalidad alguien hace un inventario/ sino para verse de frente o cabizbajo/ todo parchado de miniaturas inútiles...” escribes en el poema “Enigma de las misceláneas”. ¿Es para ti la poesía una forma de redactar un inventario personal?
Escribí ese poema con ese motivo. Me di cuenta de que en toda mi vida no he reunido más que libros y discos. Nunca me he preocupado por la ropa, por tener un auto del año, comer en lugares de moda o coleccionar relojes. Me pongo a pensar para qué uno hace esos inventarios. La gente aplaca sus penas comprando. La idea de acumular para algunas personas resulta una especie de bálsamo, de mitigación del dolor.
“Todos dudan en escribir algo que tenga cierto tino /por lo menos un poco de gracia/ muy difícilmente una pizca de sabiduría... escribes en otro poema. ¿Cuan escasos en estos tiempos son estos valores?
Quizás porque estuve cerca del taller de poesía que dictaban en los años 70 Marco Martos e Hildebrando Pérez, en San Marcos, entendí con seriedad el oficio de escribir. Esa reflexión nace a propósito de dos cosas: un gran amigo mío me comentó que, por el encierro, se había dedicado a escribir poesía. “¡Estoy escribiendo un poema diario!” me decía. Y me los mandaba para que los lea, hasta que le pedí que se detenga. No estaban malos en realidad, pero tenían los errores de quien no tiene grandes lecturas de poesía. Los que no leen mucho cometen muchos errores. No es lo mismo leer a Campoamor que leer a Pound. De otro lado, veo en las redes la cantidad de muchachos que quieren ser poetas y que se aplauden entre ellos. ¡Es asombroso! No sé por qué lo hacen, pues sanch. Yo no conozco a muchos novelistas que salgan a presumir que lo son en Facebook, debe ser porque eso sí parece ser mucha chamba. Pero de la poesía crees que se trata de organizar unos cuantos versitos cortos. Para escribir, debes tener algo que decir. De lo contrario, solo es vacío.
Hay un poema muy divertido en tu libro. En “Sobre el encierro se dispersa”, el poeta habla de sí mismo pero también de como los amigos viven la pandemia a su manera.
Casi todo lo que está escrito allí son cosas reales, solo reescritas para que funcionen en un poema. Con el grupo de amigos con el que me comunicaba hablábamos de cómo les estaban yendo las cosas, como el encierro nos hacía ver cosas. Por ejemplo, mi amigo el pintor Enrique Polanco un día me llama y me dice “He visto platillos voladores dos días seguidos”. “¡Qué cosa estás chupando!”, le dije. “¡No, yo ya dejé de beber!”, me respondió (ríe). Como yo, él también tiene un nieto al que dejó de ver por la pandemia, y que solo pudo abrazar seis meses después, emocionadísimo. El arte de escribir poesía, aparte de leer, ser muy autocrítico y buscar las palabras precisas, tiene que ver con el desorden de los sentidos. La imaginación narrativa tiene que mantener la verosimilitud, en cambio, la imaginación poética es un caos: te permite cualquier barbaridad, es producto del desorden en tu cabeza.
Para terminar, rematas el libro con un poema optimista, donde afirmas que la pandemia se irá, que la vida va a continuar. ¿Uno está condenado a ser optimista?
Esta crisis sanitaria hace necesario ser optimista. No puedo ser pesimista y condenar a mis nietas a morir. Estoy obligado a ser optimista. Felizmente, hay atisbos de que habrá una medicina para esta enfermedad, aunque no sabemos el plazo. Personalmente, hace años que he dejado de preocuparme por mí. Me preocupo solo por mis nietos, que ellos puedan llegar a viejos como yo, habiendo alcanzado cierta plenitud. Eso es lo que quiero.
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