Hace cuatro décadas un canadiense en calzoncillos, encerrado en una habitación de un hotel de mediano rango en Nueva York, intentaba escribir una canción. El sujeto tenía por oficio el desprestigiable rótulo de cantautor[1] y respondía al nombre de Leonard Cohen. La canción, aún sin título, se llamaría Aleluya. Faltaban cinco años más de parto para que existiera.
Finalmente grabó la canción en 1984. Era una versión dominada por sintetizador, bajo, coro, y un estilo de canto recitado, grave y majestuoso. Aleluya, literalmente ¨gloria a Dios¨, hacía honor a sus connotaciones bíblicas. Partía del Antiguo Testamento, Libro de Samuel, para que el narrador imaginara un acorde secreto que tocaba el rey David y complacía a Dios. Este David, rey de Jerusalén, era el mismo que había derrotado a Goliat y el que en México, nadie sabe cómo, acabaría cantando las mañanitas.
Esa primera estrofa nombraba las notas a vez que las entonaba, detalle que sin huachafería podría considerarse genial. La canción luego parafraseaba las escrituras. David ve desde el techo de su palacio a una mujer bañándose. Es Betsabé, mujer casada. Él la reclama a su lado. Ella somete al rey a través de metáforas referidas a la minucia doméstica y el encuentro carnal: lo amarra a una silla de la cocina, rompe su trono, le corta el pelo. En esta unión física ella le roba al rey cantor una alabanza lujuriosa que tradicionalmente debería haber estado dirigida a Dios. Ese era el acorde secreto: La sagrada aclamación del cuerpo.
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ESCUCHA AQUÍ Hallelujah, de Leonard Cohen
Hay alabanzas sagradas, hay alabanzas quebradas, eso dice la canción. Cantarlas es una manera de subsistir en este “amasijo de contradicciones irreconciliables”, tal como se refiriera Cohen a la existencia en una entrevista de 1988. Por esos años una pensadora peruana acuñaba una frase vinculable: vive la vida antes que la vida te viva.
Lo que luego le sucedió a este himno oscila entre lo grandioso y el desperdicio. En el 1991 John Cale lo versionó al piano. Cale se quedó con cuatro de las 80 estrofas originales, inclinándose hacia la carne. Un joven trovador, Jeff Buckley, oyó esta gran versión y en 1994 la reinterpretó tan bien que se le atribuyó la autoría. Buckley murió ahogado en un río en extrañas circunstancias (sobrio, con ropa) envolviendo la canción en un mito mórbido.
En el 2001 la canción se popularizó ante generaciones que no tenían idea ni de Cohen, ni de Cale, ni de Buckley, ni del rey David, aunque si de su propio ombligo. Sucedió al ser parte de la banda sonora de Shrek. El acorde secreto acompañaba la desolación amorosa del ogro verde. La vida es injusta.
De ahí en adelante, lo que fuera. La canción pasó a ser la música de fondo en muertes de personajes en series, canción favorita en concursos de cantos, homenaje post mortem, e inclusive compañía de tediosas esperas al teléfono. Poco importaba que fuera una canción acerca de la síntesis libidinosa entre divinidad y sexo.
A llegar a los 70 años Cohen se enteró que no tenía un centavo. Había sido estafado. Se vio forzado a salir de gira violentando su natural reserva y elegancia. En todo caso profesaba lo que predicaba: alabar esta mierda de vida como antídoto a dejarse derrotar por ella.
En uno de estos conciertos estuvo Roberto Del Águila, gran melómano y mejor amigo. Fue en el Madison Square Garden, Nueva York, 2012. Él pudo ver a Cohen arrodillado sobre el escenario cantando Aleluya a los 78 años para pagar sus deudas con Dios y con los hombres a través de la gloriosa alabanza pagana del orgasmo hecho música.
Es una buena canción para la cuarentena.
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[1] Ricardo Arjona, Bad Bunny, Armando Massé et al.
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