“A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”, anuncia el autor desde la primera página, en la que explica la fórmula mágica para leer Rayuela: la lineal y la otra, la que te lleva, como si acabaras de lanzar la piedrita a uno de los recuadros de un juego recién pintado en la acera con tizas de colores, a saltar de número en número de forma aleatoria para cumplir con el lúdico mandato que señalaba ese libro desde su nombre.
De alguna manera, Rayuela se lee como se le lee o interpreta al propio Cortázar. Al hombre, digo, al personaje, digo también, no al autor convertido solo en su firma en un libro. Cortázar es un viaje, una aventura, una sensación más que solo un escritor. Rayuela también es viaje, aventura, sensación mucho más que solo un argumento. De hecho, a diferencia de la mayoría de libros escritos antes y después de aquel 1963 en que todas las piezas tomaron forma concreta en la cabeza del escritor argentino, el argumento no es lo más importante. Lo más importante son los personajes, los caminos que se bifurcan en Saint-Germain-Des-Prés o que rodean París, las noches interminables del Club de la Serpiente, el inseparable grupo de amigos que se reunía alrededor de alguna melodía de jazz que entrará a ellos no por los oídos, sino por el torrente sanguíneo, líquida, insondable, eternamente, cada vez que alguien lea Rayuela nuevamente.
Rayuela no se puede resumir respondiendo a la pregunta ¿De qué trata? Rayuela es la presencia constante de la Maga, los encuentros casuales que eran lo menos casual en las vidas de los protagonistas, porque la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico. Rayuela es Oliveira y el jazz, Oliveira diciendo que él y la Maga no estaban enamorados, sino que hacían el amor con un virtuosismo desapegado, viendo entibiar la espuma de sus cervezas mientras sentían que eso era el tiempo y los besos eran ojos que se abrían más allá de ella. Rayuela es la convicción de que ambos andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Rayuela es también Rocamadour y sus cosas de bebé, su presencia de bebé, su sonido de bebé. Es Duke Ellington siendo tantas veces mencionado hasta convertirlo en presencia viva. Es también las invocaciones a Rembrandt, Mallarmé, van Eyck, Lester Young, Lionel Hampton, Coleman Hawkins, Bessie Smith o Rimbaud en noches bohemias e interminables.
Rayuela es “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano…” y es también “Yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua”. Rayuela es reflexionar que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribirá o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. Rayuela es ese lugar donde se espera que sean felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfectos. Rayuela es La Maga diciéndole a Oliveira “Vos sos más bien un Mondrian y yo un Vieira Da Silva”. Es la confirmación de Oliveira de que para la Maga los misterios empezaban precisamente con la explicación.
“Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”, le escribió Cortázar a su amigo Paul Blackburn en 1962. Ya sabía lo que tenía entre manos: Rayuela era su propio proyecto Manhattan.
1, 2, 3
“Tenía razón Carlos Fuentes cuando advirtió que Rayuela era una suerte de equivalente del Ulises de Joyce en lengua española. Hasta entonces, en el ámbito de la literatura hispanoamericana, nadie se había atrevido a romper las formas de la novela con tanta insolencia y desparpajo”, nos dice el escritor Guillermo Niño de Guzmán. Para él, “Cortázar renovó el género al plasmar un libro proteico que podía leerse de varias maneras y que demandaba un lector cómplice y audaz, dispuesto a correr los riesgos que le planteaba el autor, quien aspiraba a que se convirtiera en un verdadero recreador de su mundo. Por lo demás, su actitud lúdica, así como su humor rayano en la patafísica, fueron decisivos para desbaratar la solemnidad y el acartonamiento que padecían nuestras letras”.
Rayuela guarda otra curiosidad: webs, incluso, de distintas universidades o medios de comunicación, dan dos fechas para el lanzamiento de la novela: 28 de junio y 18 de febrero de 1963, como si cada uno recomendara, a la manera del autor, un lugar desde dónde empezar a leerla. La primera es la más repetida, pero hemos preferido adelantarnos. De todos modos, en otros países tardaría más en poder leerse. Por ejemplo, en España, el libro, que algunos llamaron “antinovela” y el mismo Cortázar “contranovela”, no pudo ver la luz hasta mediados de los años 70, por culpa de la censura franquista: “aconsejaron” que le cortara 8 páginas al libro que le había costado 5 años de trabajo. Rayuela vendería 5 mil copias solo el primer año de su publicación.
