Todo comenzó una noche de borrachera hace 15 años en un bar de París.
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“Mi amiga y yo estábamos desoladas porque habíamos roto con nuestras parejas. Bebimos mucho vino y dijimos, 'vámonos lejos, a Japón', aunque podría haber sido cualquier otro sitio”, explica a BBC Mundo la fotógrafa Chloé Jafé (Lyon, 1984).
El viaje de un mes la llevó de la indiferencia total a la fascinación por la cultura japonesa.
Decidió repetir: “En mi segundo viaje pensé, 'la próxima vez me quedo0. Sentía que tenía algo que hacer aquí, aunque no sabía qué”.
Al impregnarse de contenidos nipones, desde antiguas películas de samuráis hasta series, novelas y cómics, comenzó a sentir atracción por el inframundo del crimen organizado que en Japón encarna la yakuza.
“De algún modo, es sexy”, dice.
Dividida en grupos o sindicatos como la mafia italiana, la yakuza opera todo tipo de negocios delictivos, desde apuestas, drogas y prostitución hasta usura, redes de extorsión y crímenes de guante blanco.
Su nombre procede de los números 8, 9, 3 (pronunciados en japonés ya, ku, sa), que componen la peor jugada de cartas posible, por lo que sus miembros lo consideran despectivo y prefieren las denominaciones gokudo (“el camino extremo”) o ninkyo dantai (“organización honorable o caballerosa”).
Aunque su origen se remonta al siglo XVII, la yakuza vivió su esplendor en la segunda mitad del XX, cuando el hampa floreció al calor del vertiginoso desarrollo económico del país tras la II Guerra Mundial.
Sin embargo, la modernización de la sociedad japonesa y la persecución policial han diezmado a la yakuza, cuyos más de 200.000 miembros a principios de la década de 1960 quedaron en poco más de 12.000 el año pasado, según estimaciones de las fuerzas de seguridad.
Y todos ellos tienen algo en común: son hombres.
“Vi que no había mujeres y me preguntaba por qué. 'Seguro que debe haber mujeres', pensé, solo que no se habla de ello”.
Chloé Jafé descubrió “Yakuza Moon”, la novela autobiográfica de Shoko Tendo que relata su difícil adolescencia como hija de un gánster japonés.
“Me sentí muy cercana a esa realidad y me dije: 'este es mi trabajo, tengo que encontrarme con esas mujeres y hacer algo visual juntas'”.
Al acabar el libro decidió comprar otro billete a Japón, esta vez para quedarse y retratar a las mujeres de la yakuza.
A principios de 2013 se instaló en Tokio sin contactos ni conocimientos de japonés, un idioma de aprendizaje difícil, entre otras cosas porque su redacción combina tres alfabetos completamente distintos.
“Era mi proyecto y yo soy muy testaruda. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo. Sabía que no iba a ocurrir pronto, pero era feliz de dedicarme a ello sin contar los días”.
Pasaron dos años hasta que, ya con un nivel aceptable de japonés, consiguió un empleo de anfitriona.
Las anfitrionas o kyabajo (“chicas de cabaret”) entretienen a clientes de clubs nocturnos, por lo general hombres de mediana edad o mayores, a los que dan conversación, cantan temas de karaoke, sirven bebidas y encienden cigarrillos.
Chloé las define como “una especie de geishas modernas”.
“Me involucré por completo con esas mujeres. Algunas tenían un novio o un padre en la yakuza, y además esos clubs suelen estar dirigidos por esa mafia. Fue un buen punto de partida para meterme en ese mundo”, afirma.
Sin embargo, su oportunidad definitiva llegó de día, en plena calle y por casualidad durante el festival sintoísta Sanja Matsuri del tradicional barrio tokiota de Asakusa.
“Sin saber cómo, acabé en la calle de un jefe de la yakuza. Estaba sentada y él apareció vestido con un kimono y dos guardaespaldas. Yo no sabía quién era, aunque parecía importante”.
Era un oyabun o capo de la mafia japonesa.
Él la invitó a su mesa y ella guardó su número de teléfono con la excusa de enviarle las fotos del festival.
“Le envié las fotos y lo invité a cenar unos días después. Para él fue una sorpresa y yo, sinceramente, estaba aterrada”.
Rompiendo con la tradición japonesa que reserva toda iniciativa al varón, ella eligió el restaurante (“cerca de una estación de policía y una boca de metro, por si tocaba correr”) y allí lo encontró con sus guardaespaldas.
Aunque ya hablaba un japonés decente, prefirió confesarle sus intenciones en una nota de papel: “Soy una fotógrafa francesa y quiero tomar imágenes de mujeres en la mafia de su país, de forma respetuosa y tomando el tiempo necesario, para lo cual necesito su ayuda”.
