Hace 220 años Haití se convirtió en la primera nación independiente en América Latina, la república negra más antigua del mundo y la segunda república más antigua del hemisferio occidental después de Estados Unidos.
Todo esto se logró tras la única revuelta de esclavos exitosa en la historia humana.
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Esas son muchas razones de orgullo para una nación que, desde hace mucho tiempo, encabeza otras listas mucho más dolorosas.
Haití es el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, según cualquiera de los organismos que elabora esas clasificaciones, incluidos el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Y en estos momentos se encuentra en medio de una enorme crisis política y social, sin mandatario luego de que el presidente Jovenel Moïse fuera sesinado en 2021 y el primer ministro Ariel Henry fuera obligado a renunciar esta semana por la presión de las bandas armadas que controla la caital, Puerto Príncipe.
Las razones profundas de la crisis permanente que parece sufrir el país son tantas que quienes quieren ayudar se quedan atónitos.
Haití ha sido escenario de esclavitud, revolución, deuda, deforestación, corrupción, explotación y violencia. Sin olvidar la colonización, la ocupación por EE.UU., revueltas, golpes de Estado y dictaduras hasta la llegada en 1957 de François “Papa Doc” Duvalier, quien impuso uno de los regímenes más corruptos y represivos de la historia moderna que duró 28 años y causó muchas atrocidades y malversaciones.
No sorprende que ni la infraestructura, ni la educación, ni la salud, ni ningún otro bien público haya sido prioridad.
Eso en un país con el infortunio de estar ubicado sobre la falla principal entre las placas tectónicas de Norteamérica y el Caribe y en la pista principal de huracanes de la región, lo que hace que los desastres naturales sean aún más desastrosos.
En medio de tantos pesares, hay uno que resalta por incongruente a ojos contemporáneos: por declarar su independencia Haití tuvo que pagarle una cuantiosa indemnización al poder colonial del que se liberó.
Cristóbal Colón llegó a la isla que hoy alberga las Repúblicas de Haití y Dominicana en diciembre de 1492.
Asumiéndola como territorio de la corona española, Colón bautizó la isla La Hispaniola o La Española, conoció a los nativos, que eran taínos, los llamó “indios” y con ellos pasó su primera Navidad en el Nuevo Mundo.
Aunque inicialmente la explotación de yacimientos de oro y la producción azucarera entusiasmó a los colonizadores, el descubrimiento de una enorme riqueza en el continente americano hizo que el interés por La Española menguara, particularmente el interés por la parte occidental de la isla.
Así, los bucaneros ingleses, holandeses y franceses se disputaron lo que los nativos taínos habían conocido como Ayiti.
Los que viajaban con la bandera de Luis XIV, “el Rey Sol” francés, asumieron gradualmente el control de esa esquina de la isla y en 1665 Francia la reclamó formalmente y la nombró Saint-Domingue.
30 años más tarde, Madrid le cedió formalmente un tercio de La Española a París.
Los franceses convirtieron Saint-Domingue en una de las colonias más ricas del mundo, y la más lucrativa del Caribe.
Para 1789, el 75% de la producción de azúcar del mundo provenía de Saint-Domingue, así como gran parte de la riqueza y gloria de Francia.
La llamada perla de las Antillas producía además café, tabaco, cacao, algodón e índigo, y lideró el mundo en la producción de cada uno de estos cultivos en un momento u otro durante el siglo XVIII.
La enorme riqueza que producía la fabulosa colonia era extraída gracias a la importación de decenas de miles de esclavos al año y la implementación de un duro sistema de esclavitud.
Es aquí donde los números se tornan amargos: a finales de ese económicamente exitoso siglo XVIII, la perla de las Antillas fue el destino de un tercio de todo el comercio de esclavos en el Atlántico.
La alta demanda era resultado de la alta tasa de mortalidad de los esclavos: su promedio de vida era 21 años, y muchos morían tan solo tres meses después de haber llegado.
Enfermedad, exceso de trabajo y el sadismo de los supervisores eran los causantes de la mayoría de las muertes.
Un escrito del autor haitiano Pompée Valentin, a menudo citado por su rareza y su elocuencia, ilustra el tratamiento que se le daba a los esclavos en las plantaciones haitianas:
¿No han colgado hombres con la cabeza hacia abajo, los han ahogado en sacos, los han crucificado en tablas, los han enterrado vivos, los han aplastado con morteros?
¿No los han obligado a consumir las heces?
Y, después de haberlos desollado con el látigo, ¿no los han arrojado vivos para ser devorados por gusanos o sobre hormigueros, o los han atado a estacas en el pantano para ser devorados por mosquitos? ¿No los han echado en calderos de jarabe de caña hirviendo?
¿No han puesto hombres y mujeres dentro de barriles tachonados con púas y los han hecho rodar por las laderas de las montañas hasta el abismo?
