Los platos con porciones de agave asado pasan de mano en mano, despertando la curiosidad de un manjar. “Cuidado, es muy fibroso”, advierte una joven de largos cabellos trenzados sobre esta planta desértica, uno de los alimentos tradicionales de los indios cahuilla de Estados Unidos.
Alrededor de 200 personas se han reunido en el museo Malki dedicado a esta tribu -situado cerca de la localidad de Palm Prings (oeste de California)- para participar en la fiesta anual.
El agave, también conocido como pita o maguey, también es habitual en los desiertos de México. De hecho, su destilado da origen al tequila, bebida típicamente mexicana.
En la fiesta cahuilla del agave, algunos disfrutan de la experiencia pero otros hacen muecas. Su pulpa es parecida a los corazones de las alcachofas, pero dulzona y con un regusto amargo.
“Hay que acostumbrarse al sabor”, explica a la AFP Sharon Mattern, una asidua de esta celebración, acerca de la rareza de la planta, indispensable en otros tiempos para los cahuilla por su alto contenido de aguas nutrientes.
Cocinarla en el siglo XXI es una forma de recordar a los antepasados de esta etnia, que llegó a tener 10.000 miembros antes de entrar en contacto con los blancos hace casi 250 años. Actualmente solo cuenta con 1.000 personas.
“Esta celebración es muy importante para nosotros, porque es una forma de decir que seguimos aquí y que nos acordamos de nuestras tradiciones”, cuenta Ernest Siva, uno de los veteranos de los cahuilla.
“Hoy en día lo encontramos todo hecho en los supermercados, pero a veces hay que rememorar que antes se necesitaba trabajar mucho” para alimentarse, señala. “Había que recoger el agave, asarlo en el suelo, e incluso molerlo para conseguir harina”, apunta.
Los indios también lo almacenaban para los meses en los que escaseaba el agua y la comida.
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Los comensales venidos de todas partes y de todas las edades se reúnen alrededor de la gran mesa para disfrutar de esta comida tradicional.
Los agaves asados acompañan un menú compuesto por ragú de conejo, carne de ciervo y pava salvajes, puré de bellotas, pan frito y sopa de judías verdes secas. ¿Para beber? Limonada a base de agave.
“Es muy enriquecedor compartir su saber, sus cantares, sus danzas, sus rezos y su comida”, asegura a la AFP Nathalie Colin, una francesa que se enamoró de las culturas de los cahuilla y que ahora dirige el museo Malki.
El centro, que cumplió el año pasado medio siglo, se ha convertido en una plataforma esencial para preservar y promover las costumbres de esta etnia.
Además de los cantos -“bird songs” (canciones de pájaros)- y la confección de cestas, uno de sus mayores logros es haber desarrollado un sistema escrito para plasmar las tradiciones que hasta ahora se habían transmitido de boca en boca.
“Las canciones, el uso de las plantas, su manera de construir edificaciones, todo estaba es sus cabezas, por eso la usaban mucho más que nosotros”, recalca Colin.
“De alguna forma es una pena perder la tradición oral con la escritura, pero era crucial para salvar la lengua”, defiende.
El cahuilla está en peligro de extinción porque apenas unas veinte personas lo saben hablar en todo el mundo. Ernest es uno de los afortunados, aunque reconoce que a veces habla consigo mismo ya que no tiene “con quién conversar” en el idioma de sus antepasados.
Pero no todo está perdido. Esta tribu parecía condenada a desaparecer a principios del siglo XX, cuando la cultura dominante le invadió y muchos abandonaron las reservas.
“Ahora estamos ante una etapa de renovación, la gente se siente orgullosa y ha empezado a decirle a sus hijos cuáles son sus orígenes”, sostiene la directora del museo.
Raymond Huate asiente. Cuando comenzó a enseñar el cahuilla solo acudían unos pocos alumnos. “Ahora la clase está llena”.