A las 4 de la tarde del 7 de julio de 1974, Holanda salía al césped del Estadio Olímpico de Münich, ante 75 mil 200 espectadores, dispuesta a hacer historia. El rival era el equipo local, Alemania, liderado por Franz Beckenbauer. El Káiser, reconocido por la historia como un futbolista total, se enfrentaba al “fútbol total” de la sensación del momento: Johan Cruyff, un ágil y delgadísimo delantero, que luego supo ser el primer apóstol del tiki-taka, un Obi Wan Kenobi de lo que fue hasta hace unos años sello de agua y fuerza acompañante del Barcelona: el fútbol de toque, asociación y vértigo que Pep Guardiola llevó al Olimpo.
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A casi 800 kilómetros del estadio de Münich, en Utrecht, Holanda, un niño que llegaría a medir 1 metro 88, dejaba de patear la pelota en la calle para sentarse frente al televisor, queriendo ser Cruyff o Johan Neeskens o Rob Rensenbrink y estar ahí, con su camiseta naranja, con todo el talante que quería tener y con el talento que solo tenía que educar. Con sus 9 años cumplidos –al día siguiente de que Maradona cumpliera 13, un 30 de octubre de 1973–, ese niño acabaría la tarde llorando bajo el cielo de los Países Bajos, a 791.1 kilómetros de donde lloraba Cruyff tras perder aquel partido, que era a la sazón la final del Campeonato del Mundo, por 2 goles a 1.
Tras limpiarse los ojos y quedarse en silencio, Marco Van Basten se prometería –quizás sin hacerlo, pero pateando fuerte, como lo hizo desde el vientre materno– jugar algún día para Holanda. Y hacerlo como los héroes caídos de aquel 7 de julio de 1974. O mejor aún.
De eso trata, precisamente, su autobiografía ‘Basta. My life. My truth. The Incredible Autobiography of Marco van Basten” (Basta. Mi vida. Mi verdad. La increíble autobiografía de Marco Van Basten), que acaba de publicar en inglés y ya es posible conseguir en Amazon. “Quien crea que Cristiano es mejor que Messi no entiende nada”, ha llegado a decir recientemente, aunque su émulo más próximo, para ser más precisos, sería hoy Zlatan Ibrahimovic, capaz de similares proezas acrobáticas para anotar goles imposibles. Ambos lo hicieron, además, en el Milan y el Ajax.
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Ese muchacho que soñaba ser mejor aún que los más grandes jugadores que había visto nacer Holanda, fue visto en los pequeños clubes donde jugaba de adolescente, el UVV y el USV Elinkwijk, ambos de su natal Utrech, por ojeadores del Ájax, que lo captaron para el equipo. Su debut en primera división sería poco tiempo después, el 3 de abril de 1982, ante el NEC Nijmegen, ingresando unos minutos al partido. Mientras estiraba las piernas al borde del campo, listo para entrar, vio acercarse trotando al compañero al que iba a sustituir: ahí estaba, nuevamente, tan Münich, tan 1974, tan cielo de los Países Bajos, tan final perdida… era Johan Cruyff, ya de 35 años, viviendo el crepúsculo de su carrera, aunque aún a nivel extraordinario. Casi como una señal del destino, el hombre que lo hiciera soñar con ser mejor acababa de salir del campo, reemplazado por él. Pero Marco no solo entraba para este partido: entraba para instalarse, por siempre, en la memoria de los hinchas holandeses. Marco, que había nacido en 1964, el mismo año que Cruyff debutaba en el Ájax. Como tomando la posta rápidamente, no pasarían muchos minutos para que se elevara como un prodigio de la NBA en medio de una defensa confundida, e iniciara su romance vitalicio con el gol gracias a la precisión de su cabeza. O, mejor aún, gracias al impulso de su voluntad.
