Es jueves en la tarde y dos equipos de adolescentes del municipio de Soyapango, en El Salvador, juegan a fútbol. Podría parecer una escena de lo más común ya que ambos grupos viven en dos barrios de la misma ciudad. Sin embargo, es la primera vez que ocurre en décadas.
El motivo de su alejamiento eran las fronteras invisibles que las pandillas de El Salvador impusieron históricamente en sus territorios y cuyos límites, sabían los vecinos de cada lugar, no podían cruzar para no entrar en zona contraria.
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Jerrica, entrenadora de la escuela de fútbol en la colonia Credisa, donde la Mara Salvatrucha (MS-13) sembraba el terror, visita este día con su equipo el barrio de San José, a escasos 12 km. de distancia y controlado antes por el Barrio 18. Y no puede ocultar su entusiasmo.
“No veníamos aquí desde hace más de 20 años, es como si nos separara un mundo. Así que los muchachos, que tienen 16 o 17, es la primera vez en su vida que llegan acá a jugar tranquilamente. Estaban tan emocionados que dejaron de ir a estudiar hoy por venir a conocer”, reconoce entre risas.
Ambas pandillas, cuyo origen se remonta a la migración de salvadoreños que huyeron de la guerra civil a ciudades estadounidenses como Los Ángeles en la década de los 80, acabaron siendo rivales y enfrentándose con extrema violencia antes de que sus miembros fueran extraditados de vuelta a El Salvador.
Allí se encontraron un país pobre y devastado por la guerra, lo que se convirtió en un caldo de cultivo perfecto para reclutar jóvenes y aumentar su poder mediante el control casi absoluto de territorios. Gobiernos salvadoreños en el pasado intentaron combatirlas con otras estrategias de “mano dura”, pero no funcionaron.
Situaciones como la vivida en la cancha de fútbol de Credisa, absolutamente impensables hasta hace poco en la vida diaria del país, son cada vez más habituales y se atribuyen principalmente a un factor muy concreto: la “guerra” que el presidente Nayib Bukele emprendió a través de un régimen de excepción que este lunes cumple un año de vigencia.
El origen de su declaración se remonta a marzo de 2022, cuando el país sufrió 76 asesinatos en solo 48 horas. Según investigaciones de medios de comunicación como El Faro, la ola de homicidios fue producto de la ruptura de un supuesto pacto entre el gobierno y la MS-13.
Aunque la propia Fiscalía de EE.UU. apuntó a este diálogo en una reciente acusación contra líderes de la pandilla, el Ejecutivo salvadoreño siempre ha negado haber llevado a cabo ningún tipo de negociación.
Ahora, tras 12 meses de régimen de excepción en los que quedaron suspendidos el derecho a la privacidad de las comunicaciones y garantías al debido proceso como el requisito de que cualquier detenido sea presentado ante el juez en las 72 horas posteriores a su arresto, al menos 65.000 personas fueron detenidas por su presunta relación con las maras.
Con una población de 6,3 millones de personas, estos arrestos masivos convirtieron El Salvador en el país con la mayor tasa de población carcelaria del mundo. Tanto, que el gobierno construyó en tiempo récord una “megacárcel” destinada a albergar a unas 40.000 personas en condiciones de extrema dureza y ampliamente criticadas por organismos de derechos humanos.
“Solo hay dos caminos para un pandillero: la cárcel o la muerte, no hay otro”, anunció Bukele en abril de 2022 poco después de iniciar el régimen.
“Vamos y los sacamos de donde estén proteste quien proteste, se enoje o no se enoje la comunidad internacional (...). Si los pandilleros pensaban que enfrentaban a una fuerza armada, armada hasta los dientes, no han visto la fuerza armada que van a enfrentar de ahora en adelante”, aseguró.
Pero en este año, el gobierno recibió también un aluvión de quejas: organismos nacionales e internacionales documentaron miles de denuncias por detenciones arbitrarias, muertes y graves abusos en las cárceles o procesos judiciales sin las garantías básicas.
