Es encantador conversar con Irene Vallejo Moreu ( Zaragoza, 1979 ). Su amabilidad, sencillez y sapiencia cruzan la pantalla. Filóloga de profesión, docente universitaria y lectora voraz, ha alcanzado el éxito y el merecido reconocimiento con El infinito en un junco (Siruela, 2019), que cuenta la historia del libro y la lectura en el mundo antiguo, y que se ha convertido un éxito de ventas alrededor del mundo, traducido ya a quince idiomas.
Invitada especial a la versión digital del Hay Festival Cartagena 2021, conversó con el escritor colombiano Héctor Abad el pasado 30 de enero, y su charla estará disponible para el público hasta el 15 de febrero. Irene Vallejo aprovechó esta entrevista para contar que su propia historia tiene su punto de partida en la literatura. “Mi padre le regaló a mi madre Trilce, de César Vallejo, y así nació el amor. Ese es uno de los motivos por los que le tengo mucho cariño al Perú”, dice con una sonrisa.
El infinito en un junco es un reconocimiento a la historia del libro, de las bibliotecas, de la expansión de la cultura, y también al hábito de la lectura y a los clásicos. Es bonito este homenaje en un tiempo en el que constantemente se decreta la muerte del libro y se repite que cada vez la gente lee menos. ¿Es cierto eso? ¿A qué cree que se debe este fatalismo?
Justamente, este fue el impulso que me llevó a empezar a escribir este libro: la reiteración de las profecías de desaparición del libro de papel que, además, confluían con el lenguaje apocalíptico sobre la lectura y la cultura en general. Creo que este fatalismo se debe a que estábamos todavía expuestos a la fascinación inicial de las pantallas y la tecnología. En clave consumista, los aparatos electrónicos son mucho más rentables porque constantemente se están renovando, ofrecen nuevas aplicaciones, nuevos programas, y, en esa lógica, resulta mucho más interesante que la gente esté prendida de los ordenadores y de los móviles en vez de los libros, que son objetos mucho más asequibles y que, a través de las bibliotecas, pueden estar al alcance de todos. En general, lo percibo en la publicidad, cuando se nos dice que algo es nuevo, como si ser nuevo fuera un mérito incuestionable, cuando la reflexión que quería ofrecer en este libro es que no necesariamente lo nuevo es mejor. Lo nuevo tendrá que demostrar que es mejor que lo anterior.
Por eso el libro revalora los clásicos.
Yo quise presentar al libro como ese gran superviviente que ha conseguido hacerse imprescindible siglo tras siglo, época tras época. Ha atravesado por todas las catástrofes imaginables y aun así sigue a nuestro lado, y creo que tenemos que valorar esa lealtad. El libro inicialmente se llamaba Una misteriosa lealtad, aunque luego, por petición de los editores, el título cambió. Yo reivindico que la convivencia entre los libros y las pantallas no es competitiva, que podemos entender que colaboran, que ofrecen distintas posibilidades, distintos contextos de acceso a la información. Los libros y la lectura mantienen su vigencia, y la lectura, precisamente en papel, la lectura sosegada, ahora ofrece un contrapunto a esta invasión de novedades, a esa velocidad desenfrenada de las redes, esa forma de dejarnos interrumpir y saltar de una cosa a otra sin mantener la atención en nada, la aparición constante de anuncios y de notificaciones. Creo que por eso ha sido tan importante la lectura durante el confinamiento y la pandemia, porque nos ha permitido aislarnos de una avalancha de información que muchas veces nos resultaban angustiosas. Los libros han sido ese mundo exterior que nos estaba vedado, han sido otras épocas, otros tiempos, otros lugares, otros países...todo lo que necesitábamos en ese momento para respirar y llenar de aire los pulmones y sentir bocanadas.
- Irene Vallejo conversa con Héctor Abad:
Con esta pandemia encima, sí que lo hemos revalorado. A veces, cuando veo una serie o una película y la gente está sin mascarilla o aglomerada, pienso: “¿Por qué están sin mascarilla?”, y luego caigo en la cuenta de que son productos de otro momento. Sin embargo, cuando leo, mi mente no se imagina a nadie con mascarilla. La imaginación sigue su curso sin dejarse contaminar por la pandemia.
Me pasa lo mismo. Es que creo que, con los libros, conectamos con algo que es intemporal hasta cierto punto, y eso me parece hermoso. Con el confinamiento y la pandemia, mi hijo de seis años no entendía lo que estaba pasando, sufría angustia por la situación y era difícil tranquilizarlo. Pero realmente los momentos que pasamos leyendo cuentos juntos eran los momentos más felices. Los utilizaba casi como un sedante antes de dormir, porque era el momento en que él recuperaba la fantasía, la risa, y creo que con eso también la esperanza. Para mí lo maravilloso de la lectura es que es estimulante y sedante al mismo tiempo. Nos tranquiliza de ese ritmo vertiginoso que, a veces, adopta la vida, pero, al mismo tiempo, es estimulante para el pensamiento, para la imaginación, para las emociones.