Sin embargo, no volvería a jugar esa temporada. Entrenar junto a Cruyff –considerado por muchos como el cuarto genio de la historia del fútbol –pre Messi o Cristiano- detrás de Maradona, Pelé y Di Stéfano– sería su mayor consuelo. Al final de ese curso, el ídolo flaco, para siempre identificado con el número 14, decidió irse al Feyenoord, el eterno rival, cansado de ser menospreciado por el presidente del Ájax.
La cancha era, entonces, toda para Marco. O, mejor aún, para que el mundo pudiera verlo convertirse en una estrella del balompié mundial. También lo llevó a ver cómo un día, el mismo Johan Cruyff lo presentaría como “el nuevo Cruyff”.
Lo que siguió hasta 1987, antes de que emigrara a Italia, fue espectacular: tres veces campeón de la Eredivise (la liga holandesa), en 1982, 1983 y 1985. Ganó también tres veces la copa de los Países Bajos, en 1983, 1986 y 1987. En ese período, además, fue goleador de la Primera División de su país durante 4 años seguidos, en 1984, 1985, 1986 y 1987, a lo que sumó la Bota de Oro al Mejor Goleador de Europa en la temporada 85/86 y el título de Mejor Goleador del Mundo, con 37 goles, en 1986. Sí, el mismo año que Maradona deslumbraba al mundo, Van Basten se ganaba sus propias portadas en los diarios deportivos. Por si fuera poco, en 1987 también obtendría la Recopa de Europa… y anotaría el gol del triunfo. Con estos resultados, ha pasado a la historia del Ájax como sexto máximo goleador, con 129 anotaciones. Pero lo mejor aún estaba por llegar.
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Il sogno italiano
Aunque su adaptación no fue sencilla y al principio de su primera temporada sufrió la primera de muchas lesiones posteriores –fue operado de la clavícula, por lo que solo jugó 11 partidos de Liga- Van Basten se convirtió en uno de los mejores jugadores que haya llegado nunca al Calcio, y también en uno de los mejores de la historia del AC Milan. Con ellos obtuvo 3 scudettos (1988, 1992 y 1993), dos supercopas de Italia (1988 y 1992) y dos Champions League –entonces llamada Copa de Campeones de Europa-, en 1989 y 1990. A esos títulos podemos sumarles la Supercopa de Europa y la Copa Intercontinental de esos mismos años. Ese Milan, dirigido por Arrigo Sacchi, parecía mundialmente invencible.
Pero la capacidad no era solo colectiva: Van Basten fue goleador de la liga italiana en 1990 y 1992. En sus 201 partidos con el Milan anotó un total de 125 goles, ubicándose como sétimo goleador histórico del equipo, posición en la que luego sería empatado por el gran Kaká. Su talento era desbordante y sus capacidades goleadoras excedían cualquier margen permitido por el fútbol italiano de ese entonces, mucho más permisivo con las patadas de los defensas, que motivador de la magia de los delanteros. Sin embargo, los golpes hicieron mella en el físico del ariete holandés. “Fue realmente difícil porque pasé del más alto nivel en el fútbol al más bajo a nivel de felicidad personal”, confesó recientemente al diario británico The Guardian.
Ya en 1986, jugando por Ájax, había tenido su primera operación al tobillo derecho, pero la grave lesión que sufrió en 1992, ya en el Milan, lo alejó de los campos de juego hasta la final de la Champions de 1993, partido al que ingresó infiltrado, a pesar de lo cual no pudo completarlo, pues salió nuevamente sentido. Ese sería, a la postre, el último partido de su carrera.
Hasta ese momento, había sido Balón de Oro del fútbol europeo (premio entonces entregado por la revista France Football) en 1988, 1989 y 1992, y Fifa World Player ese mismo año. Además, fue considerado mejor jugador de Europa por la UEFA en 1989, 1990 y 1992.
