Aunque esta será su primera visita al Hay Festival de Arequipa, la filóloga y escritora española Irene Vallejo tiene una relación muy especial con el Perú. Registra dos viajes previos, acompañada por su padre, buscando las huellas de una literatura que ambos aman: los cuentos de Ribeyro, los poemas de Varela, las novelas de Arguedas y de Mario Vargas Llosa. Comparte orgullosa el apellido con nuestro mayor poeta y, medio en broma, medio en serio, dice que piensa falsificar, como los falsos nobles de antaño, un árbol genealógico que la vincule con el vate.
En su libro “El infinito en un junco”, cuenta que sus padres se enamoraron en el momento en que él le regaló una copia de “Trilce” a su madre. “De alguna manera, siento a Vallejo como un abuelo o bisabuelo mío. Sin su intervención, yo no habría nacido”, comenta divertida. “César Vallejo es algo más que un autor en nuestra biblioteca. Es casi una clave de conversación: mi madre muchas veces cita sus versos como parte de un código secreto compartido”, explica.
Para Irene Vallejo es una gran ilusión volver al Perú como escritora. La respalda un libro notable, traducido a 35 idiomas, celebrado por la crítica y devorado por el millón de lectores que hasta el momento se registran. “El infinito en un junco” se centra en la historia de dos ciudades, Alejandría y Roma, para descubrirnos la historia del libro y su desarrollo tecnológico. También explora la tradición del Oriente Próximo, con Mesopotamia como el más antiguo testimonio de escritura. A Vallejo le interesa pensar el libro en sí mismo, resultado de las aportaciones de diversas culturas, incluyendo los quipus prehispánicos y los códices mesoamericanos.
—Te han hecho muchas entrevistas partiendo de la misma pregunta: inquieren por el fenómeno de tu libro con sorpresa, como si resultara increíble que un volumen sobre el amor por los libros pudiera tener tal éxito, mientras las nuevas tecnologías suponen el fin del libro en papel. ¿Cuál es la razón de ese pesimismo? ¿Por qué queremos enterrar algo tan vivo como el libro?
El pesimismo cultural es una constante desde el principio de los tiempos. He podido encontrar textos en Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma que hablan de la decadencia. Testimonio de personas que pronostican el fin de la cultura, que sienten que la creación, la literatura, el teatro, la música no es como solía ser. Esto parece responder a una especie de patrón neurológico, que en épocas de revolución tecnológica se manifiesta de una manera mucho más contundente. Sucedió con la invención de la escritura, con el redescubrimiento europeo de la imprenta, y sucede ahora con la revolución tecnológica de Internet y las pantallas.
—¿Y cómo enfrentas estas tendencias apocalípticas?
Somos poco conscientes de la ceguera tras esas afirmaciones. Vivimos el momento en que más libros se publican, hay más bibliotecas, el porcentaje de la población alfabetizada no tiene parangón. Estamos pasando por alto los hechos más positivos en la historia de la humanidad, pero pensamos que nos asomamos al abismo. Cuando empecé a escribir “El infinito en un junco”, casi todos los expertos hablaban convencidos del fin de los libros y la lectura. Que las pantallas y las nuevas formas de ocio iban a acorralar el viejo hábito de leer. Como estudiosa de la historia de los libros, yo tenía otro relato para compartir: la insospechada supervivencia de este objeto frágil, que a lo largo del tiempo ha sido capaz de superar el hundimiento de imperios, guerras, saqueos, incendios, inundaciones, pobreza, analfabetismo, censura... Todas las tormentas y mareas del tiempo. Y quería contar la crónica de esas personas que hicieron inauditos esfuerzos para salvar libros. La existencia de los libros ha sido para la humanidad la garantía de que todo lo que somos no se va a desvanecer en el olvido.
—¿Cómo imaginas el futuro del libro?
Pese a todo ese derrotismo, la realidad es que el libro electrónico no parece que vaya a sustituir a los viejos libros tradicionales. Me parece que el futuro será la coexistencia de distintos formatos, algo que no es nada nuevo, ha sucedido en otras épocas. Los libros son objetos casi perfectos. Umberto Eco los consideraba semejantes a la rueda o las tijeras, porque son muy difíciles de mejorar. Las nuevas tecnologías tienen el enemigo dentro: la obsolescencia programada. Por el contrario, los libros fueron creados en una época en la que durar era una cualidad esencial. Por eso podemos seguir leyendo manuscritos copiados hace dos milenios, pero no podemos acceder a formatos de archivo y a objetos tecnológicos como los disquetes, los CD o apenas los DVD.
—En tu libro, reflexionas sobre la conexión entre los textos y los textiles. ¿Cuán profundo es este vínculo?
Mucho. Muchas etimologías permiten reconstruir un origen que relaciona el telar, las ruecas, la costura, la metáfora del hilo, con la narración de historias. Hay una proximidad que se manifiesta en casi todas las culturas, y que evidentemente, también se encuentra en los quipus del mundo incaico.
—En ese caso, la proximidad no es metafórica...
Es muy real. En muchas culturas, la creación de determinados patrones, sean tapices o piezas de telar es una forma de narrar historias. El telar de cintura se convierte también en una metáfora de dar a luz, relatar una historia o plasmar una visión del mundo.
—¿”El infinito en un junco” es, en el fondo, un tratado sobre la tecnología. Hoy, a todos nos gusta leer sobre ella...