Una de las cosas que tienen en común la mayoría de los clásicos de la literatura es que los atraviesan problemas filosóficos. ¿Cree que esto se va perdiendo en la literatura del siglo XXI?
Creo que no debemos generalizar. En toda época ha existido literatura también llamada de evasión, de diversión, sin mucho contenido, pero que, con el filtro del tiempo, no permanece. Se suele quedar en el camino. Esa es la ventaja de acudir a los clásicos, pues son literatura ya filtrada. Ha sobrevivido lo más importante, lo más inspirador, lo más emocionante. La razón por la que seguimos leyendo esos libros es porque nos apasionan, nos emocionan, y son libros que podemos decir que han rozado la perfección como historias. Son los grandes relatos de la humanidad. Sí, creo que los libros que sobreviven son los que tienen un contenido filosófico, no en el sentido formal, sino porque enlazan con alguna idea de esas absolutamente esenciales que son las que nos mueven como seres humanos, y esos grandes temas filosóficos son los que encontramos desde La odisea hasta La casa de Bernarda Alba, que tienen algo así como de inmemorial y ancestral que nos explica como seres humanos más allá del país en el que vivimos, la lengua en la que nos expresamos, y las peripecias concretas de nuestra vida. Me hablan de los clásicos y existe un poco esa visión de que como los clásicos son lo normativo, lo obligatorio, lo que nos imponen en el colegio, las lecturas que se nos recomiendan y no aquello que eligen libremente, como si los clásicos nos coartasen y no tuviesen que ver con nuestra libertad, cuando en realidad la supervivencia de los clásicos ha tenido que ver con el amor sucesivo de generaciones que no han dejado que esos libros se pierdan porque eran demasiado importantes.
A veces tengo la impresión de que para muchos los clásicos son esos libros que damos por sentados, que se leen menos, que se analizan menos, siempre buscando cazar alguna novedad literaria.
Mira que lo bonito de los clásicos es que, frente a tantos mensajes ahora que nos llaman a la división y que exacerban las diferencias entre nosotros, nos podamos entender con ellos. El concepto de clásico siempre implica tiempo. Los clásicos se ven mejor en perspectiva. De hecho, ha sucedido que libros que no tuvieron gran reconocimiento en su época se han convertido luego en clásicos incuestionables, como Kafka; y otros que han sido libros muy celebrados y aplaudidos en su momento, pues han quedado en el camino. También hay clásicos que son importantísimos en una época y después pasan por periodos por los que se le valoran menos, y tiene mucho que ver también con la estética imperante en la época en la que se les lee. Por ejemplo, en el XVIII les interesaba mucho más los clásicos pedagógicos y hoy a nosotros no nos gusta que nos adoctrinen y preferimos los clásicos que nos presentan las ambigüedades y los claroscuros de la vida. Eso significa que estamos constantemente releyendo y renovando nuestra tradición y que se pueden rescatar libros que quedaron atrás por culpa de los prejuicios, esto es también un aspecto muy importante.
¿Cómo ve la literatura del siglo XXI? La capacidad de publicar se ha multiplicado y puede ser difícil descubrir libros entre tantas publicaciones, muchas de ellas, además, anodinas.
Está el problema este de los demasiados libros que se publican, mucho más de los que podemos absorber. Cada año se está publicando tal cantidad de libros que ningún lector sería capaz de asimilarlos. Cada año se publica lo que una persona puede leer en toda su vida y claro que existe una enorme abundancia de libros. Nos hemos cuestionado un poco todas las entidades y los filtros que hemos visto que podrían resultar muchas veces sesgados. ¿Quién es el que se ocupa de decidir qué merece la pena o no? ¿La crítica o la academia? Pues ambas pueden cometer injusticias. Hoy nos parece más democrático que se publique mucho, pero lo que en realidad sucede a la hora de la verdad es que los libros que se publican tienen muy poca oportunidad de llegar a los lectores. Sí, se ha perdido el significado que en otra época tuvo publicar, pero una vez que un libro se destaca entre el mar de lo que publican, pues quizá ese destacarse ahora tiene más valor de lo que tenía en otra época. Van un poco cambiando los sistemas que tenemos de acceder a los libros, cuáles son los filtros, cuáles las formas de recomendación, cómo nos guiamos, cuáles son nuestras brújulas para llegar a la literatura. En general es muy habitual que la literatura de nuestra época nos parezca muy inferior a los clásicos del pasado, esto ha sucedido en todos los tiempos, y esto es curioso: incluso en las épocas que nosotros consideramos clásicas, la gran época ateniense o romana del siglo I, pues en aquella época estaban suspirando porque les parecían mejores sus predecesores. Eso es muy típico, cualquier tiempo pasado fue mejor y siempre nos parece que algo falta y que todo degenera y que la educación es peor que la que era en el pasado y que la gente es menos culta y que ya no se escribe como antes.
