Cuando a Yoichi Takahashi le preguntan por qué creó al Capitán Tsubasa, ese manga devenido en anime donde la consecución de un gol puede tardar un capítulo entero, el dibujante japonés responde, con inocencia, que fue por una quimera. Impactado por el Mundial de Argentina 78, imaginó que Japón algún día se desviviría por ese deporte atávico que reglamentaron los ingleses. En otras palabras, fue un hombre del otro lado del mundo que soñó ver a su país jugando fútbol.
Hasta Francia 98, Japón nunca había disputado un mundial. Casi un siglo entero lejos de la fiesta deportiva que paraliza a más sociedades en el globo. Después de aquel torneo no solo clasificó a todos los mundiales que le sucedieron, sino que además clasificó hasta los octavos de final en tres de ellos. Y, por si fuera poco, se dio el gusto de ser el coorganizador de la Copa del 2002, junto a Corea del Sur.
Desde los años ochenta, su liga fue dejando el amateurismo. Pero no fue hasta 1992 cuando la Federación Japonesa de Fútbol (JFA) dio la gran señal de que se estaba tomando el fútbol en serio. Apoyados en el ejemplo de Estados Unidos, idearon un proyecto para elevar el nivel de sus ligas con talento de cracks veteranos, que deseaban repotenciar sus sueldos en sus últimos años. Su antecedente más emblemático es el brasileño Zico, heredero de la 10 de Pelé, quien desplegó sutilezas en el Kashima Antlers hasta los 41 años, en el primer lustro de los noventa. Ese plan nació atrevido: fijaron ser campeones mundiales en el 2092. Un plan ambicioso a larguísimo plazo, pues creyeron que el proceso tardaría y mucho.
Los dirigentes japoneses de aquel entonces deben haber agotado todos los sakes de la casa tras la victoria por 2-1 ante Alemania, el segundo país que más veces ha levantado la Copa del Mundo después de Brasil: cuatro.
Si bien los alemanes se marcharon de Rusia 2018 en primera ronda, a manos de Corea, este equipo de Hansi Flick ilusionaba más que aquel por un recambio generacional con figuras excluyentes, como Havertz, Gnabry y Musiala. Y liderado por dos veteranos en las dos áreas: Neuer en el arco y Muller en el ataque.
A los 33′, cuando Gundogan convirtió de penal, los germanos no se encontraban en su mejor momento, precisamente. La plasticidad y la solidaridad de los japoneses que parecían multiplicarse en el campo era un deleite. Y cuando la recuperaban no la perdían tontamente. Aprendieron bien esa lección ñoña de los Supercampeones de que el balón es su amigo.
En el arco nipón, Shuichi Gonda fue un espectáculo: en el primer tiempo tuvo una cuádruple atajada que ya ingresó tempranamente al ránking de Qatar 2022.
—Final mortal—
Hajime Moriyasu, el entrenador de Japón, tenía guardada una sorpresa para los alemanes en el segundo tiempo: el volante Ritsu Doan y el delantero Takuma Asano, ambos futbolistas que militan en clubes de la Bundesliga. Doan en el Friburgo y Asano en el Bochum. ¿Quiénes mejor que ellos para leer a los de Hansi Flick? Acertó. Todo lo opuesto al técnico alemán que tuvo la brillante idea de sacar a Gundogan, el más clarito para distribuirla, protegerla y filtrarla.
Sea como fuere, fueron Doan y Asano, ambos peliteñidos, como buenos japoneses, quienes le voltearon el resultado y el rostro a los europeos en los últimos quince minutos. A los 75′, Doan coronó una jugada colectiva, en la que Neuer dejó un rebote en el corazón del área. Ya era una hazaña, pero los japoneses quisieron enmarcarla en la historia (era la primera vez que se enfrentaban en un mundial): a los 83′, Asano aprovechó la lentitud de Sule, sacándole algunos metros de ventaja para definir con un uñazo inatajable.
Cuando el partido terminó los japoneses celebraron como si hubiesen ganado la final del mundo. Su gente, en Asia, igual. La leyenda-fake de los Supercampeones asegura que las aventuras del Capitán Tsubasa no fueron más que el sueño de un niño sin piernas, en un hospital. Despierten tranquilos, amigos japoneses, créanlo: existió y todos lo vimos.
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