En los años 60, Hidra, una pequeña isla griega ubicada en el Mar Egeo, era un refugio para todos aquellos que se sintieran hastiados del mundo. Un lugar perfecto para anónimos artistas en ciernes, hippies en busca de un viaje impensado, soñadores fugitivos de las exigencias rutinarias de la vida “normal”. Exactamente al inicio de esa década Leonard Cohen, un muchacho de 25 años, nacido en Westmount, Montreal, que por entonces dedicaba sus días a la poesía, puso por primera vez sus pies en ese pedacito de tierra en el que amanecía y anochecía de modos y colores distintos al resto del planeta, con otra música de fondo y con las olas remojando sus descalzos sueños. Hidra era entonces el paraíso hedonista de aguas turquesas en el que anhelaba vivir cualquier aspirante a creador o, sencillamente, alguien que no quería que lo interrumpieran viviendo a plenitud il dolce far niente.
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Sin embargo, una belleza rubia distrajo al joven, que respondía al nombre de Leonard Norman Cohen, de aquel abandono del mundanal ruido. Su nombre, Marianne Ihlen, una joven nacida en Noruega 8 meses después que él. Su cuna, Larkollen, era una gélida localidad ubicada cerca de la frontera con Suecia y el fiordo de Oslo. Desde su casa podían verse el Mar del Norte y una infinita soledad.
Por eso, tras dejar de lado su deseo de ser actriz y casarse con el escritor Axel Jensen, ambos decidieron viajar a la isla de Hidra en 1958. Allí, dejaron de lado las comodidades de la vida urbana, apenas tuvieron agua potable o luz eléctrica y predicaron una absoluta sencillez. Así empezaron a criar a su hijo Axel Jr. Sin embargo, el amor entre la pareja no se extendió por mucho tiempo más. No hubo noche cálida o atardecer que pudiera retener los colores de una sonrisa o un abrazo leal. Para Marianne, mirar el horizonte buscando su hogar noruego, era como mirar la luna y pretender vencer distancias imposibles de superar. Distancias físicas y del alma, por supuesto.
Cuando Axel ya había encontrado pasiones que lo seducían con más fuerza que Marianne o que sus libros, llegó allí el buen Leonard y ambos se conocieron, se gustaron y se acompañaron, bañándose en el mar, mirando las nubes seguir un recorrido etéreo y decidido, escuchando un disco o disfrutando del pacífico silencio que se obsequiaban el uno al otro. Los poco más de 60 kilómetros cuadrados de extensión de una isla llena de impecables casas blancas o venecianas mansiones de verano, que solo podía recorrerse a pie, mula o caballo, eran suficiente para ellos. Por un tiempo, al menos, así fue. La poesía de García Lorca, Whitman, Yeats o las novelas de Henry Miller daban vueltas en la cabeza de Leonard y empezaba a rasgar la guitarra imitando el estilo que un amigo español le había enseñado tiempo antes, en su nativa Montreal. A pesar de que aquel oasis pudo ser el teatro de su vida, su inquietud lo llevaría a brillar en otros escenarios.
“So Long, Marianne”
Un amor inquebrantable
“You know that I really love to live with you/ But you make me forget so very much/ I forget to pray for the angels/ And then the angels forget to pray for us” (Sabes que de verdad me encanta vivir contigo/ pero me haces olvidar tantísimo/ Me olvido de rezar por los ángeles/ y luego los ángeles se olvidan de rezar por nosotros), cantó Cohen algunos años después de estos días maravillosos. Mientras vivía en Hidra y pasaba su tiempo junto a Marianne y el pequeño Axel, publicó la colección de poesías Flowers for Hitler (1964) y Parasites of Heaven (1966), además de las novelas The Favourite Game (1963) y Beautiful Losers (1966). Ya se intuían en su escritura los temas que, años más tarde, le pondrían a sus canciones venas, vidas y sangre: la depresión, la nostalgia, el sexo en todas sus facetas, el amor correspondido y el que no, la búsqueda mística, la angustia citadina, la seducción de la vida bohemia. Sus amigos de Hidra eran felices aplaudiéndolo las veces que se animaba a tocar y cantar para ellos. A pesar de eso, las cosas no parecían ir como las había imaginado. Sus libros no vendían lo suficiente y tenía que inventarse otro camino hacia el éxito artístico que anhelaba.
