La pequeña Mona, niña sensible y curiosa de 10 años, hacía sus tareas de matemáticas cuando, repentinamente, todo se fue al negro. Ya en el hospital volvió a distinguir formas y colores, pero los médicos no podían dar respuesta a lo que había sufrido, solo atinaron a vaticinar que perdería la vista definitivamente. Antes de que ello ocurra, su abuelo Henri se propone enseñarle “toda la belleza del mundo”: llevarla, cada miércoles, por los tres mayores museos de París, el Louvre, el Museo de Orsay y el Centro Pompidou, y a lo largo de 52 semanas admirar con ella una obra maestra, sea de Botticelli, Leonardo, Rembrandt, Vermeer, los impresionistas o los modernos como Picasso o Frida Kahlo.
Tal es el argumento de “Los ojos de Mona”, ‘best seller’ del historiador de arte francés Thomas Schlesser, quien al drama familiar suma delicadas observaciones sobre 52 obras de arte icónicas. En esta entrevista, el autor comparte sus reflexiones en torno al sentido del arte y el amor familiar, pero también sobre los riesgos que se ciernen sobre el arte en un mundo que parece también preso por la ceguera.
—No puedo empezar esta entrevista sin pedirte un comentario sobre la tendencia, pavorosa, de ciertos grupos activistas que deciden atentar contra obras de arte apelando a cualquier causa. ¿Cómo ves este fenómeno?
Estas operaciones son humillaciones e insultos hacia las obras. Atacan obras de artistas que fueron humillados en su época; por ejemplo, Monet. Además, la cultura es un ámbito en el que las manos están más que extendidas para poder trabajar juntos a favor de una mayor responsabilidad medioambiental.
Pero estas operaciones son contraproducentes, porque rompen inmediatamente el diálogo. Y atención: por el momento, se trata de obras protegidas por vidrios las que están siendo rociadas. Sin embargo, pronto, cuando estas acciones se vuelvan habituales, el vandalismo se volverá más agresivo.
—Sé que esta novela parte de una experiencia muy dolorosa para ti y tu pareja, la pérdida de un hijo por nacer. ¿La literatura nos ayuda a sobrellevar el dolor o es el dolor el material que nos ayuda a escribir?
Esta es una pregunta muy interesante. Pienso que, en mi caso, se produjeron ambos fenómenos, y este suele ser el caso de los artistas, escritores o pintores. Es observando el mundo que nos rodea, nutriéndonos de nuestras experiencias personales pero también de nuestra propia sensibilidad como cada uno logra crear algo. La literatura me permitió crear a esta niña ideal, pero fue mi experiencia personal –también el hecho de tener unos abuelos brillantes que educaron a mi hermano y a mí, lo que me permitió escribir la relación entre Mona y Henri.
—La crítica suele comparar tu novela con “El mundo de Sofía”, por su papel divulgador. ¿Cómo sientes esas comparaciones que intentan explicar las razones del éxito de un ‘best seller’?
Es un libro que me impactó mucho cuando era adolescente y lo usé para estudiar en mis exámenes, como muchos estudiantes de secundaria. Pero “El mundo de Sofía” es un libro sobre la historia de la filosofía, y nunca tuve la intención de hacer lo mismo con la historia del arte. “Los ojos de Mona” es un libro sobre la historia del arte al servicio de la vida. Porque encontramos en el arte no solo un valor estético fundamental [la belleza, la emoción], sino también mensajes que pueden cambiar la existencia. Sin embargo, la comparación obviamente me hace feliz.
—Cada semana, el abuelo de Mona la lleva a los grandes museos a ver solo una obra. Sin embargo, en París las colas frente a grandes museos como el Louvre forman parte del paisaje acostumbrado de la ciudad. ¿Es que se puede replicar la forma pausada de ver el arte o los tiempos de turismo desaforado no lo permiten?
Estamos en un período de democratización del arte. Además, con mi libro busco que los lectores tengan las herramientas para analizar y sumergirse en las obras. Es un hecho, en efecto, que los museos están saturados, ¡pero esto es solo una señal de que la gente todavía está interesada en lo que hay en ellos! Cada quien tiene su propia relación con el arte, lo cual es válido. Cada vez somos más en la Tierra, por lo que tener un museo vacío ya no es posible, pero ¿el objetivo del arte es mostrarse solo a un puñado de personas? Yo no lo creo.