Sin embargo, hablar de vulneraciones de derechos humanos parece hoy secundario para gran parte de los salvadoreños, quienes se centran en destacar la evidente mejoría en la seguridad de un país que llegó a ser el más violento del mundo y que, tras asfixiarse con una tasa de 104 muertos por cada 100.000 habitantes en 2015, cerró el año pasado con 7,8.
“Este lugar no era nada seguro hasta que el presidente hizo eso (...). Creo que el régimen fue la mejor decisión que se pudo tomar y que está siendo el mejor presidente que ha habido”, afirma sin titubear Dennise, una joven vecina del barrio de La Campanera a las afueras de la capital, San Salvador.
En las calles de las ocho comunidades y barrios que BBC Mundo visitó en El Salvador se percibe tanto esa renovada seguridad como el apoyo mayoritario al presidente Bukele como líder de la llamada “guerra contra las pandillas” y a sus resultados.
El controvertido mandatario, que se ha convertido en toda una figura mediática internacional desde que llegó al poder en 2019 y ahora es una especie de modelo de las políticas de “mano dura” contra la violencia, cuenta con un aplastante 92% de opinión favorable en el país, según una encuesta de CID Gallup del pasado enero.
“En este momento, las estructuras de las pandillas están prácticamente desaparecidas en los territorios. Lo que ha quedado es un remanente muy poco significativo que permanece escondido en los barrios, y otros que han migrado a zonas rurales”, le dice a BBC Mundo Marvin Reyes, representante del sindicato Movimiento de los Trabajadores de la Policía.
Simbólicamente, las maras no pueden verse ya ni en las paredes y fachadas, donde antes había grandes grafitis con sus letras representativas que lucían desafiantes como muestra de poder y control territorial, pero que hoy son casi imposibles de encontrar tras ser tapados con pintura.
Pese a la mejoría actual, sin embargo, los salvadoreños reconocen una incertidumbre ante lo que pueda pasar ahora. Aún tienen muy reciente cuando los informantes de las maras tenían oídos en todos lados, por lo que rara vez se atreven a mencionar en alto la palabra “pandilleros”, sino que hablan de “ellos”, “los muchachos”, “los bichos”…
Es este temor el que explica también que muchos prefieran no dar su nombre ni dejarse fotografiar por periodistas. Pero es que hasta hace bien poco jamás habrían accedido a hablar con la prensa sobre cómo era convivir con las pandillas.
“Nos acostumbramos a ver, oír y callar. Así es como se vivía en medio de tanta delincuencia”, resume Carmen, habitante desde hace 24 años de La Campanera.
Este barrio es reconocido como uno de los más peligrosos del país y bastión del Barrio 18. “Aquí nadie podía decir que vivía en La Campanera porque no le daban empleo, así que ponías que vivías en otro lugar. Pero eso empezó a cambiar”, cuenta la joven sobre el estigma sufrido por los vecinos.
Estos tienen claros recuerdos de las balaceras que les tocaba escuchar cada poco tiempo y de las pisadas de los pandilleros que corrían sobre los techos de sus casas para escapar de la policía.
Y no resulta difícil imaginar este escenario de persecuciones. El barrio está formado por montones de pequeñas viviendas en largos pasajes cuesta abajo que van a dar a una montaña por la que los delincuentes huían hasta que las autoridades dejaban la zona.
En la parte más baja de uno de estos pasajes es donde Sonia vive junto a su familia. Cuenta que todos sus vecinos de las casas más abajo se fueron, bien porque tenían miedo o porque fueron directamente amenazados por las pandillas, quienes acabaron quedándose con muchas de esas viviendas abandonadas.
Muchos huyeron después de que en una de esas casas mataran hace años a un policía. “Recuerdo cuando lo traían, se oían gritos, el muchacho se quejaba… Yo, como siempre que pasaban corriendo u oía ruidos, apagué mi luz y me quedé encerrada para no ver nada”, rememora la mujer.
