Se cumplen 10 años desde que el autodenominado grupo radical Estado Islámico (EI) proclamó su califato.
El anuncio se lo hizo al mundo su fundador, Abu Bakr al-Baghdadi, desde la mezquita Nuri de Mosul, en Irak.
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También conocida como Isis o Daesh en árabe, la organización se apoderó de grandes extensiones de Siria e Irak, imponiendo su severa versión de la sharía (ley islámica).
Impusieron castigos crueles y cometieron asesinatos, algunos de los cuales aparecieron en videos que publicaron en internet.
Durante los siguientes cinco años, EI consiguió atraer a miles de aspirantes a yihadistas de todo el mundo con la promesa de un califato islámico utópico.
La realidad era una vida dominada por la violencia extrema: cabezas cortadas colocadas en las rejas de las plazas de las ciudades, acoso constante por parte de la “policía moral” que patrullaba las calles y frecuentes bombardeos de una coalición liderada por Estados Unidos.
Esa coalición, que cuenta con más de 70 naciones, finalmente expulsó a EI de su último refugio en Baghuz, en el este de Siria, en 2019. El califato físico ya no existía, pero la ideología permaneció.
Entonces, ¿en qué se ha convertido el Estado Islámico?
Un alto funcionario del gobierno británico describe la situación del grupo como “de capa caída”,, aunque reconoce que sigue existiendo.
Pese a su menguante liderazgo central que mantiene en Siria, EI ha expandido su franquicia a varios continentes.
La mayor parte de los ataques llevados a cabo en su nombre se producen ahora en el África subsahariana.
En Europa y Medio Oriente, se considera que su rama más peligrosa es el autodenominada Estado Islámico del Gran Jorasán, al que se culpa ampliamente de los ataques con víctimas masivas de este año en Moscú (Rusia) y Kermán (Irán).
El Estado Islámico del Gran Jorasán tiene su base en Afganistán y el noroeste de Pakistán, desde donde encabeza una insurgencia contra los talibanes del gobierno afgano.
Esto puede sonar extraño, dado que los talibanes han impuesto su propia interpretaición extrema de la sharía, prohibiendo a las mujeres trabajar o incluso recibir una educación adecuada, además de reintroducir castigos como la lapidación hasta la muerte.
Sin embargo, los talibanes y EI son rivales acérrimos, y después de 20 años como insurgentes, los talibanes ahora son los cazadores furtivos convertidos en guardabosques.
Cuando EI tuvo una base física -su califato en Siria e Irak- consiguió atraer reclutas a quienes les resultó fácil volar a Turquía, tomar un autobús hasta la frontera y luego pasar traficados a Siria.
Estos reclutas, en su mayoría, carecían de experiencia militar y de cualquier comprensión real de la guerra civil que estaba desgarrando a Siria.
Muchos tenían antecedentes de delitos menores y consumo de drogas en sus países de origen.
Entre ellos se encontraban cuatro hombres del oeste de Londres, apodados Los Beatles por sus prisioneros. Ellos terminaron custodiando y torturando a periodistas y trabajadores humanitarios occidentales.
Uno de ellos murió, el resto está en prisión, dos de ellos condenados a cadena perpetua en una cárcel de máxima seguridad en Estados Unidos.
Sin embargo, EI sigue incitando ataques a través de internet.
Sus dos causas principales en este momento son los llamados a vengar la ofensiva de Israel contra Gaza y la detención de mujeres y niños de EI en campamentos en muy malas condiciones en el norte de Siria.
Al igual que Al Qaeda, que tampoco ha desaparecido, EI se alimenta del desorden, la desesperación y la mala gobernanza de quienquiera que esté a cargo. En algunas partes de África hay grandes focos con los tres factores.
En los últimos años, los países del cinturón del Sahel –en particular Malí, Níger y Burkina Faso– han experimentado golpes militares que han provocado una mayor inestabilidad.
Las tropas francesas, estadounidenses y de la Unión Europea que estaban ayudando a los gobiernos locales a mantener a raya la amenaza yihadista, no siempre con éxito, han sido expulsadas o reemplazadas en gran medida por mercenarios rusos.