La respuesta fue positiva: “Me dijo, 'mira, puedo presentarte a gente desde Hokkaido hasta Okinawa'”.
Es decir, de norte a sur en la alargada geografía de Japón.
Aunque la artista primero tuvo que ganarse la confianza del jefe y su entorno.
“Él jugó conmigo por un tiempo. Vio que era joven y bonita, y pensaba si podría usarme para algo o no, comprobar cuáles eran mis intenciones… en definitiva, ponerme a prueba”.
Poco a poco, comenzaron a invitarla a eventos y reuniones de la yakuza.
“Me recogían sus guardaespaldas y no sabía dónde nos íbamos a encontrar, era como una película. Por un tiempo le preguntaba cosas pero no me respondía. Había momentos tensos”.
La esposa del oyabun, que al principio desconfiaba de ella, acabó acogiéndola y la invitó a pasar la festividad de año nuevo con su familia.
Conoció a la esposa de otro jefe, a la que tomó las primeras fotos del proyecto, y expandió sus contactos en la yakuza con nuevas mujeres a las que retratar.
“Esto es horrible, pero… sospecho que algunas personas que quizá no hubieran querido ser fotografiadas tuvieron que posar para mí, porque yo era amiga del jefe”, confiesa.
A las primeras sesiones en Tokio siguieron muchas otras en diversos lugares de Japón, como Osaka y el archipiélago subtropical de Okinawa.
Precisamente en Okinawa, donde el inframundo criminal prosperó en el siglo XX en torno a la mayor base aérea de EE.UU. en la región, se desarrolla una de las series de la trilogía de Chloé Jafé, “Okinawa mon amour”, que muestra el lado más lúgubre y marginal de las islas.
La lente de la artista concede especial protagonismo a los tatuajes de las mujeres de la yakuza.
“La mafia japonesa es interesante porque está muy vinculada a la cultura tradicional japonesa, como en el caso de los tatuajes, que están relacionados con la mitología. Es casi una mafia cultural”, afirma.
Y, pese a que hoy no es raro ver a gente con un dragón o una serpiente sobre la piel en cualquier lugar del mundo, en Japón la cultura de los tatuajes y su percepción es completamente diferente.
“Allí los tatuajes no están hechos para mostrarlos”, explica Chloé.
La sociedad japonesa repudia los tatuajes al relacionarlos con el crimen y la marginalidad, hasta el punto de que está prohibido exhibirlos en piscinas y ciertos lugares públicos.
Para la yakuza simbolizan la lealtad al grupo y también la resistencia al dolor, ya que se suelen hacer con el método tradicional de palo de madera y agujas, más lento y punzante.
La primera serie de la trilogía se llama “Te doy mi vida”, en referencia a la devoción que las mujeres de la yakuza profesan hacia los hombres.
“Saben que esos hombres no son las personas correctas y que si se juntan con ellos quedan apartadas de la sociedad para siempre, porque nadie quiere tener nada que ver con la mafia en Japón. Aun así, se involucran con ellos porque se enamoran”.
Y, si bien no son oficialmente miembros, las mujeres tienen sus propios roles, especialmente en los niveles altos de la yakuza.
“Cuando te casas con un capo debes cuidar de los miembros de la mafia, conocer sus datos personales, sus historias y estar al tanto de todo, porque si le pasa algo a tu marido tienes que asumir su papel hasta que venga el siguiente jefe”.
Según su experiencia, la esposa de un oyabun “es la primera ministra de la mafia pero haciéndolo todo en la sombra, siempre por detrás”.
Además, la yakuza es un camino de difícil vuelta atrás, especialmente para ellas.
“Las mujeres que se divorcian de los yakuza están en una posición difícil, porque nunca pueden salir de verdad. Dejan de tener el apoyo de la mafia pero al mismo tiempo es casi imposible reconstruir su vida y reinsertarse en la sociedad japonesa. Nunca pueden dejar el inframundo”, asegura la fotógrafa.
Muchas de ellas también se ocupan de administrar los clubs de anfitrionas, las cuentas y otros negocios legales e ilegales operados por la mafia nipona.
Completado su proyecto, Chloé Jafé regresó a Francia a finales de 2019.
Y siente que, tras casi siete años inmersa en los sótanos de la sociedad japonesa, ya no es la misma de antes.
“Pasé mucho tiempo con ellos y ya nunca podría ser una extranjera más en Japón. Me siento parte de ellos. Me sentía parte del grupo, quería honrar al jefe y su esposa. Me acogieron como si fuera su propia hija, así que se convirtieron en mi familia en Japón”.
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