Aún pueden verse muchas de esas viviendas abandonadas, prácticamente destruidas, y que hoy quedan como testigo del horror de las pandillas. Resulta difícil no sentir cierta inquietud o estremecimiento al adentrarse en estas casas repletas de escombros y que un día acogieron crímenes como el que recuerda Sonia.
Hoy, algunas de estas viviendas están siendo recuperadas por sus dueños o por el gobierno, que las vende a un precio mucho más bajo que en el mercado libre a personas que están apostando por empezar una nueva vida en La Campanera. Es el caso de Denisse y su padre.
“Jamás nos imaginábamos que íbamos a vivir aquí, porque este lugar era famoso por no ser seguro. Pero ya sabíamos que ya no había aquí ese tipo de personas, así que vinimos sin temor”, cuenta esta joven de 18 años que llegó hace poco más de una semana al barrio tras comprar su casa por menos de US$10.000. “Está barata”, dice.
Sonia se muestra optimista y dice estar pendiente de que la vivienda abandonada junto a la suya se ponga en venta, ya que quiere ampliar la propiedad. “Ahora mis niños pueden salir a jugar a la calle, son las 10:00 de la noche y seguimos fuera porque hasta una lámpara pusieron (en la calle). Antes, como no podía entrar nadie a ponerla, todo esto para allá era oscuro”, dice señalando al final del pasaje.
Comunidades como La Campanera se ven ahora repletas de grupos de militares armados que son identificados por la mayoría de vecinos como símbolo de seguridad.
En la escuela de la colonia, donde tradicionalmente han sufrido altos niveles de deserción de jóvenes que dejaban de estudiar, dicen que en los últimos meses notan cómo algunas madres de los niños más pequeños se sienten más seguras de mandarlos al centro.
En la comunidad Las Palmeras, en el municipio de Santa Tecla del área metropolitana de la capital, tres jóvenes permanecen cara a la pared con las manos en alto. Están siendo objeto de uno de los habituales “operativos de intervención rápida” llevados a cabo por la policía en busca de presuntos pandilleros.
Los agentes interceptan a personas de manera aleatoria en las calles o autobuses para revisar su cuerpo en busca de tatuajes identificativos de las maras y pedirles su identificación para revisar sus antecedentes.
Verónica, pareja de uno de los tres jóvenes, acude al lugar para entregar a las autoridades un documento que certifica el historial limpio de su novio. Pero debe esperar a que desde la central lo confirmen y, lamentablemente, el sistema hoy no parece ayudar. “Esto depende de la rapidez del sistema, a veces como hoy está saturado de consultas”, justifica un policía.
La joven dice que estos despliegues policiales son frecuentes en su barrio y que, en otras ocasiones, a su novio le ha tocado ser examinado hasta por 30 minutos hasta que lo dejaron libre. “Pero el que nada debe, nada teme”, defiende. “Yo estoy feliz de la vida”.
Sin embargo, estos operativos han sido uno de los principales blancos de las críticas de organismos de derechos humanos. “Lo que predomina es una arbitrariedad y discrecionalidad de la policía para definir a quiénes capturan. Debería haber una investigación previa y una orden judicial”, critica Abraham Ábrego, director de litigio estratégico de la ONG salvadoreña Cristosal.
En entrevista con BBC Mundo, subraya que “tener antecedentes no es causa para detener a una persona. Tampoco otras razones que están invocando como tener tatuajes, que les encontraron determinados mensajes en el celular, o que la persona cuestionó la detención. En general, todo esto está fuera del marco legal”.
A pocos metros del operativo en Las Palmeras, María Olimpia es una de las personas que asegura haber sido víctima de esas detenciones arbitrarias. Cuenta que su nieto lleva en la cárcel desde que lo arrestaron en julio por “una denuncia de alguien que le caería mal”, pese a no contar con antecedentes ni tener “nada que ver” con pandillas.
