Aproximadamente una semana después de la muerte de mi padre, me encontraba al pie de la montaña Yr Wyddfa -antiguamente conocida como Snowdon-, en el norte de Gales. Mi mujer y yo estábamos de visita durante unas horas para tomarnos un descanso: un momento lejos de la conmoción, las secuelas y la gris burocracia alrededor de la muerte repentina de un familiar.
Era un día húmedo y nublado -demasiado duro para escalar ninguna montaña-, así que nos detuvimos en el mirador que hay junto a la ruta. Mirando hacia las cumbres, recuerdo haber trazado el camino de una tubería de agua que se aferraba a una ladera escarpada. Comenzaba en el fondo del valle, en una central hidroeléctrica construida a principios del siglo XX, antes de elevarse entre la niebla.
Con tantas nubes bajas, no podía ver las cumbres de las montañas ni la parte superior de la tubería, así que me dejé llevar por mi imaginación. Imaginé que la pendiente continuaba hacia arriba infinitamente, sin llegar nunca a una cima, sino que seguía y seguía.
Aquel día, con la mortalidad tan presente en mi mente, no podía sentirme más que abrumado. Pero ese momento se sintió catártico: el dejar que mi mente subiera a las nubes y el recordar lo pequeño que era.
Desde entonces he tenido una sensación parecida mirando al océano -con la imaginación vagando por sus profundidades desconocidas- o mirando las estrellas, especulando sobre la distancia que había recorrido la luz a través del Universo hasta llegar a mi retina.
El encuentro con cosas mucho más grandes que uno mismo puede provocar una mezcla de emociones: asombro, maravilla y admiración, pero también humildad.
Ya en el siglo XVIII, escritores e intelectuales trataron de definir este grupo de sentimientos como sublimes, momentos en los que “la imaginación no encuentra freno”. Para describirlo utilizaron palabras como “alegría terrible”, “horror delicioso” o “grosera magnificencia”.
A través de lo sublime, encontraban un sentido más profundo de su lugar en el mundo, así como una conciencia de los poderes -y límites- de su propio intelecto.
Como escribió el ensayista Joseph Addison en 1712: “A nuestra imaginación le encanta llenarse de un objeto, o aferrarse a cualquier cosa que sea demasiado grande para su capacidad. Nos invade un agradable asombro ante tales vistas ilimitadas, y sentimos una deliciosa quietud y asombro en el alma al aprehenderlas”.
A veces es fácil olvidar que existe un mundo vasto y oscuro que espera ser explorado.
Tal vez ocurra porque gran parte de nuestras vidas pasa a través de la pantalla de un teléfono inteligente del tamaño de la palma de la mano. Quizá sea el exceso de familiaridad: lo que era salvaje y remoto en el siglo XVIII ahora está lleno de turistas, o tan cerca como una búsqueda en Google.
O puede que simplemente hayamos dejado de buscar. Al fin y al cabo, el momento actual ya es lo suficientemente abrumador, por la sobrecarga de información, la aceleración de las tecnologías, la injusticia, el cambio climático y mucho más.
Sin embargo, hay muchos beneficios al conectar con cosas mucho más grandes que nosotros mismos.
Muchos escritores en la Europa del siglo XVIII estaban fascinados con lo sublime, encontrando un nuevo aprecio por el poder y la enormidad que hallaban en la naturaleza.
En sus escritos, se pueden rastrear listas de escenarios en los que se podía encontrar tal experiencia: para unos, lo sublime estaba “en el campo abierto de la ruralidad, un vasto desierto sin cultivar, enormes series de montañas, altas rocas y precipicios o una amplia extensión de agua”; para otros, en “los volcanes con su violencia destructora, los huracanes con la devastación que dejan tras de sí, el océano infinito enfurecido o una elevada cascada en un río caudaloso”.
Una de las razones por las que lo sublime resultaba tan atractivo para ellos era que ampliaba la imaginación. Como escribe la filósofa Emily Brady en su libro de 2013 sobre lo sublime: “No podemos abarcarlo todo con la mirada, podemos mirar a izquierda y derecha, y a nuestro alrededor, pero parece no tener fin, llena el espacio y se extiende en todas direcciones de tal manera que no podemos ponerle límites a través de la percepción. A través de este tipo de experiencia estética tenemos una especie de sensación sensual del infinito, que es muy diferente de cualquier tipo de idea intelectual y matemática”.
En las dos últimas décadas, los psicólogos han llegado a estas ideas sobre lo sublime de hace 200 años, pero desde un ángulo diferente, y al hacerlo han iluminado otros beneficios más específicos de sentirse pequeño ante la enormidad.
Hace dos décadas, los científicos cognitivos Dacher Keltner y Jonathan Haidt trataban de entender lo que consideraban las emociones más olvidadas, y se sintieron especialmente intrigados por la experiencia de estar sobrecogidos.
Tras sumergirse en relatos de la historia, el arte, la antropología y la religión, llegaron a una definición: “Este asombro es la sensación de estar en presencia de algo inmenso que trasciende tu comprensión actual del mundo”.
Aunque existe cierto desacuerdo sobre si esto convierte al sobrecogimiento en una categoría de lo sublime, o viceversa, es evidente que ambos están entrelazados.