Entonces, comenzaron las idas y venidas. Ambos salían de la isla, regresaban, se separaban, se desenamoraban, volvían a seducirse, a quererse, a separarse otra vez solo para celebrar nuevos reencuentros durante los 8 años que se extendió una relación que no solo inspiró más tarde “So Long, Marianne”, sino también otras canciones emblemáticas, como “Bird on the Wire” o “Hey, That’s No Way to Say Goodbye”.
En 1967, Leonard Cohen grabaría su primer disco, “Songs of Leonard Cohen”, que incluía esta última, además del tema dedicado a Marianne y otra como “Suzanne”, dedicada a la mujer con la que, ya entonces, dividía sus cariños. El final de la utopía helénica se intuía cercano. En 1969 publicó “Songs From a Room”, que incluía una foto de Marianne en su contraportada, sentada frente a la máquina de escribir que vio nacer aquellos temas que, pronto, lo convertirían en uno de los cantautores que con más delicadeza y virtud supieron tratar a las palabras durante la segunda mitad del siglo XX.
Lo que en un momento fueron idas y venidas entre Grecia y Norteamérica, se convirtieron, finalmente, en un adiós permanente. La carrera artística de Leonard había tomado el vuelo que su talento merecía. Marianne ya era dueña también de su propio destino.
Más allá de una isla desierta
“Escribí esto para Marianne. Espero que esté aquí, quizá esté aquí. Espero que esté aquí. Marianne”, dijo un Leonard Cohen que navegaba, confundido e ingrávido entre inclasificables sustancias, la madrugada del 31 de agosto de 1970, cuando estaba por compartir con el público del Festival de la Isla de Wight la que ha sido llamada “La mejor canción escrita sobre una ruptura”, que no es otra que la que ha motivado el documental de Netflix “Marianne & Leonard: Words of Love” –dirigido por Nick Broomfield- y, por supuesto, este artículo: “So Long, Marianne”. Ella, sin embargo, no estaba en la audiencia.
Años más tarde, confundidas entre sus sábanas, la fama, el whisky, el speed, el LSD o algunos cigarrillos de hierba, aparecerían en su vida Janis Joplin –junto a cuya sombra aún recorre los pasillos del Chelsea Hotel de Nueva York; Joni Mitchell o Judy Collins, otras voces que encontraron sus ecos en el viento; Suzanne Elrod, la madre de sus dos hijos, Adam y Lorca; Suzanne Verdal, más sueño que amor; la actriz Rebecca De Mornay, la mano que meció la cuna que en sueños evocaba; Kelley Lynch, manager que lo dejó en la quiebra mientras él profesaba su disidencia del mundo en un retiro budista o la cantautora y pianista Anjani Thomas, la última con quien compartió los secretos de una vida que supo ser desquiciada, imparable, volada, creativa o monacal. Ninguna, sin embargo, amenazó ensombrecer el recuerdo de Marianne. Quizás por eso, el artista confesó alguna vez: “Mi reputación de mujeriego fue un chiste que me hizo reír con amargura las diez mil noches que pasé solo”.
En algún momento del documental podremos ver cómo la amistad entre Leonard y Marianne se mantuvo a flote, a pesar del tiempo, la distancia y otros nuevos amores. Cohen pasó por Oslo durante una gira, alrededor del 2010, y la invitó al concierto. Allí, en un determinado momento, él desde el escenario y ella desde el público, sin verse el uno al otro, cantan “So Long, Marianne”. Por unos instantes fueron dos gaviotas sobrevolando nuevamente el cielo de Hidra. “Oh so long, Marianne/ It’s time that we began to laugh and cry/ And cry and laugh about it all again” (“Oh, hasta luego, Marianne, / es hora de que empecemos / a reír y a llorar, a llorar y reírnos / otra vez de todo esto”)
Probablemente, aquella fue la última vez que se vieron o se oyeron de cerca, pero no la última en que tuvieron contacto. “Marianne & Leonard: Words of Love”, el documental que ha estrenado Netflix recientemente, nos cuenta más detalles conmovedores de esta historia, cuyo final evitaré adelantar aquí.
Y lo haré de ese modo porque las verdaderas historias de amor no tienen un final triste ni feliz, solo terminan, a pesar de que las canciones inspiradas en ellas no apaguen nunca su luz. Quizás por eso, uno de los últimos poemas que Leonard Cohen escribió antes de morir, el 7 de noviembre del 2016, a los 82 años, decía esto: “No podía desaparecer/ sin decirte/ que morí en Grecia/ me enterraron allí/ donde el burro/ está atado al olivo/ Siempre estaré ahí”.
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