¿No han consignado estos negros miserables a los perros que se comen al hombre hasta que estos últimos, saciados por la carne humana, dejaron a las víctimas destrozadas para ser rematadas con bayoneta y puñal?
El eco de la Revolución Francesa de 1789 llegó a la rica colonia donde los denominados gens de couleur y los esclavos se empezaron a preguntar cómo aplicaba la Declaración de los Derechos Humanos del Hombre a su situación.
En 1791, un hombre de origen jamaicano llamado Boukman se convirtió en el líder de los esclavos africanos en una gran plantación en Cap-Français.
Siguiendo el modelo de la revolución en Francia, el 22 de agosto de ese año, los esclavos destruyeron las plantaciones y ejecutaron a todos los blancos que vivían en la región.
Fue la primera acción de un levantamiento que se convirtió en guerra civil y luego en batalla frontal contra las fuerzas de Napoleón Bonaparte, y que tardó 12 años en alcanzar su objetivo: expulsar a los franceses.
El 1 de enero de 1804, Haití declaró su independencia y Jean-Jacques Dessalines se convirtió en su primer gobernante, inicialmente como gobernador general, y después como emperador Jacques I de Haití, título que él mismo se asignó.
Dessalines dio la orden de que todos los hombres blancos fueran condenados a muerte.
Y así fue: desde principios de febrero hasta mediados de abril de ese año tuvo lugar la masacre de Haití, que se cobró la vida de entre 3.000 y 5.000 hombres y mujeres blancos de todas las edades.
Sin intención de ocultar lo sucedido, Dessalines hizo una declaración oficial: “Hemos dado a estos verdaderos caníbales guerra por guerra, crimen por crimen, indignación por indignación. Sí, he salvado a mi país, he vengado a América”.
La larga lucha por la independencia les había dado a los esclavos autonomía, pero también había destruido la mayoría de las plantaciones y la infraestructura del país.
El costo humano era también enorme: se calcula que de los 425.000 esclavos quedaron sólo 170.000 en condiciones de trabajar para reconstruir el flamante país.
La brutal venganza contra los blancos tomada después de que Francia se rindiera trajo el desprecio de muchas naciones.
Y ninguna reconoció a Haití diplomáticamente.
Sumado a esto, lo que había ocurrido en Saint-Domingue era la peor pesadilla de todos los poderes que tenían colonias en la vecindad, por lo que dejaron a Haití en “cuarentena” para prevenir el contagio.
Fue así que ocurrió lo difícilmente imaginable.
El 17 de abril de 1825, el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer firmó la Real Ordenanza de Carlos X.
La ordenanza le prometía a Haití reconocimiento diplomático francés a cambio de un arancel del 50% de reducción a las importaciones francesas y una indemnización de 150 millones de francos (unos US$21.000 millones de hoy), pagadera en cinco cuotas.
¿Por qué una indemnización?
Porque el nuevo país tenía que compensar a los plantadores franceses por las propiedades que habían perdido, no sólo tierra sino también esclavos.
Y si el gobierno haitiano no firmaba el acuerdo, el país no sólo seguiría aislado diplomáticamente sino que sería bloqueado por una flotilla de buques de guerra franceses que ya estaba en la costa haitiana.
Esos 150 millones de francos en oro equivalían a los ingresos anuales del gobierno haitiano multiplicados por 10, de manera que no sorprendió que cuando llegó el momento de hacer el primer pago Haití tuviera que pedir un préstamo.
Francia no tenía problema con que lo hiciera, siempre y cuando acudiera a un banco francés.
Así empezó formalmente lo que se conoce como la deuda de la Independencia.
Un banco francés le prestó a Haití 30 millones de francos -el monto de la primera cuota que debía- y le dedujo automáticamente 6 millones de francos por comisiones.
Con lo que quedó, 24 millones de francos, Haití le empezó a pagar reparaciones a Francia, lo que quiere decir que ese dinero pasó directo de las bóvedas del banco francés a las de la tesorería francesa.
En ese mismo instante, Haití quedó debiéndole 30 millones al banco francés y 6 millones más de la deuda total a Francia que lo que debía antes de hacer el primer pago.
Era una espiral sin fin para pagar una deuda inmensa que incluso cuando fue rebajada a la mitad en 1830 era demasiado alta para el país caribeño.
Tuvo que pedir enormes préstamos a bancos estadounidenses, franceses y alemanes con tasas de interés exorbitantes que le obligaban a destinar la mayor parte del presupuesto nacional en reembolsos.
Finalmente, en 1947 Haití terminó de compensar a los dueños de las plantaciones de aquella colonia francesa que fue la perla de las Antillas.
Le tomó 122 años pagar su deuda de la Independencia.
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