Mediante una combinación de experimentos de laboratorio y encuestas en 26 países, Keltner y sus colegas descubrieron que el sobrecogimiento tiene muchas formas: además de ser provocado por la naturaleza, los participantes en sus estudios describieron el sobrecogimiento en encuentros con la vida y la muerte, la buena música, el diseño visual o en momentos de espiritualidad, epifanía o belleza moral.
No todo el mundo experimentaba el sobrecogimiento de la misma manera, y había diferencias culturales en la forma en que se transmitía -lo que Keltner denomina “aromas”-, pero la sensación de sentirse sobrecogido por algo más grandioso que uno mismo era un denominador común.
Este conjunto de trabajos, que Keltner recorre en su próximo libro titulado “Asombro”, contribuye a aclarar que el sobrecogimiento conlleva innumerables beneficios mentales. Diversos estudios han demostrado que experimentar este asombro puede reducir el estrés, desalentar la queja constante y aumentar el bienestar personal. También fomenta una mayor atención a los detalles, potencia la memoria y estimula el pensamiento crítico.
Luego están los beneficios a nivel social: las personas asombradas son más propensas a mostrar generosidad, se vuelven menos individualistas y destacan un mayor sentido de la conexión con los demás y con el mundo.
Por ejemplo, cuando Keltner y Michelle Shiota, de la Universidad Estatal de Arizona, indujeron a las personas a sentir asombro en un experimento -al contemplar el esqueleto de un T. rex en un museo-, estas eran más propensas a describirse a sí mismas como parte de una comunidad.
Como escribe Keltner: “Las personas, en condiciones controladas, se definían a sí mismas en términos de rasgos y preferencias propios, en el espíritu del individualismo y su privilegio de lo distintivo sobre la humanidad común. Las personas que sentían asombro nombraban cualidades que compartían con los demás: ser estudiante universitario, pertenecer a una sociedad de danza, ser humano, formar parte de la categoría de todos los seres sensibles”.
En otro estudio, Keltner y Jennifer Stellar, de la Universidad de Toronto, llevaron a personas a la plataforma de observación de una torre de la Universidad de California en Berkeley. En comparación con un grupo en condición de control, estos participantes eran más propensos a manifestar una “mayor sensación de humildad y de que la dirección de sus vidas dependía de muchas fuerzas que interactuaban más allá de su propia capacidad de influir en ellas”, escribe Keltner.
“El asombro nos hace pasar de una mentalidad competitiva, de perro come perro, a percibir que formamos parte de redes de individuos más interdependientes y colaboradores”.
Esto sólo araña la superficie de las ventajas sociales y psicológicas del asombro, pero Keltner lo resume así: “El asombro nos aporta alegría, sentido y comunidad, junto con cuerpos más sanos y mentes más creativas... (Silencia) la voz fastidiosa, autocrítica, dominante y consciente del estatus de nuestro yo o ego, y nos capacita para colaborar, abrir nuestras mentes a las maravillas y ver los patrones profundos de la vida”.
El geólogo victoriano Charles Lyell escribió en una ocasión que existe una incomodidad inevitable al acercarse a las grandes incógnitas del Universo, describiendo la “dolorosa sensación de nuestra incapacidad para concebir un plan de extensión tan infinita”.
Para ilustrar sus sentimientos, Lyell describió un círculo de luz que se expande en la oscuridad: se ilumina a medida que avanza, pero a medida que crece su circunferencia, también lo hace el límite entre la luz y la oscuridad. En otras palabras, sugería que cuanto más aprendemos, más conscientes somos de nuestra verdadera insignificancia y de lo poco que sabemos.
“Aunque el esquema del Universo pueda ser infinito, tanto en el tiempo como en el espacio, es presuntuoso suponer que todas las fuentes de duda y perplejidad desaparecerán alguna vez”, escribió Lyell.
Es cierto, pero eso no significa que no debamos esforzarnos cada vez más por comprender nuestro lugar en el inmenso mundo que nos rodea. Cuando nos acercamos a lo desconocido, el psicólogo Frank Keil habla del poder de la maravilla, que describe como un sentido del asombro más activo y comprometido.
“El asombro es el motor que impulsa la innovación y la investigación”, me dice; el “impulso accidental” que está detrás de los mayores logros de la humanidad. Nos obliga a preguntarnos: ¿cómo, qué, dónde, cuándo, y si...? “Es una de las motivaciones más poderosas que tenemos como humanos, y nadie puede arrebatárnosla”, afirma.
En la era del Antropoceno, puede que necesitemos esta actitud más que nunca. Si queremos afrontar los enormes retos de las próximas décadas sin caer en las trampas gemelas de la arrogancia desdeñosa y el pavor paralizante, puede que necesitemos las lentes de lo sublime, el asombro o la maravilla. Con estas perspectivas, podemos abordar las sobrecogedoras incógnitas de nuestro tiempo con una reverencia atenta y consciente, reforzada por el poder colectivo del pensamiento y la imaginación humanos.
Cuando recuerdo aquel sobrecogedor día en Gales, hace más de una década, contemplando el Snowdon cubierto de nubes, poco sabía de la filosofía de lo sublime o de los beneficios psicológicos del asombro y la maravilla.
Lo que me importaba era lo que sentía en aquel momento: tal vez forme parte de la condición humana buscar consuelo en la inmensidad. Pero ahora, busco activamente esos encuentros dondequiera que pueda encontrarlos, consciente de todos los beneficios enriquecedores que pueden derivarse de ellos.
A veces, es bueno sentirse pequeño.
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