“Él solo vendía hamburguesas y tortas en la calle”, dice casi sin poder contener el llanto. Pero, pese a su experiencia personal, la mujer no se muestra totalmente contraria al régimen de excepción.
“Está bien lo que está haciendo el gobierno. Pero sí me siento un poco molesta porque, como mi nieto, hay justos pagando por pecadores. Hay muchos que se han llevado de aquí injustamente (…). Que se haga algo para que saquen a los que no deben nada, y que el gobierno investigue antes, no cuando ya están allá (en la cárcel)”.
Entrevistado por la BBC, el vicepresidente de El Salvador, Félix Ulloa, niega que existan detenciones arbitrarias basadas en llamadas anónimas o simples tatuajes y asegura que la mayoría de denuncias de familiares son probablemente falsas o se deben a que realmente no sabían que esa persona estaba inmersa en pandillas.
Sin embargo, reconoce ser consciente de abusos por parte de miembros específicos de las fuerzas del orden que no siguieron los protocolos de detención -asegura que al menos 14 de ellos han sido procesados por ello- y admite que pueda haber personas injustamente encarceladas.
“Podría ser que cuando llevas a cabo una operación de este tamaño, probablemente podría haber algún error y algunas personas podrían haber sido arrestadas sin tener vínculos con las pandillas. Pero miles de personas han sido ya liberadas” tras comprobarse que no era así, dice.
Pese a ello, “lo perfecto es enemigo de lo bueno”, justifica. “Lo que estamos haciendo es algo realmente bueno y apreciado por la población (…). Los únicos que se quejan son estos grupos de derechos humanos que no saben exactamente lo que pasa en nuestro país y la oposición política en El Salvador”.
Tras unos 20 minutos de espera, la pareja de Verónica y sus dos amigos son liberados por los agentes, que patrullan por la comunidad tocando a la puerta de algunas viviendas. La joven se queda sentada con el documento de antecedentes de su novio, sonriendo y sabiendo que pronto volverá a mostrarlo en un próximo operativo.
En la colonia Montes de San Bartolo 4, de nuevo en Soyapango a las afueras de San Salvador, Cristian espera en el punto donde descansan los conductores de autobuses como él, que lleva 25 años trabajando en el sector. En este tiempo sufrió robos y ataques en su puesto de todo tipo.
“Pero los últimos meses no hemos tenido problemas. Y sobre todo, ahora la gente puede hacer la ruta completa, ya no tiene que estar pendiente de dónde se subía y dónde se tenía que bajar para no cruzar a otro lado (al territorio de otra pandilla)”, cuenta.
En la colindante San Bartolo 5, Sonia resalta que la desaparición de esas fronteras impuestas ha permitido incluso que los repartidores de pizza y comida rápida se atrevan a entrar a su colonia, algo que antes jamás ocurría.
“Yo misma, haría como 20 años que no iba a Las Margaritas porque allí es otro sector (de otra pandilla). Y ahora que lo he vuelto a hacer, me siento libre de andar por las calles porque sé que ya no hay un límite”, cuenta con emoción esta vecina.
“Es que antes estábamos sitiados: controlaban nuestros nombres, a qué hora salíamos, quién nos visitaba, todo”, coincide Marta, habitante de la comunidad Iberia en San Salvador.
La ausencia de maras también se está notando en el “pago de renta”, es decir, la extorsión a la que muchos negocios y empresarios eran sometidos a cambio de seguir operando. Según hizo público la Federación de Empresarios del Transporte, las extorsiones a su sector se redujeron un 95% en 2022.
Tras 50 años en la Iberia, Freddy identifica como uno de sus peores momentos aquel día en el que mataron a un vecino frente a su hija por no pagar lo que le exigían las pandillas. “Era algo inexplicable, la gente perdía la vida por algo que era de ellos”.
Daniel se dedica a repartir refrescos en camión por los comercios de San Bartolo 4. Asegura que compañeros suyos tuvieron que pagar hasta US$100 mensuales para entrar a algunas zonas. Ahora, dice que “ese dinero no sale para ningún lado y se trabaja más tranquilo”.