—A propósito de la saturación de los museos: ¿es realmente “La Gioconda” merecedora de tanta atención en el Louvre? ¿No es realmente un cuadro algo sobrevalorado de entre las otras obras de Leonardo?
La “Mona Lisa” crea un efecto particular en el público: es una de las piezas más conocidas del Louvre. Por supuesto, toda la obra de Leonardo Da Vinci merece ser contemplada y estudiada: también se trataría de acercar la historia del arte de una manera más global, para que las demás obras de este artista –y de muchas otras– sean revaloradas. Pero nunca me oirán decir que una obra, sea la que sea, no merece la atención de un espectador. Se trata de entrenar nuestra mirada hacia la belleza del mundo dondequiera que se encuentre.
—¿Crees que el arte puede cambiar en algo un mundo que parece ciego a las tragedias y guerras?
Entre el estallido revolucionario de la segunda parte de los años 1960 y principios de los años 2010, aproximadamente 50 años, floreció la cultura de la transgresión permanente. Tomó mil formas diferentes, de Larry Clark a Madonna, pasando por Basquiat, Gainsbourg, Lars von Trier o Maurizio Cattelan. Se alimentó de juventud, de alusiones sexuales, del hedonismo no futuro, de sarcasmo incandescente. Era pop, punk, trash, bling. No digo que fuera lo único, pero era el paradigma dominante. También estaba la obsesión autorreferencial: el arte constantemente quería cuestionarse a sí mismo. La formidable ventaja política de este período es que tenía la libertad de expresión firmemente anclada en su cuerpo. Su defecto fue que, a veces, era muy egocéntrico, arrogante, y la repetición de escándalos acabó por hacerlo girar en círculos. En los últimos 10 años, el paradigma construido por una nueva generación de artistas ha sido diferente. Ahora es el compromiso social el que sirve abrumadoramente como guía para la creación con tres ramas principales: raza y descolonización, género y feminismo, y medio ambiente. La búsqueda de la belleza por la belleza, en esta historia, ha perdido mucho terreno.
—¿Cuál fue tu criterio para seleccionar las 52 obras de tu novela?
Inicialmente escribí alrededor de un centenar de ellas, desde la prehistoria hasta secuencias cinematográficas, pasando por jarrones Ming y docenas de pinturas, todas ellas procedentes de museos de todo el mundo. Y luego acabé pensando que necesitábamos una unidad de tiempo [un año] y de lugar [París] para mantener el resorte trágico de la novela, para no diluir la intriga en una historia de viajes. De ahí el foco sobre estos tres museos [Louvre, Orsay, Beaubourg], con escalas cronológicas y geográficas más restringidas. Entonces es Henry, dependiendo de la coherencia del personaje, y no yo, quien hace la selección.
—En tu libro, el circuito elegido por el abuelo ayuda al lector a conectar con el arte contemporáneo. Si ya es difícil contemplar una obra clásica o realista, qué tan difícil nos resulta hoy acercarnos al arte contemporáneo? ¿El arte hoy está más lejos del individuo común de lo que estaba antes?
Permíteme contarte una pequeña historia: en 1910, tuvo lugar un famoso engaño. Queriendo burlarse de las vanguardias de su época, el periodista y escritor francés Roland Dorgelès firmó, bajo un seudónimo, un manifiesto que parodiaba el “excesivismo” y luego expuso un “sol poniente” de muy mala factura que aún así encontró comprador. Luego reveló su broma: “¡Era un burro el que había pintado el cuadro con su cola!”. Esto es revelador del cansancio de esta época frente a la abundancia de vanguardias autoproclamadas, donde, por ejemplo, habían germinado el fauvismo o el cubismo. Y podríamos creer que este sería el principio de su fin. Craso error. ¡Nunca ha habido tantos movimientos artísticos como hoy! Todavía tenemos que buscarlos, y a veces en zonas ciegas, en otros países, en lugares alternativos y otros medios. Uno de ellos son los videojuegos, por ejemplo, donde la experiencia estética se reinventa de arriba a abajo. Si la obra de arte total que proponía Wagner reencarnara en el siglo XXI, creo que sería en el mundo digital.
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