Si el próximo domingo 30 de diciembre se logran celebrar las elecciones presidenciales previstas en la República Democrática de Congo (RDC) y después todo sale bien, ese país vivirá su primera transición democrática del poder en su historia.
No será un logro menor. Desde que se independizó de Bélgica en 1960, todos los cambios en el poder en ese país se dieron por la vía violenta.
El primer presidente del país, Joseph Kasa-Vubu, fue derrocado en un golpe de Estado en 1965 por el general Mobutu Sese Seko, quien gobernó hasta 1997, cuando fue desplazado del poder por Laurent-Désiré Kabila.
Este murió asesinado en el 2001 a manos de uno de sus guardaespaldas y fue sustituido en la presidencia por su hijo Joseph Kabila, quien debía entregar el poder a un nuevo mandatario que debía ser elegido en el 2016 en unos comicios que fueron postergados hasta ahora.
Pero si esta parte de la historia de la RDC parece rocambolesca y traumática, más aún lo fue su creación como país y su pasado colonial cuando estuvo bajo el mando del rey belga Leopoldo II.
“De los europeos que luchaban para hacerse con el control de África a finales del siglo XIX, se puede decir que el rey belga Leopoldo II dejó el mayor y más horrible legado de todos”, escribió en el 2004 Mark Dummet, excorresponsal de la BBC en Kinshasa, en una nota sobre el monarca.
“Mientras las grandes potencias competían por conseguir territorios en otros lugares, el rey de uno de los países más pequeños de Europa esculpió su propia colonia privada de 100 kilómetros cuadrados en la selva tropical centroafricana”, agregó Dummet.
Leopoldo II extendió sus dominios hasta controlar un territorio equivalente a 60 veces el tamaño de Bélgica.
Pero no sería tanto el tamaño de esas posesiones sino lo que allí ocurriría y las condiciones en las que sucedió lo que marcaría su legado.
Colonia privada
Leopoldo II, quien reinó en Bélgica entre 1865 y 1909, buscó convertir su pequeño país en una potencia imperial para lo cual lideró los esfuerzos para desarrollar la cuenca del río Congo.
Argumentando su deseo de llevar a los nativos africanos los beneficios del cristianismo, de la civilización occidental y del comercio, el monarca convenció a las potencias euroasiáticas de permitirle tomar el control de esa extensa región a través de una organización que llamó Asociación Internacional Africana y que en 1885 transformó en el Estado Libre del Congo.
Esta institución privada no estaba vinculada con el estado belga sino que dependía directamente del monarca, quien se presentaba como su “propietario”. Era la única colonia privada del mundo.
Pero detrás del discurso filantrópico de Leopoldo II había un gran interés en hacerse con las grandes riquezas del territorio.
Primero, del marfil, que era inmensamente apreciado en la época previa a la creación del plástico por ser un material que podía ser utilizado para crear infinidad de piezas, desde estatuillas hasta teclas de piano pasando por piezas de joyería y dientes falsos.
De allí surgió la mayor parte de la riqueza obtenida por el monarca durante los primeros años del Estado Libre del Congo. Los abusos y las extremas condiciones a las que eran sometidos los nativos africanos allí para obtener este preciado material fueron retratados por el escritor británico de origen polaco Joseph Conrad en su novela “El corazón en las tinieblas”.
Manos mutiladas
Gradualmente, el interés por el marfil fue desplazado por la fiebre del caucho, cuando en la década de 1890 su uso se disparó para producir ruedas de bicicletas y de autos, para recubrir cables así como para fabricar cintas de transporte para automatizar el trabajo en las fábricas.
El negocio del caucho tenía sus complejidades, pues la materia prima se extrae de un árbol que tarda muchos años en crecer, por lo cual quienes controlaran territorios con abundancia de estos árboles tenían una fortuna entre sus manos. Y el Estado Libre del Congo tenía muchos de ellos.
También abundan los relatos sobre la crudeza con la que se explotaba este material en los territorios controlados por Leopoldo II.
“Él convirtió su 'Estado Libre del Congo' en un campo de trabajo masivo, hizo una fortuna para sí mismo con la recolección del caucho y contribuyó en gran medida a la muerte de quizá unos 10 millones de inocentes”, señaló Dummet.
La cifra de las posibles víctimas es controvertida.
En 1998, el historiador estadounidense Adam Hochschild publicó un libro en el que Leopoldo II quedaba señalado como el responsable de una suerte de holocausto africano, que superaría en cantidad de víctimas al número de judíos muertos a manos de la Alemania nazi.
En Bélgica, algunos expertos rechazaron las conclusiones del polémico texto. “Ocurrieron cosas terribles, pero Hochschild está exagerando. Es absurdo decir que murieron tantos millones”, le dijo entonces Jean Stengers, un historiador especializado en la época de Leopoldo II, al diario británico The Guardian.
Stengers reconoció que la población del Congo mermó de forma dramática durante los 30 años siguientes a la toma de control de ese territorio por parte de Leopoldo II, pero advirtió que era imposible saber cuántas víctimas hubo pues nadie sabía cuántas personas habitaban allí en ese momento.