A pesar de las múltiples distinciones, títulos y éxitos cosechados como milanista, fue con la camiseta naranja de la selección holandesa, en 1988, con la que alcanzaría la cima de su carrera, en aquel equipo dirigido, como en 1974, por el legendario Rinus Michels. Solo que ya no estaban Neeskens, Rensenbrink o Cruyff… pero en su lugar brillaban Rijkaard, Gullit, los hermanos Koeman o el mismo Van Basten. Tras una exitosa primera fase y eliminar a cucos como Inglaterra y el local, Alemania –en una suerte de revancha tardía-, llegó a la disputa del título europeo de selecciones frente a la URSS. Pero algo más nos recordaba a la final del mundial vivida 14 años atrás: el escenario era el Estadio Olímpico de Münich.
A pesar de que no había comenzado el torneo como titular -pues estuvo en baja forma tras una lesión y Johnny Bosman se había consolidado en ese puesto-, su exitosa incursión en el torneo, anotándole goles justamente a Inglaterra (a quienes les hizo un hat-trick) y Alemania, le había asegurado el puesto en la final. Y el gol que daría el título a los holandeses –sumado a otro de Ruud Gullit- también le aseguraba un puesto de privilegio en la vitrina de los mejores goles de todos los tiempos.
El soviético Rinat Dassaev era uno de los mejores arqueros del mundo en los años 80, al lado de otros como Harold Schumacher y Jean Marie Pfaff. Sin embargo, el destino quiso que sufriera dos de los goles más espectaculares convertidos en torneos oficiales en aquella década: el de Eder, cuando la URSS se enfrentó a Brasil en España 82, y el de la final de la Eurocopa 1988, obra de Marco Van Basten que, a la postre, sería campeón, goleador y mejor jugador de aquel torneo. Ese gol es considerado la volea de todos los tiempos, a similar nivel de la que anotara, años después, Zinedine Zidane en una final de Champions. Marco ya era campeón de Europa y Holanda podía exhibir, al fin, un título en sus vitrinas.
***
La tarde del 26 de mayo de 1993, el AC Milan salía al césped del Estadio Olímpico de Münich –sí, nuevamente-, ante 64.400 espectadores, dispuesto a hacer historia. El rival era el Olympique de Marsella, liderado por Rudi Völler y Didier Deschamps. Curiosidad adicional o capricho del destino, el niño que había visto por televisión una final en ese mismo estadio 19 años antes, y que había llorado a casi 800 kilómetros de distancia, en su casita de Utrecht, lloraría también esta noche. El equipo francés ganaría la final por 1-0 y esa sería su despedida del fútbol de alta competencia. 373 partidos, 277 goles y 4 operaciones después (más 58 partidos y 24 goles con Holanda) el tobillo de Marco Van Basten no pudo más. “Después de muchas operaciones y de ver a médicos de todo el mundo (…) no pudimos encontrar la solución”, ha confesado.
“Era medianoche en 1994 y recuerdo tener que gatear desde la cama al baño. Para olvidarme del dolor contaba los segundos que me llevaba el trayecto. El umbral de la puerta era lo peor, porque tenía que pasarlos sin tocar, pues el más mínimo roce me hacía morderme los labios para no gritar”.
Los sueños de uno de los más grandes delanteros de la historia –probablemente el mejor de más de 1.85m, con el perdón de Zlatan– terminaron en 1995, cuando anunció su retiro del fútbol tras pasar más de año y medio sin jugar. 60 mil aficionados lo despidieron en San Siro el 18 de agosto, mientras su último técnico, Fabio Capello, lloraba en la banca. “No me considero una víctima. Me siento más bien como un ejemplo de cómo una maravillosa carrera puede llegar a su fin. El hecho más frustrante para mí no es la forma como me lesioné el tobillo, sino el modo cómo me trataron algunos médicos. La persona que más dañó mi tobillo no fue un jugador, sino un cirujano.”, confesó Van Basten años después de su retiro, en declaraciones al portal de la FIFA.
Tras aquella última final perdida, tras las varias finales perdidas en los quirófanos y en infructuosas recuperaciones, el futbolista llegaba al fin a casa, rengueando lentamente, y colgaba los chimpunes para siempre.
O, mejor aún: acababa de convertirse en leyenda.
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