Niño de Guzmán, confeso amante del jazz, reconoce que Rayuela debe mucho a la fascinación por el jazz que sentía también Cortázar. “La libertad expresiva de esta música, su frescura y espontaneidad, así como el reto esencial de la improvisación, dominan la novela de principio a fin. No hay que olvidar que, después de la segunda posguerra mundial, el jazz asimiló la modernidad y se convirtió en la banda sonora de una generación que se rebeló contra los valores impuestos por sus mayores”.
Después de todo, dice el también autor de la reciente “Hasta perder el aliento”, “Rayuela discurre en los años cincuenta, época en la que Europa aún está pugnando por recomponerse de la hecatombe de la guerra y donde corrientes de pensamiento como el existencialismo reflejan la angustia y el quiebre moral de una sociedad que parece haber sucumbido ante el imperio de la sinrazón. En ese contexto, el jazz fue una válvula de escape que traspasó fronteras”.
El ejemplo más claro de ese “desbaratar la solemnidad” del que habla Niño de Guzmán, lo encontramos en el capítulo 68, en el que Cortázar inventa un lenguaje –el glíglico- para describir el encuentro de dos amantes: “Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé!”.
Vigencia de un cronopio
“Cada tanto aparece alguien que me dice que Cortázar está sobrevalorado. Lo primero en lo que pienso cuando eso sucede es en lo que dice Ray Loriga en su novela Héroes: “La mayoría de ellos son como el tío que disparó contra Lennon, no han hecho nada en su puta vida, pero quieren subirse en tu tumba a ver qué tal se les ve desde allí”, nos dice el escritor Pierre Castro, ferviente lector de Cortázar desde la adolescencia. “Lo segundo que pienso –continúa- cuando me dicen que Rayuela ha envejecido muy mal, es si es preferible que uno envejezca mal pero que su obra perdure irreprochable. Mi respuesta siempre fue que la obra era la que debía salvarse”, agrega Castro.
Cuenta el autor de “Diario de Domingo” que, de entre sus libros, una de las ediciones más “descuajeringadas” que tiene es la de Rayuela. A pesar de que lo compró nuevo en medio de un homenaje a Cortázar en el Centro Cultural de la PUCP, esa misma noche se fue de ruta por las mesas mojadas y los vasos repletos de muchos bares y, en uno de ellos, hizo firmarlo a todos los amigos presentes, incluido el dueño. “A veces abro ese libro y es como esa vieja camisa de colegio que te firmaron todos tus amigos el último día de la secundaria. Estoy seguro de que eso no hubiera pasado con ningún otro libro”, recuerda con cariño.
“Pienso que Rayuela nunca fue solo una novela” –agrega Castro-. “Fue ese montón de palabras que querías ponerte encima, como la inexistente camisa del hombre feliz, esa patineta mágica para hacer piruetas sobre el lenguaje, ese terrón de azúcar que no cesa de correr bajo las mesas, ese tornillo indescifrable, ese solo de trompeta en medio de la noche. Llevar Rayuela contigo era como tener París metido en el bolsillo. Y eso fue importantísimo a una edad en la que nuestra única forma de llegar a París era leyendo”.
“Gracias a Rayuela –escribió Mario Vargas Llosa en 1991, 7 años después de la muerte de su amigo Julio- aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien y que, jugando, se podían sondear misteriosos estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia lógica…”
Algunos dicen, comparando entre dos autores de la misma nacionalidad fallecidos en los años 80, que, si vieran a Jorge Luis Borges por la calle, lo admirarían de lejos, con el respeto que se les tiene a algunas estatuas, así destilen una enorme sabiduría. En cambio, si vieran a Cortázar, además de llamarlo Julio, se sentirían con la confianza de cruzar a saludarlo o, incluso, de darle un abrazo para sentirse mejor. Rayuela es El Aleph de Cortázar, porque con ella –y desde ella- se pueden ver las infinitas posibilidades de la Literatura como espejo y centro de todas las cosas, donde estas confluyen y se reflejan a la vez y sin sobreponerse.
Es un abrir y cerrar de ojos para ver nacer un nuevo mundo y dejarse sorprender como un niño ante el juguete que está por descubrir (Curiosamente, aquí en el Perú, a la “rayuela” se le llama “mundo”). Como escribió el mismo cronopio en su novela inmortal: “Me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar”.
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