En lo que sí hay coincidencia entre los estudiosos fue en los métodos brutales utilizados por los representantes de Leopoldo II para obligar a la población nativa a explotar el caucho.
El Estado Libre del Congo estaba controlado por un ejército privado de unos 19.000 hombres conocido como Fuerza Pública.
Miembros de esta organización aterrorizaban a las poblaciones nativas para obligarlas a trabajar.
El método era el siguiente: entraban en una aldea por la fuerza, tomaban a las mujeres y a las niñas como rehenes y ordenaban a los hombres adentrarse en la selva para recolectar una cuota determinada de caucho.
Mientras los hombres cumplían con la tarea impuesta para salvar a sus esposas e hijas, estas morían de hambre o eran sometidas a abusos sexuales.
Además, quienes no fueran capaces de completar la cuota que les había sido impuesta estaban amenazados con la amputación de una de sus manos o de las de alguno de sus hijos.
Este castigo también era una práctica habitual por otros motivos. Los miembros de la Fuerza Pública tenían que demostrar que no “malgastaban” las balas de las que disponían, pues estas debían ahorrarse para ser usadas en caso de un motín.
Entonces, por cada bala gastada se les exigía que presentaran la mano cortada a uno de los rebeldes muertos. Como resultado, cuando los soldados regresaban de una expedición para sofocar una revuelta traían consigo cestas repletas de manos cortadas.
Pero esta medida de “ahorro” también se prestaba a otros adicionales abusos. Así, cuando un soldado erraba el tiro o cuando simplemente usaba sus balas para jugar al tiro al blanco, en ocasiones le cortaba la mano a un nativo para poder justificarse ante su oficial a cargo.
La biógrafa británica de Leopoldo II, Barbara Emerson, asegura que el monarca se sintió consternado cuando escuchó sobre los terribles abusos que ocurrían en sus dominios africanos -los cuales, por cierto, nunca conoció personalmente. “Estos horrores deben terminar o me retiraré del Congo. No seré salpicado de sangre y lodo”, le habría escrito a su secretario de Estado.
Sin embargo, también se refiere que comentó: “Cortar las manos. Es algo idiota. Yo les cortaría todo lo demás, pero no las manos. Eso es lo único que necesito en el Congo”.
Un legado polémico
Durante la primera década del siglo XX se fueron acumulando las críticas en contra de los abusos que se cometían en el Estado Libre del Congo.
“Robo legalizado y ejecutado con el uso de la violencia”, afirmó Dummet que era la forma como se describía en aquella época lo que ocurría en África bajo Leopoldo II.
Algunos historiadores señalan que esas críticas eran, en parte, impulsadas por otras potencias coloniales europeas que buscaban desviar la atención de sus propios abusos.
En todo caso, la presión ejercida sobre el monarca derivó en la decisión de este de transferir en 1908 su “propiedad” en África a Bélgica, con lo cual el Estado Libre del Congo se convirtió en el Congo Belga.
Leopoldo II murió poco después, pero dentro de los proyectos que había dejado en marcha estaba la construcción del Museo Real de África, en las afueras de Bruselas, que se convirtió en el primer museo de Congo en el mundo.
Pensado, en parte, como un instrumento de propaganda sobre el proyecto colonial, esta institución fue reabierta a inicios de este mes luego de pasar cinco años cerrada en labores de adaptación de su colección a los nuevos tiempos.
Guido Gryseels, director general del museo, explicó en una entrevista concedida al diario The New York Times que parte del trabajo que hicieron tiene que ver con los esfuerzos para cambiar la visión positiva del colonialismo que ofrecía la institución.
“Generaciones enteras de belgas vinieron acá y recibieron el mensaje de que el colonialismo era algo bueno, de que trajimos civilización, bienestar y cultura al Congo”, señaló.
Para combatir esa narrativa, el museo reorganizó la colección y colocó información que destaca los problemas causados por el colonialismo.
Pero ¿y qué hay del legado de Leopoldo II?
Mark Dummet, excorresponsal de la BBC en Kinshasa, señaló que el país nunca se había recuperado realmente de aquella experiencia colonial.
“Los soldados del Congo nunca se alejaron del rol que les atribuyó Leopoldo como una fuerza para ejercer la coerción, atormentar y violar a la población civil desarmada”, apuntó en su texto del 2004.
Sin embargo, aquellos abusos al parecer sí tuvieron una consecuencia positiva aunque no buscada.
Según Dummet, la campaña para revelar lo que había ocurrido en el Estado Libre del Congo, liderada por el diplomático Roger Casement, se convirtió en el primer movimiento masivo moderno en defensa de los derechos humanos.
“La aparición de sucesores como Amnistía Internacional, Human Rights Watch o la organización con sede en Kinshasa Voix de San Voix ('La voz de los que no tiene voz') significa que en la actual República Democrática de Congo los abusos no pueden ocultarse por mucho tiempo”, apuntó Dummet.