Esto también lo certifican en el centro histórico de San Salvador, un lugar al que hasta hace pocos años no mucha gente acudía por su inseguridad y donde sus cientos de pequeños puestos callejeros también eran objetivo de extorsiones de diferentes pandillas.
Sara, comerciante de ropa en la zona desde hace décadas, dice que cuando venían pidiendo “los famosos dulces”, ya sabían que les tocaba “aportar” una cantidad que podría oscilar entre los US$10 y US$40 semanales, en función del tamaño del puesto.
“Pero ahora está todo tranquilo. Antes la gente tenía miedo de venir al centro, los jóvenes mandaban a sus mamás o a sus abuelitas a comprar. Pero ahora hay mucho turismo, hay muchas cosas bonitas”.
Organismos y expertos críticos con el régimen de excepción reconocen su rol en la disminución de la violencia de las pandillas pero censuran el modo en que se está implementando y, sobre todo, el riesgo de que una medida planteada como excepcional pueda volverse permanente y siga permitiendo la suspensión de garantías constitucionales.
Aunque una de las mayores incertidumbres es saber cómo la situación actual de seguridad podrá mantenerse y qué ocurrirá con las pandillas en el futuro a medio plazo.
El rector de la Universidad Centroamericana (UCA), Andreu Oliva, recuerda que algunos líderes de las maras continúan libres o huidos, por lo que no descarta que pudieran volver a reactivar sus estructuras con nueva gente.
“Lamentablemente, estos procesos siempre dejan personas heridas que se sienten humilladas y que, por una actitud de venganza, pueden incorporarse a estos grupos para repetir lo mismo que hicieron sus padres o hermanos”, le dice a BBC Mundo.
“Además, no sabemos cómo se va a poder mantener a tanta gente privada de libertad y qué pasará cuando salgan si llegan a cumplir sus penas. La manera en que han sido tratadas, y sin considerarse procesos de rehabilitación, deja muchas incertidumbres”, agrega.
Ábrego, de la ONG Cristosal, también subraya que tras operaciones como la que estamos viendo, “si no se interviene con programas sólidos para generar oportunidades y solventar los problemas que originaron las pandillas, tarde o temprano regresarán los mismos problemas”.
Por eso, coincide el rector Oliva, la inseguridad podría volver si dichos problemas sociales no se abordan. “Tardarán unos años pero, si esto no cambia, volverán a surgir grupos violentos. La violencia puede ir cambiando de nombre, pero se mantiene si no se trabaja en una cultura de paz”.
Reyes, del Movimiento de los Trabajadores de la Policía, apuntala que para evitar un rebrote de las pandillas es vital trabajar en prevención y educación. “Ese es el reto del gobierno, pero hoy por hoy solo se ha dedicado a la represión”, cuestiona.
El vicepresidente Ulloa coincide en que será necesario acudir a la raíz y mejorar las condiciones sociales que motivaron a miles de jóvenes a ingresar en las maras. Por ello, su visión pasa por crear en el futuro oportunidades en las áreas rurales y recuperar la industria agrícola del país.
Sin embargo, deja claro que antes de atender las causas de su origen, la prioridad ahora es capturar a los miembros de las pandillas. “Es como un fuego en el que su origen fue un cortocircuito en el sistema eléctrico. Antes de repararlo, tienes que apagar las llamas”, compara.
En las calles, los salvadoreños también muestran sus dudas sobre qué pasará pero miran con optimismo hacia el futuro tras años de casi acostumbrarse a un pánico generalizado en su día a día.
“Todavía estamos en transición, estamos en un ‘veremos qué pasa’. Pero esperaría que sí, que en verdad haya una solución pacífica, buena”, pronostica Marta desde la comunidad Iberia. “El sacrificio vale la pena por los más jóvenes, para que no vivan esa zozobra que vivieron mis hijos de no poder ir a otro lugar porque su vida corría peligro”
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