EI tiene ahora cinco ramas en África, a las que se refiere como Wilayaat (provincias), repartidas por África occidental, la zona del lago de Chad, la República Democrática del Congo y el norte de Mozambique.
También, en este caso, EI está en competencia directa -y a menudo en confrontación- con Al Qaeda.
EI se jacta de estar ampliando tanto sus operaciones como las zonas bajo su control. Ciertamente parece ser más ágil que los gobiernos contra los que lucha, y a menudo organiza incursiones mortales y emboscadas que matan a cientos de soldados o aldeanos en áreas remotas.
África no ha resultado ser un imán geográfico para los yihadistas internacionales como sí lo fue Siria hace 10 años.
No hay ningún flujo de voluntarios que acuda allí como lo hubo en la frontera turco-siria o, incluso antes de eso, hacia los territorios tribales del noroeste de Pakistán.
Pero la franquicia de EI todavía tiene muchos reclutas, en su mayoría jóvenes locales, que ven una falta casi total de oportunidades en otros lugares.
Los conflictos pequeños, muy localizados, aunque extremadamente violentos en África, pueden estar a miles de kilómetros de las costas de Europa, pero a medida que aumenta la amenaza yihadista, más inmigrantes de África buscarán una vida más segura en Europa.
En el apogeo de su fuerza, a mediados de la década de 2010, EI fue capaz de organizar varios ataques en Europa, como el que sus miembros perpetraron en la sala de conciertos Bataclan en París en 2015 que dejó 130 muertos.
Los asesinos fueron entrenados y enviados desde Siria, cruzando múltiples fronteras con facilidad y sin tener problemas para acceder a poderosas armas automáticas como Kalashnikovs procedentes de los Balcanes.
Desde entonces, y después de numerosos ataques en las ciudades europeas, el intercambio de inteligencia entre las fuerzas policiales y las agencias de seguridad ha mejorado considerablemente.
Los funcionarios de Reino Unido ahora creen que sería mucho más difícil –aunque no imposible– para EI o Al Qaeda montar el tipo de ataque altamente planificado y coordinado como los atentados de Londres de 2005 o el del Bataclan de 2015.
En cambio, lo que más les preocupa son los lobos solitarios: extremistas y sociópatas motivados que se radicalizan con la propaganda yihadista en internet.
En Reino Unido, la mayor parte del trabajo antiterrorista realizado por el Servicio de Seguridad, el MI5, todavía está dirigido a complots inspirados por EI o Al Qaeda.
Europa todavía está en su punto de mira, y el ataque de marzo de 2024 contra una sala de conciertos en Crocus, en Moscú, en el que murieron más de 140 personas, muestra que EI puede aprovechar una oportunidad para atacar a un enemigo cuando está distraído, en este caso por la guerra en Ucrania.
La producción de contenido de EI para sus plataformas en internet no es tan intensa como cuando tenía un califato físico, pero aun así ha podido reclutar talentosos diseñadores gráficos y diseñadores de páginas web para difundir su mensaje de odio e incitación a la venganza.
Uno de sus videos más recientes mostraba un avatar muy realista generado con inteligencia artificial de un presentador de noticias hablando en árabe, que transmitía su mensaje sin riesgo de que se revelara la identidad del orador.
Ese riesgo de ser identificados ha perseguido a los líderes de EI desde la muerte de Abu Bakr al-Baghdadi, en 2019.
Sin una presencia constante y carismática en internet, como la que tuvo anteriormente el fallecido líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, los líderes corren el riesgo de parecer irrelevantes, remotos y desconectados de sus seguidores.
Sin embargo, a esto se contrapone la corta vida útil de los líderes yihadistas. Una vez que se hacen públicos, corren el riesgo de que se descubra su paradero, ya sea mediante vigilancia electrónica e interceptaciones, o por informantes dentro de sus propias filas.
Del actual líder de EI no se sabe casi nada.
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