JORGE PAREDES LAOS
Tenía siete años cuando llegó a Trujillo para estudiar en el colegio San Juan. Después de un largo viaje a caballo, desde la sierra de Huamachuco, Ciro Alegría venía a esta ciudad primaveral, de casonas espaciosas e imponentes iglesias, para cursar el primer año de primaria. Esta ciudad costeña fue para él, un niño acostumbrado a la naturaleza virgen del campo, toda una revelación. Su recuerdo ha quedado plasmado en un texto emblemático, en el que evoca a su maestro de escuela de aquellos años: el poeta César Vallejo.
“ES CUANDO MENOS UN LOCO”En “El César Vallejo que yo conocí”, Alegría esboza un retrato entrañable del poeta de Santiago de Chuco. Cuenta que la primera vez que escuchó su nombre quedó intrigado. No era para menos. Un señor visitaba la casa de su abuela y enterado por esta de que el pequeño estaba matriculado en el colegio San Juan, exclamó sobresaltado: “¿Sabe usted quién es el profesor de primer año del colegio San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues ese que se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo”. Su inquietud infantil fue en aumento cuando el visitante remató su aseveración con esta frase: “Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un loco”.
EN LA CLASE DE GEOGRAFÍAAlegría narra con trazo preciso el esperado encuentro con su maestro, en la puerta del colegio: “Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre”.
A lo largo del relato, Vallejo aparece como un maestro extraño, pero comprometido con sus pequeños alumnos, a quienes invita a contar historias y les regala naranjas por saber recitar. “De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera tan triste”, escribe Alegría.
Por esos años, alrededor de 1917, Vallejo era conocido en Trujillo por sus versos que pocos coetáneos podían entender. Por eso era denostado por alguna gente de la ciudad. Eso es algo que Alegría enfatiza en su relato. “En casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta y dada a leer, que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional. ‘¡Es un gran poeta, es un genio!’, decía gritando, en medio del barullo de las discusiones”.
¿Podemos imaginar la voz de Vallejo en el salón de clases? Alegría nos entrega un párrafo que no admite dudas: “Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la Tierra, comenzó a decir: –‘Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda’.
EL PROFESOR DE FRANCÉSMario Vargas Llosa en más de una ocasión ha hablado de sus grandes maestros. Abrió su discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura con una mención al hermano Justiniano, el maestro que le enseñó a leer a los 5 años en el colegio La Salle. Y en “El pez en el agua” le dedica unos párrafos a uno de sus más peculiares profesores del Colegio Militar Leoncio Prado: el poeta César Moro.
“Solo después supe que uno de mis profesores leonciopradinos era un gran poeta peruano y una figura intelectual por la que, en mis años universitarios, sentiría admiración: César Moro”, escribe en el citado libro. “Era bajito y muy delgado, de cabellos claros y escasos, y unos ojos azules que miraban el mundo, las gentes, con una lucecita irónica en el fondo de las pupilas. Enseñaba francés y en el colegio se decía que era poeta y maricón. Sus maneras exageradamente corteses y algo amaneradas y esos rumores que circulaban sobre él excitaban nuestra animosidad contra alguien que parecía la negación encarnada de la moral y la filosofía del Leoncio Prado”.
Vargas Llosa recuerda que Moro era sometido a todo tipo de invectivas, pero las soportaba con extraño estoicismo, “con una secreta complacencia, como si lo divirtiera que esos precoces salvajes lo insultaran. Ahora estoy seguro de que, de algún modo, lo divertía estar allí. Debía ser para él uno de esos juegos arriesgados a que los surrealistas eran tan propensos, una manera de ponerse a prueba y explorar los límites de su propia fortaleza y los de la estupidez humana a escala juvenil”.
PARA TODA LA VIDADistinta sería la relación entre el adolescente Jorge Eduardo Eielson y su maestro José María Arguedas en las aulas del colegio Alfonso Ugarte de Lima. Eielson expresó siempre su admiración por Arguedas, aunque con los años ambos se distanciarían.
En una de sus conversaciones con Martha Canfield (“Hablar con Eielson”), el autor de “Reinos” le dice: “Lo que quisiera añadir es que mi aprendizaje del Perú lo comencé en Lima, cuando conocí a José María Arguedas, y es por ello que ahora quiero recordarlo con la misma intensidad con que hace poco he recordado a Taisen Deshimaru”.
Eielson se refería a las clases que le impartía Arguedas a inicios de los años 40, quien le enseño como nadie a conocer y querer el mundo de las culturas andinas. Algo que Eielson recordaría toda la vida.