Después del encuentro celebrado hace ocho meses en Singapur entre Donald Trump y Kim Jong-un, en el que no hubo ningún resultado tangible, salvo declaraciones de amor eterno y vagas promesas de buena voluntad de parte del líder supremo norcoreano, siempre y cuando su interlocutor “tomara medidas genuinas”, la cumbre de esta semana en Vietnam debía aportar resultados concretos para el presidente estadounidense, que ya viene sufriendo bastantes reveses dentro y fuera de su país.
Por eso resulta incomprensible que Trump se enterara, justo antes del almuerzo con el que culminaba la cita, que Kim no pensaba firmar ningún acuerdo para deshacerse de su arsenal nuclear si antes el Gobierno Estadounidense no levantaba todas las sanciones económicas contra Corea del Norte.
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Una cumbre de esa naturaleza no es una reunión de amigos que se sientan a conversar de negocios. Cuando dos jefes de Estado se encuentran es porque sus asesores, cancilleres y ministros de Defensa han ido preparando minuciosamente, y en privado, el acuerdo que estos suscribirán en público.
En enero, durante su mensaje de Año Nuevo, Kim había afirmado que “si Estados Unidos no modifica sus sanciones ni su presión, nos veremos obligados a explorar una nueva vía para la defensa de la soberanía de nuestro país y los intereses supremos de nuestro Estado”. Al parecer, nadie en Washington escuchó lo que el mandatario norcoreano venía afirmando a lo largo de los meses previos al encuentro, que terminó con el portazo del multimillonario.
Esto nos lleva a suponer que el inquilino de la Casa Blanca confunde su talento para los negocios inmobiliarios con la diplomacia, que él ejerce por la libre sin ninguna preparación. Ni siquiera fue capaz de lograr gestos significativos, como la tan esperada declaración de paz entre Estados Unidos y Corea del Norte, que terminaría con el armisticio que persiste desde 1953 y que los mantiene técnicamente en guerra. Tampoco se logró nada sobre las oficinas de intereses o de enlace que harían las veces de embajadas en ambos países y que el gobernante surcoreano, Moon Jae-in, ansía tanto para continuar con el empeño de reunificación de la península que lo mantiene en un holgado 50% de popularidad.
Quien retorna vencedor a Pyongyang, tras su paseíto por Vietnam, es el líder supremo, que podrá ufanarse de haber encarado por segunda vez al león hasta hacerlo perder la compostura, sin ceder un ápice su soberanía.
Él, a diferencia de Trump, no tiene que enfrentarse al escrutinio popular y menos aún firmar un tratado con alguien que no se sabe si seguirá en la Casa Blanca en enero del 2021. Encima, con el precedente de lo fácil que es para Washington desconocer acuerdos largamente trabajados, como el que se firmó con Irán durante la administración Obama.
Para Trump, con las elecciones ad portas, era fundamental un triunfo. Kim necesita sus misiles de largo alcance y sus ojivas nucleares para mantenerse en el poder y no terminar en la horca, como Saddam Hussein, ni linchado en la calle, como Muamar Gadafi.