El síndrome de Medianoche en París, totalmente.
Es un efecto de la nostalgia y es un efecto de distorsión que sucede en todas las épocas, y yo creo que tiene que ver con eso, con que el pasado nos llega filtrado y en el presente nadamos en una abundancia de cosas donde todavía tenemos que elegir y no hay un panorama claro. En El infinito en un junco reflexiono sobre Sócrates, que, según el relato de Platón, pensaba que la existencia de los libros iba a ser una decadencia para el pensamiento, en la medida en que el saber estaría en los libros, en un lugar exterior a nosotros mismos, y ya no nos esforzaríamos en tener los conocimientos dentro de nosotros, sino que nos conformaríamos con saber a dónde ir a buscarlos. Mira que este es un razonamiento parecidísimo al que utilizan ahora quienes critican Internet: “ya no memorizamos las fechas, nos basta googlear para encontrarnos con los conocimientos”. ¿No es curioso que el razonamiento sea idéntico en dos entornos culturales y tecnológicos tan distintos? Indudablemente algo tiene que ver con nuestra forma de pensar y con unas constantes en nuestra mente mas que con la situación como realmente se está presentando.
La nostalgia vs. la sobreproducción
A mí me gusta un poco cuestionarme todas estas ideas y preguntarme hasta qué punto son sesgos de nuestra mirada porque no encuentro ninguna justificación para pensar por qué una época sería creativamente superior a otras y por qué tendría que haber ahora una especie de degeneración. Se están haciendo cosas maravillosas, lo que pasa es que aún no tenemos la perspectiva completa, no hemos llegado a un acuerdo sobre qué libros legaremos al futuro y los que se considerarán definitorios en esta época. También es llamativo que en el momento que más libros hay y que más libros se publican que en ningún otro periodo de la historia, al mismo tiempo estemos repitiendo que se acaban los libros, que se acaban los lectores y que se acaba la cultura escrita. Los lectores nunca hemos sido mayoría en ninguna época de la historia, de hecho han habido épocas en las que ha sido mucho más difícil que ahora acceder a la lectura, de hecho había menos gente leyendo porque no tenían acceso a educación, a libros, a bibliotecas, lo que demuestra que somos una minoría, pero una minoría muy terca, que resiste, que salva a los libros, que consigue hacerlos perdurar de una época a otra y que nunca se extingue totalmente. Yo tiendo a pensar que lo que ha sucedido durante siglos y siglos pues seguirá sucediendo hacia el futuro aunque habrá nuevas realidades tecnológicas, nuevos rituales de lectura, nuevas ideas, nuevas fórmulas.
En su libro, cuenta la historia de Sulpicia, la poetisa romana, cuyo nombre sobrevive casi de casualidad y así habla de cómo las mujeres hemos sido excluidas de la historia de la literatura. Aunque no podemos cambiar la historia, podemos enmendarla, ¿no?
El problema es que nos cambiaron la historia al no contarnos que existieron todas estas mujeres. ¿Por qué no nos han contado que el primer texto firmado de la historia lo escribió una mujer? ¿Por qué no nos han dicho que el primer yo de la literatura universal fue Enheduanna? A mí me parece que nos están cambiando la historia cuando nos ocultan esos datos. Como filóloga de formación, desde que empecé mis estudios, constantemente tenía esta inquietud: ¿Cuando se habla de quienes hicieron historia y se dice ellos, es un ellos masculino o es un ellos que nos abarca a todos? ¿Las mujeres vivían esta situación igual que los hombres, o estaban en algún pequeño reducto con las limitaciones y los obstáculos que les imponían? El de Sulpicia me parece un ejemplo interesante, pues muestra cómo sobrevive el texto de una mujer porque se atribuye a un hombre. Entrar bajo el manto de un autor masculino la salva de la desaparición, y ahora permite que la leamos y la recuperemos ya con su propia identidad. O sea, tuvo, de alguna manera, que ser suplantada para poder sobrevivir. Realmente nadie hizo una historia de las mujeres escritoras, pero de repente un erudito hace una mención a un libro, a un personaje, a una mujer, menciona una biografía de una escritora, de una poeta y entonces ahí me quedo con todos esos datos y los voy recopilando, aunque muchas de ellas pues sean alusiones de refilón y no quede más que el añico de un verso o un título aislado. Esos son los precios del naufragio, pero yo fui reuniendo toda esa información para intentar tener en lo posible una nómina de todas las mujeres a las que no se olvidó totalmente o a las que no se olvidó y no se borró, porque luego muchas otras habrán desaparecido simplemente porque su obra no se consideró tan valiosa como la de sus colegas masculinos, pero me interesaba mucho saber cuáles son esos nombres que han seguido resonando a lo largo del tiempo.
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