A mí, como escritora, siempre me ha interesado el cuerpo como tema. De alguna manera, concebí este libro como la historia del cuerpo, de la corporalidad de las palabras y de los relatos. Cuando nos referimos a un libro, solemos pensar solo en la obra que contiene. No en su materialidad, su gramaje, diseño, maquetación, ilustraciones, la supervivencia de sus materiales. Todas esas cuestiones son importantes ahora y fueron esenciales en la antigüedad. Entender esa dimensión material y política de los libros es importante. El libro nació como un objeto de lujo, al alcance solo de emperadores, reyes, aristócratas y sacerdotes. A través de la tecnología, ese objeto va encontrando su camino a la democratización, se hace asequible a un número creciente de personas en las sociedades letradas. Todos esos temas son muy importantes porque nos ponen ante el espejo de lo que sucede en nuestra época. No me interesa la historia como mera erudición, como despliegue de datos y conocimientos. Cada uno de los datos y las historias que seleccioné están en mi libro porque nos explican también aspectos de nuestro mundo contemporáneo. Quería que fuera una bitácora del hoy, a través del viaje hacia el pasado. Indirectamente, es también una reivindicación del papel de las humanidades en este mundo tecnológico. La tecnología es el vehículo, pero las humanidades son el contenido, la sustancia.
—¿Los propios académicos, construyendo discursos para ser leídos entre ellos mismos, son en parte responsables de la actual crisis de las humanidades?
Escribí literatura académica durante el tiempo que me dediqué a la investigación y a la enseñanza. Creo que deben existir ambos tipos de publicaciones. Al final, la investigación universitaria reúne los datos, las informaciones, es donde se desafían los lugares comunes. Ese tipo de investigación es muy útil y necesaria, es el sustento del conocimiento. Pero después hay un segundo paso: reelaborar todo ese conocimiento en términos asequibles, ágiles y narrativos para un público más amplio. Pero esa segunda faceta ha sido descuidada. Quizá estamos fallando todos. No estamos encontrando los caminos de comunicación entre la academia y la sociedad, y no nos hacemos presentes en las polémicas y debates tan acalorados que tienen lugar en las redes sociales, en nuestros parlamentos y en nuestra sociedad. La divulgación no es una simplificación o un refrito de los conocimientos especializados. Es una forma de trazar una perspectiva de conjunto y hacerla comprensible, integrarla en los engranajes de los grandes debates actuales. En la medida en que eso se pudiera hacer bien, se cuestionaría menos el papel de las humanidades.
—En el momento en que adquirieron protagonismo para la cultura, Alejandría y Roma eran ciudades recién fundadas. ¿Cómo urbes sin memoria terminan siendo focos de civilización?
Un ingrediente muy presente en las primeras grandes bibliotecas y colecciones de la historia es la megalomanía. Desde Alejandro Magno o el proyecto de Julio César de fundar las bibliotecas gemelas, todo aquello está muy asociado al intento de nuevos imperios de revestirse de autoridad cultural y establecer su dominio a través de los libros. El hecho de que los libros hayan sido un botín, que su robo simbolice el paso de la capitalidad de un imperio a otro, es muy interesante. Que ahora se sigan saqueando o bombardeando bibliotecas en conflictos bélicos tiene mucho que ver también con la destrucción simbólica del enemigo.
—¿Eso sucede en la actualidad?
Cuando una ciudad nueva quiere asentarse como centro de poder y quiere hacer manifiesta esa transferencia desde los viejos centros, lo hace a través de la cultura. Sucedió con la transferencia de París a Nueva York, del antiguo continente al Nuevo Mundo, en la posguerra. ¿Cómo se hizo? Pues con una nueva industria del cine o el coleccionismo de arte contemporáneo. Las nuevas ciudades necesitan entroncar con una memoria y una tradición para afianzarse al mismo tiempo que representan lo contemporáneo. En este crisol se funda el prestigio de las ciudades.
—Nuestra cultura vive una obsesión por las listas. En tiempos de abundante producción, ¿es necesario un canon? ¿Resulta discriminador o es una necesaria guía?
Tenemos una relación muy convulsa con las listas y los cánones. Las necesitamos y las aborrecemos al mismo tiempo. En el mundo antiguo, las listas se necesitaban porque había que movilizar muchos recursos para garantizar la supervivencia de ciertas obras y era necesario demarcarlas claramente. Las listas nacen en el mundo antiguo para salvar y preservar, pero discriminando en función de los prejuicios y los conceptos de valor de la época. Siempre ha sido así. En el presente, la importancia de las listas no tiene que ver con la supervivencia de los clásicos, sino para encontrar un alivio dentro de catarata de novedades que llegan constantemente a las librerías. Estamos constantemente intentando seleccionar lo mejor, lo imprescindible, aquello que deberíamos haber leído, visto o disfrutado “antes de morir”. Al igual que los antiguos que escogían sus siete maravillas del mundo, nosotros decidimos cuáles son los destinos turísticos, las películas, las series, la música que debemos ver. Odiamos las listas, pero las necesitamos. No dejamos de plantearlas, de discutirlas, aunque nos enfurezca que haya quedado fuera tal o cual. Como objeto cultural, las listas son una manifestación muy reveladora, no tanto del valor artístico de las obras elegidas, sino de los criterios y las mentalidades de quienes las elaboran
- La décima edición del Hay Festival Arequipa se celebrará del 7 al 10 de noviembre del 2024. Contará con 96 actividades y 100 participantes procedentes
- Desde su título, “El infinito en un junco”, nos recuerda la importancia de los papiros como la tecnología que definió la concepción de los primeros libros.
- Irene Vallejo Moreu nació en Zaragoza, España, en 1979. Es doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia.
- Actualmente se dedica a la divulgación del mundo clásico impartiendo conferencias y cursos. Colabora con los periódicos “Heraldo de Aragón” y “El País”, donde mezcla la actualidad con enseñanzas del mundo antiguo.
Autor: Irene Vallejo
Editorial: Siruela
Año: 2019
Páginas: 452
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